Gustavo Esteva
Arde el planeta, no sólo el Amazonas o California. Arden la rabia y el hartazgo.
América Latina es sólo la punta del proverbial iceberg. Su ebullición
es más visible, pero no es la única y ni siquiera la principal. La
prolongada acumulación de iniquidades, la compulsión destructiva, la
arrogancia, cinismo y prepotencia de las élites y en muchos casos el
mero instinto de supervivencia mantienen una inmensa ola de rebelión en
el mundo entero.

En las estructuras de poder las cosas son más claras y homogéneas.
Comparten patrones de respuesta que combinan peligrosamente prepotencia y
pánico.
El modo de producción capitalista se convirtió en modo de despojo
mediante el desmantelamiento de buena parte de lo conseguido en siglos
de lucha y el deterioro en las condiciones materiales de vida de la
mayoría. Se buscó activamente la fragmentación de las estructuras
comunitarias y el debilitamiento de las organizaciones de lucha.
Murió así el
estado-nación democrático, la forma política del capitalismo. Su despotismo inherente se acentuó en el
estado de seguridad. El terrorismo y otras amenazas reales o inventadas fueron pretexto para extender y profundizar dispositivos autoritarios. Como eso tampoco fue suficiente, en este siglo se empezó a conformar la
sociedad de control. Nuevas tecnologías quedaron al servicio de dispositivos cuya meta última es controlar todos los aspectos de la vida cotidiana.
En todas partes, los gobiernos han aprendido a no hacer caso del
descontento. Hay múltiples ejemplos de sus reacciones prepotentes y
cínicas ante todo tipo de movilizaciones. Cuando éstas son más
peligrosas o intensas, la respuesta general ha sido la represión
directa, refinada con procedimientos normalizados que incluyen cada vez
más el empleo de provocadores. Fue claro que organizaciones poderosas y
experimentadas, como la Conaie de Ecuador, pudieron enfrentar mejor que
los jóvenes chilenos o las primeras olas de chalecos amarillos esas estrategias gubernamentales.
Cuando el ejercicio represivo llega a sus límites y se vuelve
contraproductivo, estimulando y profundizando la movilización, los
gobiernos reaccionan con concesiones, tanto retóricas como reales.
Empiezan dando marcha atrás a las medidas que detonaron las
movilizaciones –como los aumentos de precios– y luego empiezan a
acumular otras concesiones que satisfacen reivindicaciones explícitas.
Su pánico aumenta cuando ninguna de estas medidas logra contener la
rebelión. Empiezan entonces a afianzar los dispositivos de control y
manipulación, como la societé de vigilance que acaba de proponer Macron en Francia.
Muchas reacciones populares siguen patrones convencionales. La
rebelión se expresa en ocasiones como un simple vuelco electoral o toma
formas aparentemente muy radicales… que pretenden cambiarlo todo para
que nada cambie. Ninguna organización parece preparada para la exigencia
creciente de cambio profundo, cuando el grito argentino
¡Que se vayan todos!significa realmente deshacerse de las estructuras dominantes en todos sus aspectos. Escasean propuestas hasta para la transición.
A ras de tierra, sin embargo, en los pueblos y en los barrios, se
teje cada vez más una manera diferente de reaccionar que no rompe con el
pasado –como hizo la modernidad– pero tampoco se arraiga en él. Se sabe
por experiencia que las maneras convencionales de luchar resultan
obsoletas y hasta contraproducentes. Desde la primavera árabe o la era de
gobiernos progresistasse reconoce que cambiar un gobierno no es solución. Se emplean las herramientas convencionales solamente en forma circunstancial y para propósitos puntuales. Se hacen otras cosas. Las comunidades se distancian y desenchufan de las estructuras de poder. Sin tierras prometidas ni fantasías utópicas, siembran continuamente embriones de porvenir. Cultivan la idea de que los puentes se construirán cuando llegue el momento de cruzarlos.
Al generalizarse lo que parece una insurrección y al reconocerse
fuerzas y pasiones que parecían fuera del alcance general, se alimenta
una nueva esperanza y se le recupera como fuerza social. Viejas inercias
y nuevas ambiciones, empero, limitan las capacidades de enfrentar lo
que tenemos encima. La destrucción que acompaña al colapso climático y
al sociopolítico y las reacciones a menudo devastadoras que trae consigo
el pánico en los gobiernos plantean desafíos inmensos. No cabe
adelantar vísperas ni cantar victorias. Nada nos detendrá ya, pero
estamos apenas en las primeras batallas.
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