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domingo, 5 de febrero de 2017

El año de la gran muralla



Ignacio Ramonet
La Jornada 
Es posible que 2017 sea recordado en la historia como el año de la gran muralla. ¿Por qué? Porque Donald Trump, nuevo presidente de Estados Unidos, está decidido a edificar una monumental barrera de protección en la frontera con México para impedir, según él, la invasión de los migrantes ilegales venidos del peligroso sur...
Al mandatario estadunidense alguien debería recordarle lo que la historia precisamente enseña: que casi nunca esas ciclópeas fortificaciones detuvieron nada. ¿No construyeron acaso los chinos, en la antigüedad, la impresionante Gran Muralla para detener a los mongoles? ¿No elevó el imperio romano, en el norte de Inglaterra, el colosal Muro de Adriano para rechazar a los bárbaros de Escocia? Es conocido, en ambos ejemplos históricos, que los gigantescos vallados fracasaron. Los mongoles pasaron, también los manchúes y los caledonianos. Como seguirán pasando, hacia Estados Unidos, mexicanos, centroamericanos, caribeños, musulmanes. En la eterna dialéctica militar del escudo y la espada la respuesta a la gran muralla de Donald Trump será miles de túneles que probablemente los parias de la tierra ya están perforando.
Pero es que, además, surge otra contradicción. Por una parte está el anunciado plan de inversiones de Trump de un millón de millones de dólares en obras públicas para reconstruir, como en un nuevo New Deal, la infraestructura: aeropuertos, carreteras, puentes y túneles en todo el país, lo cual debe relanzar la actividad económica, el crecimiento y, sobre todo, crear millones de trabajos. Pero, por otra parte, ya hay pleno empleo en Estados Unidos... Con el presidente Barack Obama se crearon 12 millones de puestos de trabajo. La paradoja es que, en realidad, hace falta mano de obra... Y faltará todavía más si Donald Trump expulsa, como prometió, a 11 millones de trabajadores migrantes ilegales... ¿Quién construirá la gran muralla, los puentes, las carreteras y los túneles?
Otro problema: las estadísticas oficiales estadunidenses señalan que el índice de jubilados sobre trabajadores activos no cesa de aumentar. O sea, como en todas las sociedades desarrolladas, el número de personas de la tercera edad crece más rápido que el de jóvenes. Consecuencia: las cinco primeras ocupaciones que ofrecerán más empleo en la próxima década son las siguientes: ayudantes de cuidado personal, enfermeras, ayudantes del hogar y la salud, trabajadores de la comida rápida y vendedores al menudeo. Todas, actividades difíciles y mal pagadas, trabajos clásicos de los migrantes. Si se alza la gran muralla en Estados Unidos, ¿quién las ejercerá?
Otro aspecto del problema: las migraciones nunca se realizan por capricho. Son resultado de guerras o conflictos, de desastres climáticos (sequías), demografía, urbanización acelerada del sur, explotación, mutación económica (disminución del campesinado), saltos tecnológicos y choques culturales. Hechos sociológicos que están empujando a la gente de los países pobres –sobre todo a los más jóvenes– a emigrar en busca de mejor vida, hechos que están por encima del control de cualquier político y que un muro puede quizás frenar pero no podrá detener ni desvanecer.
Además, si Donald Trump está obsesionado con los migrantes latinos, que vaya preparándose para las otras invasiones que vienen. África subsahariana, por ejemplo, contaba en 2000 con 45 millones de personas de entre 25 y 29 años, que es la edad en que más se emigra. Hoy los subsaharianos de esa edad ya son 75 millones, y en 2030 serán 113 millones... El Banco de Desarrollo Africano estima que, de los 12 millones de subsaharianos que ingresan cada año a la fuerza laboral, apenas 3 millones encuentran empleo formal. El resto –o sea, 9 millones de jóvenes cada año– constituye una reserva cada vez mayor de migrantes potenciales... En India, cada mes, un millón de jóvenes cumplen 18 años y muchos sueñan con emigrar.
Aunque la gran muralla de Donald Trump hay que entenderla también en sentido metafórico, pues significa asimismo barrera de aranceles para dificultar el acceso de productos extranjeros al mercado interior: con tasas anunciadas de 45 por ciento sobre las importaciones provenientes de China y de 35 por ciento para las de México. O sea, proteccionismo comercial duro, que fue uno de los ejes centrales de la campaña electoral. Y que es el verdadero significado de la elección del nuevo presidente de Estados Unidos, quien arrancó su primera semana en el poder con un gesto hacia los votantes de la clase obrera, que le ayudaron a ganar el 8 de noviembre pasado y que se sienten perjudicados por las deslocalizaciones industriales. Trump cumplió su promesa y firmó un decreto para retirar a Estados Unidos del Tratado Transpacífico, acuerdo con 11 países de la cuenca del Pacífico promovido por Obama. También anunció que renegociará el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá.
Todo ello significa una derrota de la globalización neoliberal, del libre mercado y de las deslocalizaciones. Basta ver, sobre el tema, el berrinche interminable y el pataleo permanente contra Donald Trump de todos los partidarios del ultraliberalismo. Empezando por los grandes medios dominantes, que ahora arremeten sin tregua –cosa inaudita– contra el propio presidente de Estados Unidos, cual si de Chávez se tratara. Léase, por ejemplo, en España, el incontrolable furor antiTrump del neoliberalísimo diario El País.
E
n este año, en el que se celebra el centenario de la revolución bolchevique de octubre 1917, el sacudón que Donald Trump le está imprimiendo a los asuntos internos estadunidenses y a la geopolítica internacional no deja de estremecer al mundo. En algunas cosas para bien, en muchas otras para mal.
Nuevo libro del autor: El imperio de la vigilancia.
Edit. Clave Intelectual. Madrid, 2016.

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