Grietas del modelo económico actual
Decodificando en términos políticos el modelo económico
Problematizar un modelo que imprime fragilidad hacia el futuro
El Estado sí es compatible con el mercado
Recuperar el vínculo político-económico
Un modelo de crecimiento insostenible ambientalmente
El rápido crecimiento económico del Perú redujo la pobreza de 57% a 20% entre el año 2004 y 2016. A esto hay que sumar la masiva entrada de divisas, los altos niveles de inversión doméstica, una inflación estable y una acumulación importante de reservas internacionales —se triplicaron desde 2003—. Todo esto coloca al país andino como único ejemplo de éxito del neoliberalismo en la región y, rápidamente, lo han posicionado como un “milagro económico”.
En efecto, es un “milagro” porque nadie puede explicarlo. Paradójicamente, este desempeño económico se produce dentro de un régimen político de poca representación, corrupción institucionalizada, una clase política estamental (fujimorismo de segunda generación) y el recurrente descontento de la ciudadanía con el sistema político. Esta paradoja se cumple gracias a que el mercado proveyó una salida pragmática a los problemas de índole democrático, y la izquierda de viejo cuño no ha sido capaz de restablecerse como una opción viable para el Perú. Por un lado, hay una excesiva confianza de las élites económicas e intelectuales en que el modelo extractivo sin Estado es sostenible en el largo plazo y, por otro, una subjetividad instalada en las clases populares de que el Estado no puede mejorar los problemas.
Esto está cambiando con el surgimiento de Verónika Mendoza como un actor central en el escenario de disputa política. Con una votación de 18% en la primera vuelta de 2016 y a sólo 2 puntos de haber alcanzado el balotaje, ella abre un campo renovador para la izquierda, que parece dejar atrás la herencia de la violencia de los ‘80 y se desmarca de los procesos de izquierda latinoamericanos del siglo XXI[1].
No obstante, la izquierda peruana tiene un reto importante en cuanto a las subjetividades que ha creado el neoliberalismo, el cual ha sabido responder a las necesidades de corto plazo en cuanto a reducción de pobreza, baja inflación y estabilidad macroeconómica. En lo económico, la izquierda compite en desventaja contra el “milagro” neoliberal. Por ende, ¿qué perspectivas tiene la izquierda en un Perú gobernado por un neoliberalismo que, al parecer, ha echado raíces y peleará hasta la muerte por perdurar? ¿Qué clivajes en la esfera económica deben construirse para un proyecto alternativo?
La economía peruana recibe aplausos, pero poco se dice sobre los riesgos que se ciernen sobre ella. Es sobre esos riesgos que la izquierda debe articular una estrategia. En primer lugar, discutiremos los riesgos del modelo y luego intentaremos bosquejar cómo esos riesgos pueden ser decodificados para convertirse en una estrategia política que conecte con la base social. Este es un debate sin punto final.
La economía crece, reduce la deuda pública, atrae inversión y guarda reservas internacionales. Nadie lo duda. No obstante, al mismo tiempo, la economía es deficitaria en la cuenta corriente y se financia con pasivos del exterior (inversión directa y de cartera). En paralelo, los flujos que entran a engrosar el pasivo externo rápidamente salen repatriados en forma de ganancia y en la misma magnitud de lo que entró. En este círculo de entrada y salida de divisas, la matriz productiva no se transformó y las exportaciones siguen dependiendo de productos tradicionales —minería, en especial—. Esta condición hace que la economía sea deficitaria en términos comerciales, gorda en pasivo externo y que dependa cada vez más de los precios de las materias primas y de los inversionistas externos para sostenerse. Así, la economía necesita cada vez más pasivo para garantizar el modelo y de la buena salud de su mayor socio comercial: China, el mayor demandante de la minería.
A su vez, las condiciones laborales continúan siendo precarias, donde la informalidad sigue rozando el 70% según varias fuentes. Las contribuciones a la seguridad social alcanzaron, en promedio, el 1.8% del PIB, lo cual confirma que las clases trabajadoras no cuentan con ninguna protección para la vejez. El sistema tributario recauda poco (16% del PIB) y sigue sustentado en impuestos regresivos[2], lo cual hace que el raquítico gasto público (promedia el 20% del PIB, de los más bajos del mundo) sea financiado por las clases sociales de menores ingresos: los pobres y la clase media pagan las transferencias a los mismos pobres.
