Nada es más difícil que tener la certeza de estar vivo o de estar muerto, decía Luis Cardoza y Aragón. Frase que a los guatemaltecos nos va bien, pero que me vino particularmente a la mente por estos días en que las Katrinas, calaveritas mexicanas muy emperifolladas, me aparecieron por todas partes en mi reciente visita a México. Pensaba en ese fenómeno necrófilo nacional mexicano, que muchas culturas también viven, de manera tan distinta, pero tan profunda.
En México, la muerte expresa identidad, como casi todo, y va más allá de ser un simple concepto antónimo a la vida. Ese sentido jocoso que traducen las calaveras bailando y adornando todo lo mexicano, obra de José Guadalupe Posada, el grabador mexicano que muere en 1913, pero las trae de las épocas medieval y prehispánica con su característico sentido de humor, no quiere decir que los mexicanos se rían de la muerte, como afirmara Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Se ríen de la vida que les ha tocado vivir, de sí mismos, de su destino; recurren a la muerte por la angustia vital y porque saben, desde su imaginario colectivo católico, que solo en la muerte serán todos iguales.
En Guatemala, luego de 626 masacres y tantas muertes violentas, supongo que nos ha quedado poco espacio para reír y atrevernos a jugar con la muerte. Será porque no hemos terminado de exhumar y enterrar como se debe a los miles de muertos de la guerra, y estos no nos lo perdonan. O porque, como sucede por ejemplo en el cementerio de Rabinal, los montículos llenos de nombres y fechas les recuerdan a los lugareños y visitantes que la muerte violenta en este país no ha sido identidad, sino destino que aún no se limpia.
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