Entrevista a Franck Gaudichaud
Viento Sur
Los países de 
América Latina están viviendo actualmente conflictos de clase muy 
potentes y una represión con actuaciones enormemente violentas por parte
 de las fuerzas reaccionarias y estatales. En esta entrevista, Franck 
Gaudichaud 1/ aborda la situación en algunos países y las dinámicas de las luchas populares en curso en toda la región.
Antoine Pelletier: Hace algunos meses atrás se comentaba el “fin” del ciclo progresista
 en América Latina. Ahora, parece que se empieza a gestar una nueva 
situación. Por una parte, las clases dominantes están a la ofensiva, por
 otra, las resistencias al neoliberalismo se expresan tanto en las 
calles, como en las urnas.
Franck Gaudichaud: Efectivamente, ha habido un debate sobre si asistimos sensu stricto al llamado fin
 de ciclo de los gobiernos progresistas, nacional populares o de centro 
izquierda: desde el violento fin de la gestión del Partido de los 
Trabajadores (PT) de Brasil hasta la crisis sin fin en la Venezuela de 
Nicolás Maduro, pasando por Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador... En 
realidad, lo que se confirma más que un “fin” es el reflujo turbulento 
de esas experiencias y lo que aflora más que nunca son los límites 
estratégicos y las contradicciones de estos diferentes proyectos y sus 
regímenes políticos. Me remito al ensayo que acabamos de publicar sobre 
este tema con Jeff Webber y Massimo Modonesi 2/. Especialmente, 
con la crisis económica mundial y el agotamiento más o menos profundo 
según los países de los proyectos neodesarrollistas y neoextractivistas progresistas,
 se entró en una coyuntura caótica y difícil, en la que las clases 
dominantes, los sectores conservadores, las élites mediáticas, las 
burguesías financieras, las iglesias evangélicas y la extrema derecha 
militarista están a la ofensiva por todas partes. Esto es 
particularmente cierto tras la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, 
país clave en la geoestrategia regional; victoria que se inscribe en la 
estela del triunfo del golpe de Estado parlamentario contra Dilma 
Roussef, y después con el encarcelamiento ilegal e ilegitimo de Lula.
Al
 mismo tiempo, no existe ninguna estabilidad para esta ofensiva 
conservadora y/o reaccionaria; parece que las clases dominantes no 
encentraron la llave para asentarse de nuevo en el poder, con cierto 
nivel de consenso, y para construir una nueva hegemonía 
neoliberal-autoritaria. En Argentina, el neoliberal Mauricio Macri ha 
sido descabalgado por las urnas y su mandato ha estado marcado por un 
hundimiento económico dramático, a pesar de -o más bien deberíamos decir
 a causa de- la ayuda gigantesca del FMI dirigido por Christine Lagarde. En México, apareció un progresismo tardío con la victoria de López Obrador (centro izquierda), que, seguramente, no encarnará esa gran transformación
 anunciada, pero que, sin embargo, constituye un freno relativo a 
comparación con los ejecutivos neoliberales precedentes. En Venezuela, 
la ofensiva de la oposición apoyada a duras penas por Washington con la 
autoproclamación de Juan Guaidó (a finales de febrero de 2019) y la 
asfixia económica del país, fracasó lamentablemente. Sin embargo, el 
gobierno Maduro permanece enormemente debilitado, y sigue marcado por el
 autoritarismo, la mala gestión y la corrupción masiva, tampoco es capaz
 de remontar la pendiente de la economía cuando en paralelo las 
sanciones estadounidenses pesan mucho sobre las condiciones cotidianas 
de vida. Pero, hecho fundamental para el gobierno bolivariano, las 
Fuerzas Armadas Bolivarianas han permanecido leales al poder madurista. 
Otro ejemplo de la coyuntura indecisa actual, Uruguay, donde la derecha 
acaba de poner fin a quince años de gobiernos socialdemócratas del 
Frente Amplio, después de una apretada victoria en la segunda vuelta de 
las elecciones, con el apoyo de la extrema-derecha militarista.
