En respuesta a una foto
de las ruinas del Museo Nacional de Brasil,
una amiga boricua comenta
lo siguiente: «Así están todos los nuestros antes o después del huracán
María. El de la Casa Armstrong está en precarias condiciones. Hasta el
Museo de Albizu Campos anda en las mismas». El comentario de la amiga me
lleva a la siguiente reflexión.
Comienzo diciendo que soy
amante de los museos. No se conoce el alma de un pueblo, sin visitar sus
museos. El vocablo es sinónimo de estudio, de inspiración, de mirada al
futuro. No sé cuántas veces visité el museo de la Universidad de Puerto
Rico. En el de Springfield, lugar en que vivo desde 1993, he criado a
mi hijo. Digo criado, porque desde que era pequeñito llevaba a Rafael a
este museo dos o tres veces al mes. Todavía insiste en que lo lleve,
cada vez que se aburre. No creo que haya museo local que no hayamos
visitado, los de Nueva York y Boston, incluidos. Visite usted un museo
con un niño o una niña (también he ido a los de Cuba con mi hija) y
descubrirá algo fascinante: los museos no nos hablan tanto del pasado
como del futuro. El museo de la historia, de que nos hablaba Marx, es el
receptáculo de las mil y una maneras, objetivas y subjetivas, en que
las antiguas sociedades intuyeron el presente que vivimos.
Por
lo anterior, y por mil razones más, tuve que reunir mucho coraje para
mirar las fotos y videos del Museo Nacional de Brasil consumiéndose en
llamas. Me ha dolido muy hondo. Parte del problema es que es una imagen
que obliga también a pensar en Puerto Rico. Cierto; no es que mi isla
arda literalmente bajo los efectos de un incendio voraz. Pero, y esto no
es fácil de decir, es innegable que un gran ardimiento destruye
actualmente la cultura puertorriqueña. Somos como un museo en llamas. La
razón en nuestro caso es política: a una horda de bárbaros
anexionistas, incultos y grotescos, le ha dado con poner fin a la
puertorriqueñidad. Cada pueblo, cada barrio, cada esquina de la isla,
incluso cada paisaje natural, se ha convertido en un museo en llamas. Si
usted no lo ve hoy, quizás no lo pueda ver nunca.
Hay momentos
dramáticos, como el que acabamos de ver ahora en Brasil o el saqueo del
Museo de Irak en 2003, que hacen patente todo lo que se pierde al
destruirse las huellas del pasado humano. Imagino que alguien con una
sensibilidad igual a la de Silvio Rodríguez, llorará quizás la pérdida
del Museo Nacional de Brasil con la nostalgia urgente con que este
hermano escribió la canción Sinuhé. No solo lo imagino, sino que mi
corazón lo desea. Con el pasado, se nos va el futuro.
El desdén
neoliberal por los museos no es, como podría pensarse, solamente reflejo
de la mezquindad e incultura de los burgueses de estos tiempos. El
pasado, al cual dicen a veces admirar, provoca ansiedad entre las clases
dominantes de este milenio. Y es que, sin retomar el pasado, no hay
camino al futuro. El tránsito del feudalismo al capitalismo en Europa,
como genialmente argumenta Perry Anderson en su libro «Transiciones de
la antigüedad al feudalismo», por ejemplo, fue un gran acto cultural de
recuentro de la modernidad con la antigüedad. De lo contrario, no habría
ocurrido el fin de la Edad Oscura del Medioevo; del oscurantismo ese en
que se sumió el continente europeo después del colapso del imperio
romano. Da Vinci, por ejemplo, considerado el iniciador del
renacimiento, encontró su vocación creadora y futurística retomando la
gran pregunta de la matemática antigua: la cuadratura del círculo. La
interrogante, que obsesionó a la ciencia y arquitectura de los siglos
precedentes, fue planteada visualmente por Da Vinci en su dibujo «El
Hombre de Vitrubio». En realidad, la respuesta del genio de Da Vinci no
fue tanto visual como filosófica: la visión del hombre como centro del
universo es un asunto que compete más al arte que a la matemática. Una
pregunta bien planteada es más útil que cien soluciones imaginarias. El
pasado es un punto de referencia al futuro.
Puerto Rico, mi
isla, mi país, además de ser la última colonia de este hemisferio,
tiene la dudosa distinción de ser un lugar en que las políticas
neoliberales modernas se muestran de la forma más pura, sin adornos. Eso
lo dice Naomi Klein, en su libro “La batalla por el paraíso”. Aquí
manda, por virtud de un acto imperial, una junta de control y saqueo
fiscal, integrada por representantes directos del gran capital
financiero estadounidense. No hay intermediarios, como si los hubo en
Cuba, previo a la Revolución.
Tampoco
operan en Puerto Rico ninguno de los mecanismos compensatorios,
amortiguadores si se quiere, de los bandidajes de la banca
contemporánea. No hay, por ejemplo, un mínimo sector industrial que,
interesado en la producción real de plusvalía, actúe de guardián de las
fuerzas productivas materiales. En vano buscar un sector precapitalista
que sirva como palanca para que las masas desposeídas creen espacios
alternativos de vida y sobrevivencia. No les queda sino emigrar.
Nuestros políticos burgueses ni siquiera parecen burgueses de verdad.
Más bien semejan personajes grotescos y burdos de las películas de Dick
Tracy o Batman. Con una mano levantan la biblia pentecostal para
apaciguar a las masas; con la otra, se atosigan de longanizas y
burudangas hasta reventar. Feos son, por fuera y por dentro. Y la
izquierda tradicional, muy a pesar de todo su pasado glorioso, sigue
dispersa en veinte esquinas; rehusándose tercamente a transitar por los
caminos de la unidad, convencida quizás de que un milagro habrá de
salvar al país del caos general. De no ser por la juventud boricua
valerosa, que ha decidido tomar en sus manos el futuro, hace rato que el
fuego neoliberal habría acabado con todo en este museo que hoy es,
simbólicamente, mi Puerto Rico.
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