Pese al alto crecimiento, el modelo no alteró la equidad de oportunidades. La desigualdad del ingreso se ha reducido modestamente de acuerdo al índice de Gini de encuestas. No obstante, esta métrica, al igual que en otros países, no captura las rentas de los más ricos de la sociedad. En cambio, otros estudios muestran que la diferencia entre las rentas laborales y las rentas del capital en el Perú se han ampliado en los últimos 25 años. En 15 años la capacidad adquisitiva del salario mínimo ha aumentado, pero mucho menos que el crecimiento del PIB per cápita. Esto nos sugiere que las rentas salariales de baja calificación han crecido menos que las de trabajadores de alta calificación, de capitalistas nacionales y que el capital transnacional. El acceso a educación y salud gratuita tampoco son logros del modelo. Estos síntomas nos indican que, a pesar que la sociedad hoy tiene más ingreso, no ha adquirido mejores capacidades -oportunidades- para asegurarse el futuro. Ante un embate de las condiciones macroeconómicas, los trabajadores no están en mejores condiciones para enfrentarlas.
Finalmente, el modelo minero viene expandiendo el pasivo ambiental que coloca al neoliberalismo en un callejón sin salida, no sólo de sostenibilidad económica, sino también en términos biofísicos y humanos. La minería en Perú ha sido denunciada por grupos sociales por sus efectos destructivos del patrimonio natural, además de generar una serie de riesgos laborales que hacen a esta actividad muy discutible; también han puesto sobre la mesa la necesidad de un nuevo modelo de explotación.
El reto para que una propuesta de izquierda sea exitosa en términos electorales pasa por decodificar las grietas del modelo económico a un discurso político que conecte con la base social. La vinculación de un proyecto político con la base social, evidentemente, no pasa sólo por un discurso económico. No obstante, variables como la inflación, la renta personal o la seguridad del empleo sí influyen en las subjetividades de una sociedad respecto al rumbo político del Gobierno. En este sentido, planteamos al menos 4 clivajes económicos que deben ser reconstruidos en el plano político.
Los riesgos macroeconómicos que se construyen sobre la economía peruana son muy difíciles de decodificar en una estrategia política que sintonice con la vida diaria de las grandes mayorías. Esto impone límites a la izquierda de Perú. Solo basta ver otros casos, como el argentino o el ecuatoriano, donde los grandes riesgos macroeconómicos son preocupaciones de los intelectuales, pero sin que puedan ser politizados y se conviertan en parte de la preocupación colectiva. Los problemas macroeconómicos sólo forman parte del campo popular cuando han estallado y afectan las condiciones sociales: devaluación, corridas bancarias o desempleo. Los medios de comunicación esterilizan cualquier posibilidad de que esos riesgos penetren en las capas sociales, permitiendo que la opción neoliberal se convierta en el sentido común.
No es nada fácil romper con este arreglo económico-político y compactar un mensaje, eminentemente de largo plazo, que llegue a una realidad que se construye sobre el corto plazo. El discurso económico de la izquierda debe reinventarse y articular esta conexión corto-largo plazo para romper esta hegemonía en la construcción de un sentido común económico social alternativo. Por ejemplo, se debe dejar de hablar de renta y comenzar a medir y discutir la renta permanente, que incluye la renta que tendrán los pobres en la vejez. En este sentido, es necesario articular un discurso económico desde otros marcos conceptuales que sintonicen con el campo popular.
Así, la izquierda en Perú no debe proponer una visión de fractura con el neoliberalismo, debe reconstruirse a partir del “sentido común” ya establecido. Deberá ser ecléctica y articular una estrategia de desarrollo alternativa al modelo extractivo privatizador vigente, denunciando que el modelo actual es una bomba de tiempo y habrá que ir capitalizando los recursos de la minería. Debe buscar la sostenibilidad del modelo en dos aspectos: (i) la necesidad de que la minería financie una política industrial que transforme la matriz productiva y (ii) un sistema tal de protección de los trabajadores que las rentas de hoy puedan ser garantizadas durante todo el ciclo vital (pensiones y prestaciones de salud).
La izquierda viene de la mano del Estado como actor económico. Cualquier cosa por fuera de este precepto es un eufemismo para esconder al neoliberalismo. Por ende, una opción de izquierda en el Perú exige una estrategia para recuperar la confianza ciudadana en el Estado. La primera tarea será desmontar la idea de que la equidad está reñida con la libertad y la eficiencia. Hasta el FMI (Fondo Monetario Internacional) reconoce que la desigualdad socava el crecimiento económico. Es fundamental transformar la senda de crecimiento como única forma de hacer sostenible al modelo. En el mismo sentido, se debe combatir la idea falaz de que sin política industrial estatal los países pueden alcanzar el desarrollo.