Frente
 a esta ofensiva conservadora no estabilizada, se constata una 
recuperación de fuerzas populares descontentas y de las resistencias 
colectivas que se expresan indirectamente en las urnas con, por ejemplo,
 la victoria peronista en Argentina, pero, sobre todo, por abajo,
 con un reguero de luchas sociales. También se ve con la gran victoria 
democrática de la puesta en libertad de Lula (sin que por ello haya 
salido libre del proceso judicial) en Brasil. En resumen, hay una 
recomposición de la lucha de clases muy potente que configura un periodo
 marcado por la incertidumbre, tanto desde el punto de vista del poder 
como de las clases populares. Estas intentan reorganizarse, pero en un 
contexto degradado y sin siempre hacer el necesario balance crítico del 
periodo anterior, el de la “edad de oro” progresista (2002-2013). Otro 
dato importante: la amplitud de la represión estatal y de la 
criminalización de los movimientos populares con decenas de muertos en 
toda la región (de Chile a Honduras pasando por Bolivia), prácticas de 
tortura, violaciones y feminicidios por parte de una policía 
militarizada, desapariciones y detenciones ilegales. Desde mi punto de 
vista, la urgencia está políticamente ahí para quienes vivimos en 
Europa: ¿qué campaña de solidaridad internacionalista, amplia y 
unitaria, hacer para poner freno inmediatamente a estas prácticas de 
terrorismo de Estado? ¿Cómo aumentar la presión sobre nuestros propios 
gobiernos y la UE, que mira para otro lado y apoya de lleno los Estados 
responsables de estas violaciones sistemáticas de los derechos 
fundamentales?
A. P.: Chile, Ecuador, Haití y ahora Colombia, 
la lista de los movimientos populares se alarga. ¿Qué se puede decir de 
estos movimientos, de sus raíces y sus perspectivas?
F. G.: Según diversos observadores, después de las primaveras árabes o el movimiento de los indignados
 en el Estado español, estamos en un contexto de revueltas globales y 
las insurrecciones latinoamericanas resuenan con los ecos lejanos de 
Líbano, Irak, Argelia, Hong-Kong o incluso, con los chalecos amarillos 
de Francia. Quizás es una generalidad decirlo, pero se trata de 
resistencias al neoliberalismo y contra el autoritarismo en un contexto 
de crisis de legitimidad de los sistemas políticos actuales, percibidos 
como dominados por “castas” políticas donde reinan el clientelismo, la 
soberbia y la corrupción. Si se habla de Chile, de Haití, de Ecuador, de
 Colombia, está claro. No obstante, no se trata de luchas globalizadas,
 dependen antes que nada de consideraciones locales y relaciones de 
fuerzas nacionales (incluso si existen influencias mutuas reales, 
especialmente, vía redes sociales y circulación de repertorios de 
acción). Este rechazo del “sistema” tiene diferentes dimensiones más o 
menos fuertes según el país: la cuestión de la corrupción, central en 
Haití, la del modelo económico y el autoritarismo en Chile, en Ecuador y
 en Colombia. Se trata de crisis que nacen de la precarización 
generalizada de la vida, de la naturaleza y del trabajo en la era 
neoliberal en los países del sur global. Es necesario tomar el pulso al 
descontento acumulado a lo largo de los últimos decenios, a las 
dificultades cotidianas para millones de personas para vivir y tener 
vivienda en las grandes ciudades o en los espacios rurales contaminados y
 controlados por las multinacionales, etc. y también entender la 
dimensión de la rabia de las y los de abajo al constatar la incapacidad 
de regímenes políticos muy poco democráticos para responder a 
estas expectativas mientras que la riqueza se acumula en un extremo de 
la sociedad. En el caso chileno, se trata nada menos que de poner fin a 
la Constitución de Pinochet, todavía vigente, hoy, en 2019…
A. P.: La pequeña burguesía (las clases medias) juega un papel importante en las manifestaciones populares, pero con trayectorias diferentes.
F. G.: En
 Chile, asistimos ante todo a una explosión de la juventud precarizada, 
es el alumnado de colegios e institutos, a menudo muy jóvenes, que han 
saltado las barreras del metro y han rechazado pagar los treinta 
céntimos de aumento para los billetes del metro más caro del mundo (en 
relación al poder adquisitivo). Verdaderamente, es una juventud que sale
 de los sectores populares o de las capas medias precarizadas. 
Globalmente, en los países del sur, amplias capas de la “pequeña 
burguesía” están muy precarizadas, endeudadas, sin trabajo estable y – 
en algunas coyunturas- acaban por seguir y acompañar las movilizaciones 
populares. Un elemento importante es el nivel de escolarización. 
Actualmente existe una juventud latinoamericana (urbana pero también 
rural) escolarizada, más diplomada que antes, conectada a las redes 
sociales, menos afiliada a los partidos políticos y sindicatos que en 
los años setenta y que entra en la lucha de forma más o menos espontánea
 y muy explosiva frente a medidas inmediatas, aunque – obvio - en momentos diferentes en cada país.
