Editorial La Jornada
Daniel Everette Hale, ex
analista de inteligencia de la Fuerza Aérea y luego contratista de la
Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial de Estados Unidos (NGA, por
sus siglas en inglés), fue arrestado ayer bajo la acusación de filtrar
11 documentos militares secretos entre los que se encontrarían informes
referentes a diversas acciones contra la red extremista Al Qaeda. Aunque
el expediente judicial presentado contra Hale no da a conocer la
identidad del periodista que recibió la información, todo apunta a que
se trata de Jeremy Scahill, activista que ganó reconocimiento por su
investigación acerca de Blackwater (hoy Academi), el gigante de la
seguridad militar privada.
Hasta ahora no se han presentado cargos en contra de Scahill, pero
con el arresto de Hale ya son tres los informantes de alto nivel
perseguidos oficialmente por Estados Unidos: el propio Hale, la ex
soldado y analista de inteligencia del ejército Chelsea Manning –cumplió
siete años de prisión, fue indultada por el ex presidente Barack Obama y
desde marzo se encuentra presa de nueva cuenta por negarse a testificar
en contra de Wikileaks– y Edward Snowden, consultor que
trabajó para la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de
Seguridad Nacional (NSA), hoy exiliado en Rusia para evitar su captura
por haber develado el espionaje masivo y global que llevan a cabo las
agencias de inteligencia estadunidense.
En espera de mayores elementos de juicio para saber si Hale entregó
la información clasificada por convicción, por un acto de conciencia o
por motivos menos nobles, lo cierto es que, al igual que a Manning y a
Snowden, se le persigue por revelar crímenes muchísimo más graves que
una filtración y que, sin embargo, permanecen bajo una impunidad
absoluta.
Muestra de este doble rasero en la justicia estadunidense es la total
inacción de su aparato judicial frente a episodios como el video
divulgado en 2010 por Wikileaks en el cual se aprecia sin
ambigüedades a soldados estadunidenses disparar desde helicópteros
artillados contra civiles iraquíes y periodistas de Reuters, una
inacción injustificable y cuya veracidad nunca fue desmentida por
ninguna instancia militar o del gobierno.
En cambio, esa justicia ha sido implacable en el ensañamiento contra
quienes dieron a conocer atrocidades como la reseñada, e incluso en esto
ha ejercido una notoria discrecionalidad. Ejemplo de ello es la feroz
cacería internacional lanzada contra el fundador de Wikileaks,
Julian Assange, mientras guarda silencio acerca del papel de los medios
globales que difundieron la información obtenida por el australiano y
sus colaboradores.
En suma, si algo queda demostrado con el arresto de Hale y el
conjunto de las reacciones de los gobiernos estadunidenses recientes
ante las filtraciones de información, es la abierta hostilidad de
Washington ante la libertad de expresión de la que irónicamente se
presenta como adalid cuando se trata de juzgar su situación en regímenes
a los que la Casa Blanca considera enemigos.
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