Hay que desmontar la idea del “milagro económico peruano”, pues en ningún caso el modelo es sostenible en el largo plazo, como sí ha ocurrido en los verdaderos casos de milagros económicos: Alemania y Japón de la posguerra, los “tigres asiáticos” desde la década de los 60 y China desde los ‘80. En todos estos casos, el Estado desempeñó un rol protagónico en la política industrial y en la defensa de un tipo de cambio competitivo para lograr la industrialización. Perú, al igual que México, ha adoptado una estrategia de desarrollo a través de la exportación sin el Estado, y no ha logrado transformar la matriz de producción ni la productividad de la economía.
La izquierda peruana debe extirpar la falaz creencia de que se puede desarrollar el país sin el Estado. Perú no se ha transformado, ha aprovechado notablemente los términos de intercambio sin garantizar que el modelo pueda continuar en el futuro. Ese tipo de desarrollo económico extractivo de viejo cuño no puede ser catalogado como un “milagro”. Si la economía no transita por otra senda de crecimiento —mayor productividad y mayor industrialización— no se puede hablar de milagro económico.
En esa cruzada por recuperar el Estado, se debe problematizar y dar una solución al mayor escollo para construir otra senda de crecimiento con equidad: la informalidad. Lastimosamente, la informalidad es, al mismo tiempo, escollo y salvavidas de las clases sociales de menores ingresos, pues les ha garantizado sobrevivir en un modelo de mercado extremadamente excluyente. La informalidad es un Estado paralelo que se rige bajo sus propias reglas, recauda tributos y garantiza a sus agremiados una forma de supervivencia. En este sentido, la informalidad reemplaza al Estado y, por ende, tensiona a una izquierda que puja por políticas garantistas dentro del marco de un Estado de Bienestar convencional: pagar tributos para recibir bienes y servicios públicos.
Se hace necesario repensar el Estado de Bienestar europeo en una sociedad como Perú, donde su competidor, la informalidad, está legitimada y brinda soluciones pragmáticas. Este es un reto en el plano intelectual y electoral, pues desde hace muchos años el Estado de Bienestar ha entrado en crisis en Europa y nunca se consolidó del todo en América Latina. ¿Cómo articular una versión nueva de Estado a la medida de las clases sociales históricamente empujadas a la informalidad?
El tercer clivaje importante consiste en restaurar la fractura que existe entre la salud de la democracia y el bienestar económico de los hogares. Varias décadas de desilusiones políticas han provocado que en el imaginario social se deslinde la relación entre la estabilidad democrática y el bienestar económico de sus ciudadanos. Parecería que, en Perú, tener políticos corruptos se codifica en el mismo nivel de importancia que tener un mal desempeño futbolístico o los escándalos del espectáculo. La sociedad perdió la capacidad de indignación, no se lanza a las calles para exigir otro rumbo político pues la estabilidad económica es un paño frío para la indignación social.
Esta desconexión entre los resultados democráticos y las condiciones económicas de ingresos de los hogares parecen influir para que la gente haya despolitizado la propia democracia. No importa quién gane o pierda en las elecciones: el éxito personal sólo depende del esfuerzo propio. Esa idea generalizada sobre una “meritocracia” distorsionada y reforzada por la informalidad y el sistema neoliberal ha ampliado esta fractura entre lo político y lo económico. Las corporaciones de la comunicación, como es usual, se alinean con la clase económica dominante y llenan o vacían de contenido a discreción los significantes de una sociedad. Por lo tanto, la izquierda debe recuperar la idea de que una democracia a espaldas de los ciudadanos, tarde o temprano, afectará las condiciones económicas de los hogares. No es posible deslindar de forma permanente el régimen político de los resultados económicos.
La destrucción del patrimonio ambiental ha sido una constante. La movilización social en torno a ello ha sido notable, pero nunca ha podido convertirse en una causa nacional. Es una lucha de comunidades específicas, lo cual dificulta la reconstrucción de un nuevo modelo minero. Sin embargo, para la izquierda posicionarse en cualquier postura la debilita. Una posición contraria a la minería la coloca como enemiga del crecimiento y del desarrollo, y rompería con la base social ajena al problema minero -la mayoría-. Una posición a favor es atacar un bastión de la transformación que está en el ADN político de todas las izquierdas. Esta disyuntiva se agranda pues, en efecto, los resultados macroeconómicos se han dado gracias a esta actividad; pero también se han obviado cuestiones como la sostenibilidad, quién paga los costos y quién aprovecha los beneficios. La cuestión ambiental demanda un nuevo pacto de convivencia que la izquierda no puede rehuir.
[2] 46% son impuestos indirectos, 38% impuestos directos, 12% contribuciones a la seguridad social y 4% otros impuestos.
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