El
 contenido antiliberal, antiautoritario, democrático de los movimientos 
sociales antagónicos actuales es muy claro en Chile, en Ecuador, en 
Haití y ahora en Colombia, con una huelga general de una amplitud que no
 se había visto desde hace décadas. Al mismo tiempo, hay ingredientes 
locales esenciales. Por ejemplo, la cuestión del proceso de paz en 
Colombia que el gobierno de Duque y el uribismo han intentado torpedear 
por todos los medios. En Chile, la arrogancia patronal de Piñera y la 
militarización del espacio público han acelerado la movilización 
(reactivando la memoria traumática de la dictadura de Pinochet). En 
Ecuador, el gobierno Moreno (salido de Alianza País), se alineó con el 
neoliberalismo, el FMI, Estados Unidos y la patronal de Guayaquil. En 
Haití, el elemento fundamental es el rechazo a la casta corrupta y al 
ejecutivo de Jovenel, pero también las consecuencias de quince años de 
ocupación del país por tropas de la ONU, en particular brasileñas.
Bolivia
 tomó un camino distinto: también existe allí un descontento social real
 acumulado pero no frente al neoliberalismo, sino más bien frente al caudillismo
 de Evo Morales, que se presentó a las elecciones para un cuarto mandato
 a pesar del resultado del referéndum de 2016 [en el que resultó 
derrotada su propuesta de poder hacerlo], gracias a una decisión un 
tanto polémica del tribunal constitucional. Aunque durante los 14 años 
de evismo, la pobreza haya disminuido muy significativamente y se haya 
construido un Estado más social y plurinacional, también existen 
críticas sobre el modelo de desarrollo extractivista y un creciente 
divorcio entre la gestión gubernamental y una parte del movimiento 
popular. Sin embargo, el hecho fundamental para explicar el golpe de 
Estado contra Evo es la capitalización política de este descontento 
ciudadano por la derecha dura, por el comité cívico de Santa Cruz y las 
corrientes evangélicas reaccionarias. Camacho, el líder neofascista de 
las llanuras orientales, aprovechando la debilidad del MAS que perdió 
parte de su capacidad de movilizar a sus bases históricas, encabezó este
 movimiento heterogéneo donde se encuentran sectores populares, 
latifundistas, organizaciones indígenas, patronal, etc. Estamos en un 
equilibrio de fuerzas diferente. El giro de una parte de las nuevas 
clases medias apoyando el golpe jugó también su papel: después de 
aprovecharse de la buena gestión del MAS, del triple aumento del PIB y 
hoy tienen expectativas a las que el MAS no dio respuesta. Al mismo 
tiempo, la gestión profundamente clientelar de las relaciones entre las 
organizaciones populares y el MAS (que más que un partido es una especie
 de federación de organizaciones sociales) no contribuyó a blindar
 el gobierno frente a este tipo de desestabilización. En fin, también 
habría que desarrollar más y entender en detalle lo que tiene que ver 
con la acción del imperialismo en el golpe, que cada día aparece como 
más decisiva, no solo a través de la OEA en la denuncia del fraude 
electoral, sino también a través del apoyo activo, desde 2005, a los 
sectores de derechas y a los separatistas de la parte oriental, que 
buscaban derrocar a Morales.
A. P.: El movimiento feminista 
parece especialmente potente en América Latina. ¿Podemos hablar de una 
nueva “ola feminista” que atraviesa todo el continente?
F. G.: Las
 luchas de las mujeres y el movimiento feminista son un actor clave en 
la recomposición de la lucha de clases y del movimiento popular 
antagónico en la región. Están fuertemente ancladas en la juventud y no 
solamente estudiantil. Han logrado establecer vínculos con una parte del
 movimiento sindical y del movimiento campesino. Eso se ve, por ejemplo,
 en la importancia del movimiento de mujeres y feminista en las luchas 
populares de Brasil y del Movimiento Sin Tierra (MST).
