Editorial La Jornada
A un año de que el gobierno de
Donald Trump desconoció el acuerdo firmado en 2015 por Estados Unidos,
Alemania, China, Francia, Gran Bretaña y Rusia con Irán para asegurar
que el programa de desarrollo nuclear de la república islámica se
mantendría exclusivamente enfocado a las aplicaciones pacíficas de la
energía atómica, el gobierno de Teherán anunció ayer que en lo sucesivo
dejará de aplicar algunos de los compromisos que adquirió con la firma
de dicho pacto; en concreto, el de limitar sus reservas de agua pesada y
uranio enriquecido, según informó su Consejo Superior de Seguridad
Nacional.
La decisión de Irán es una reacción lógica y explícita a las
aberrantes e injustificadas sanciones económicas que le fueron impuestas
por la presidencia republicana estadunidense poco tiempo después de la
llegada de Trump a la presidencia, y que han tenido un impacto
desastroso en la economía iraní, y una medida orientada a presionar a
Washington a volver al acuerdo de 2015.
En tanto que Rusia y China tratan de salvar ese convenio, los socios
europeos de Estados Unidos se encuentran entrampados en una situación
difícil: por un lado, en Londres y París saben perfectamente que las
sanciones económicas estadunidenses carecen de más fundamentos que la
permanente necesidad de la Casa Blanca de inventarse enemigos y desafíos
internacionales para mantener a sus bases electorales en un constante
estado de agitación patriotera frente a supuestas amenazas externas, y
que la determinación de Trump de desestabilizar a Irán es para favorecer
a Israel en el contexto regional.
Por lo demás, salvo Washington y Tel Aviv, toda la comunidad
internacional –gobiernos y organismos internacionales– considera que el
acuerdo de 2015 es un marco suficiente para evitar cualquier intento
iraní por desarrollar armas nucleares. En tales circunstancias, el
incumplimiento estadunidense de dicho acuerdo resulta peligroso y
contraproducente, pues genera en la república islámica la percepción de
que ninguna concesión ni garantía será suficiente para Trump y, en
consecuencia, la idea de que Teherán debe blindarse por todos los medios
a su alcance ante la hostilidad y el injerencismo de la superpotencia.
En otros términos, si Estados Unidos se empecina en mantener y reforzar
sanciones sin motivo en contra de Irán, este país puede optar por una
reorientación de sus programa nuclear con fines pacíficos a la
fabricación de armas nucleares, en una ruta de sucesos no muy distinta a
la que siguió en su momento Corea del Norte.
La única perspectiva de evitar un nuevo episodio de proliferación
atómica parece ser el de la conformación de un frente común entre
Francia, Gran Bretaña, Rusia y China, capaz de hacer ver a Estados
Unidos el riesgoso disparate de desconocer el pacto de 2015 y la
necesidad de suspender las medidas de asfixia económica contra Irán.
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