Al mismo 
tiempo, es un movimiento amplio, continental, transnacional, con 
especificidades locales. La dinámica argentina tuvo influencia en Chile,
 especialmente con el potente movimiento “Ni una menos” y con la lucha 
por el aborto, con el símbolo del pañuelo verde que se convirtió en 
emblema internacional. Este movimiento desbordó las fronteras e inspiró 
al otro lado de la Cordillera, las luchas feministas chilenas. Estas 
tienen sus reivindicaciones y dinámicas propias; sobre todo, después del
 movimiento universitario en 2018 con la masiva ocupación de las 
universidades en contra los abusos sexuales y la educación sexista. El 
movimiento en Chile se dispara con la gran huelga de marzo de 2019 y la 
creación anterior de la Coordinadora del 8 de Marzo que agrupa a decenas
 de organizaciones. El movimiento feminista latinoamericano de la última
 época demostró que es posible articular enfoque unitario y radicalidad,
 convirtiéndose en un movimiento de masas y popular. En mi opinión, 
encarna una gran esperanza para cualquier transformación democrática 
profunda, no solo antipatriarcal sino también decolonial y 
anticapitalista. Es un movimiento que se define contra la precarización de la vida e integra trabajadoras y trabajadores, migrantes, las reivindicaciones indígenas, las luchas LGBTQI+, etc.
En
 México, la lucha contra la violencia neoliberal y los numerosos 
feminicidios (no solo en Ciudad Juárez) constituyó un eje central de 
este movimiento sin que, hasta este momento, llegue a transformarse en 
un movimiento nacional masivo. También hubo avances en relación a la 
despenalización del aborto (en el estado de Oaxaca y en México capital).
 En Brasil, las luchas feministas con la campaña “Ele Não” (“Él no”) 
contra el ascenso de Bolsonaro, o incluso la gran marcha de las margaritas
 de centenares de miles de mujeres rurales en agosto de 2019, confirman 
ese compromiso. Esta última fue una marcha masiva, nacida en el 
feminismo comunitario campesino. Se articula con el papel jugado por 
militantes de la izquierda radical, más urbana, como lo era Marielle 
Franco, asesinada por los esbirros de Bolsonaro.
Hay una nueva ola
 feminista pero no en el sentido europeo o estadounidense. Es más bien, 
un momento histórico, muy importante, de las luchas de las mujeres y de 
los feminismos (que son plurales), con también algunas influencias 
venidas del norte, del movimiento del Estado español y la huelga 
feminista que une a teóricas como Silvia Federici, Cinzia Arruzza y 
otras, pero que parte y, sobre todo, está anclado en las entrañas de las
 especificidades de la América Indo-Afro-Latina.
A. P.: Otros 
actores especialmente importantes en Latinoamérica son los movimientos 
campesinos e indígenas. ¿Cómo se puede comprender el papel progresista 
de esas fuerzas y en particular, su relación con el movimiento obrero?
F. G.: Ahora
 que conmemoramos los 25 años del surgimiento de la rebelión indígena, 
campesina, antineoliberal y anticapitalista neozapatista en Chiapas, 
creo que tendría un gran mérito extraer las lecciones de esta 
experiencia capital y también reactivar las redes de solidaridad con el 
proceso zapatista que dura desde hace un cuarto de siglo en un 
territorio tan grande como Bélgica y que emprendió la construcción de 
formas alternativas de gobierno y de vivir en un mundo al borde del 
colapso... El zapatismo ha logrado resistir los asaltos de las fuerzas 
militares mexicanas y construir, en positivo, un nuevo relato de cómo 
intentar, a duras penas, forjar una perspectiva poscapitalista, estando 
abierto a todas las luchas internacionalistas, conectado con el pueblo 
kurdo y con otras muchas luchas, poniendo en marcha la cuestión del 
comunalismo, pero a partir de las coordenadas de los pueblos mayas de 
Chiapas, elaborando la confluencia entre los territorios indígenas y la 
construcción de un poder político democrático innovador, etc. Esta 
experiencia es fundamental para pensar las alternativas para el siglo 
XXI. Por supuesto que hay límites y muchos problemas no resueltos 
(especialmente, en el plano económico), como lo reconocen allí mismo. La
 relación con las otras izquierdas mexicanas también es difícil, a 
menudo. Pero cuando se ve el hundimiento del chavismo en Venezuela, la 
ausencia de transformaciones estructurales en Argentina, la trayectoria 
del PT en Brasil o del Frente Amplio en Uruguay, el balance de quince 
años de progresismo es bastante limitado y contradictorio. Así que, a mi
 modo de ver, hay que volver a la experiencia zapatista y su concepción 
del poder desde abajo sin caer en la cantilena estratégica de “cambiar el mundo sin tomar el poder: cambiemos el mundo transformando el poder parece que nos dice el zapatismo...
 En relación a los actores movilizados en el resto del subcontinente, se podría aventurar que asistimos al retorno de la emergencia plebeya
 destituyente, como a finales de los años 90 o principios de los años 
2000, durante las grandes confrontaciones frente al neoliberalismo, con 
la CONAIE 3/ en Ecuador, la dinámica del Movimiento Sin Tierra en 
Brasil, la “guerra” del agua y del gas en Bolivia, el qué se vayan todos en 2001 en Argentina e incluso ante las revueltas urbanas del tipo Caracazo en Venezuela. Son actores variados, salidos de formaciones sociales en las que lo popular
 engloba una gran multiplicidad de fracciones de clase. En las últimas 
semanas, vimos de nuevo movilizados -según el país- movimientos 
indígenas y de la clase trabajadora, las y los sin techo, gente parada 
(los piqueteros), jóvenes, las y los mismos que habían abierto un nuevo 
ciclo político posneoliberal a principios del siglo XXI.
 Hoy asistimos a una nueva explosión plebeya, en la que las y los 
indígenas, se ha visto en Ecuador, juegan un papel central. Son capaces 
de hacer temblar al gobierno neoconservador de Lenín Moreno. En Brasil, 
habrá que ver cómo se va a posicionarse el MST, porque los vínculos con 
el PT han sido muy fuertes durante mucho tiempo, lo que le ha paralizado
 ampliamente. Pero, con el movimiento contra las represas (MBA), el 
movimiento de las margaritas, las luchas ecoterritoriales alrededor de 
la Amazonia y frente a la ofensiva de la extrema derecha, hay una 
reactivación de las resistencias. Los sectores campesinos e indígenas 
están en el centro de los ataques del neoliberalismo, se encuentran 
también entre los decepcionados de las experiencias progresistas y, por 
lo tanto, encarnan un actor muy importante. Mientras Evo Morales y 
Garcia Linera están en el exilio en México, son los Ponchos Rojos 4/ quienes llevan la ofensiva para responder a la dimensión ultra violenta del golpe de Estado boliviano.
Esto
 no impide que también haya resistencias obreras y urbanas; son 
fundamentales pues están el corazón de la relación capital-trabajo. En 
Ecuador, ha sido la unión de los movimientos urbanos e indígenas la que 
ha dado dinámica nacional a la revuelta contra Lenín Moreno. En Chile, 
el movimiento salió, sobre todo, de las poblaciones urbanas, de la 
juventud urbanizada y escolarizada, de una parte de la pequeña 
burguesía, pero también del sindicalismo: la Unión Portuaria de Chile 
está en el centro de la revuelta actual y del movimiento de la huelga 
nacional, al igual que una parte de las organizaciones sindicales en la 
Mesa de la Unidad Social alimenta esta rebelión. En mi opinión, incluso 
es ahí donde se va a jugar la salida de la crisis chilena: la capacidad 
de la clase trabajadora de entrar en movimiento nacional y bloquear la 
economía será la batalla decisiva contra Piñera y contra la represión 
del Estado, inédita desde 1990.
Pero también hay contradicciones 
desde este lado: en Bolivia, una parte de la dirección de la Central 
Obrera (COB), con su llamamiento a la renuncia de Morales para 
“pacificar el país”, se puso de hecho del lado de los militares y, por 
tanto, ¡apoyó el golpe de Estado! El movimiento obrero no está siempre 
listo para la lucha, lejos de eso. Las grandes centrales, la CUT 
chilena, la CUT brasileña, tienen grandes dificultades para volver a 
articular un movimiento de resistencia frente a los gobiernos de extrema
 derecha o neoliberales, porque desde hace tiempo son correas de 
transmisión de varios partidos “progresistas”. Y uno de los desafíos del
 periodo es precisamente reconstruir un sindicalismo combativo e 
independiente de las instituciones, arraigado en los lugares de trabajo y
 territorios.
Artículo publicado en el mensual L’Anticapitaliste (NPA)
Traducción: viento sur
Notas:
1/
 F. Gaudichaud es profesor de historia latinoamericana en la Universidad
 de Toulouse Jean Jaurès (Francia) y miembro del comité editorial de la 
revista Contretemps: https://www.contretemps.eu.
2/ En castellano, disponible en línea: http://ciid.politicas.unam.mx/www/libros/gobiernos_progresistas_electronico.pdf.
3/ Confederación de las nacionalidades indígenas de Ecuador (NdelT).
4/
 “Milicia” de la etnia aymara, originaria de la región del lago Titicaca
 en el cruce de Bolivia, Perú, Argentina y Chile (NdelT).

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