The New York Times publicó el martes 4 una columna de opinión
anónima. Explicó que lo hizo a petición del autor: un funcionario de
alto rango del gobierno de Donald Trump, cuya identidad conoce y cuyo
empleo estaría en riesgo por divulgar esa información. En dicha columna,
el autor dice que “muchos de los altos funcionarios” de la
administración de Trump trabajan para “frustrar los impulsos más
erróneos de Trump”. Furioso, el presidente tuiteó un día después:
“¿Traición? (…) ¿Existe realmente el llamado ‘alto funcionario de
gobierno’ o sólo es el fallido The New York Times con otra de sus
fuentes falsas?”. Y añadió: “Si la cobarde persona anónima en realidad
existe, ¡el Times debe, por razones de Seguridad Nacional, entregar a
él/ella al gobierno de inmediato!”. Con autorización de The New York
Times, Proceso reproduce íntegra la columna.
WASHINGTON.- El presidente Trump enfrenta una prueba a su presidencia
como la que ningún otro líder estadunidense moderno ha enfrentado.
No se trata solamente del alcance que la investigación del fiscal
especial pueda tener. O que el país esté terriblemente dividido sobre el
liderazgo de Trump; ni siquiera que su partido pueda perder la Cámara
de Representantes ante una oposición empeñada en derrocarlo.
El dilema —que él no comprende del todo— es que muchos de los
funcionarios de alto rango en su propio gobierno trabajan desde dentro
con diligencia para frustrar partes de su programa político y sus peores
inclinaciones.
Lo sé bien, pues yo soy uno de ellos.
Para ser claros, la nuestra no es la popular “resistencia” de la
izquierda. Queremos que el gobierno tenga éxito y pensamos que muchas de
sus políticas ya han convertido a Estados Unidos en un país más seguro y
más próspero.
No obstante, creemos que nuestro primer deber es con este país, y el
presidente continúa actuando de una manera que es perjudicial para la
salud de nuestra República.
Es por eso que muchos funcionarios designados por Trump nos hemos
comprometido a hacer lo que esté a nuestro alcance para preservar
nuestras instituciones democráticas y al mismo tiempo frustrar los
impulsos más erróneos de Trump hasta que deje el cargo.
La raíz del problema es la amoralidad del presidente. Cualquier
persona que trabaje con él sabe que no está anclado a ningún principio
básico discernible que guíe su toma de decisiones.
Aunque fue electo como republicano, el presidente muestra poca
afinidad hacia los ideales adoptados desde hace mucho tiempo por los
conservadores: libertad de pensamiento, libertad de mercado y personas
libres. En el mejor de los casos, ha invocado esos ideales en ambientes
controlados. En el peor, los ha atacado directamente.
Además de su mercadotecnia masiva de la noción de que la prensa es el
“enemigo del pueblo”, los impulsos del presidente Trump son
generalmente anticomerciales y antidemocráticos.
No me malinterpreten. Hay puntos brillantes que la cobertura negativa
casi incesante sobre el gobierno no ha captado: desregulación efectiva,
una reforma fiscal histórica, un Ejército fortalecido y más.
No obstante, estos éxitos han llegado a pesar del —y no gracias al—
estilo de liderazgo del presidente, el cual es impetuoso, conflictivo,
mezquino e ineficaz.
Desde la Casa Blanca hasta los departamentos y las agencias del poder
ejecutivo, funcionarios de alto rango admitirán de manera privada su
diaria incredulidad ante los comentarios y las acciones del comandante
jefe. La mayoría está trabajando para aislar sus operaciones de sus
caprichos.
Las reuniones con él se descarrilan y se salen del tema, él se
involucra en diatribas repetitivas y su impulsividad deriva en
decisiones a medias, mal informadas y en ocasiones imprudentes, de las
que posteriormente se tiene que retractar.
“No hay manera, literalmente, de saber si él cambiará su opinión de
un minuto al otro”, se quejó ante mí un alto funcionario recientemente,
exasperado por una reunión en el Despacho Oval en la que el presidente
realizó cambios en una importante decisión política que había tomado
solo una semana antes.
El comportamiento errático sería más preocupante si no fuera por los
héroes anónimos dentro y cerca de la Casa Blanca. Algunos de sus
asistentes han sido personificados como villanos por los medios. Sin
embargo, en privado, han hecho grandes esfuerzos para contener las malas
decisiones en el Ala Oeste, aunque claramente no siempre tienen éxito.
Puede ser un consuelo escaso en esta era caótica, pero los
estadunidenses deberían saber que hay adultos a cargo. Reconocemos
plenamente lo que está ocurriendo. Y tratamos de hacer lo correcto
incluso cuando Donald Trump no lo hace.
El resultado es una presidencia de dos vías.
Por ejemplo, la política exterior. En público y en privado, el
presidente Trump exhibe una preferencia por los autócratas y dictadores,
como el presidente ruso, Vladimir Putin, y el líder supremo de Corea
del Norte, Kim Jong-un, y muestra poco aprecio genuino por los lazos que
nos unen con naciones aliadas que piensan como nosotros.
Sin embargo, observadores astutos han notado que el resto del
gobierno opera por otro camino, uno en el que países como Rusia son
denunciados por interferir y sancionados apropiadamente, y en el que los
aliados alrededor del mundo son considerados como iguales y no son
ridiculizados como rivales.
Por ejemplo, sobre Rusia, el presidente se mostró reacio a expulsar a
muchos de los espías de Putin como castigo por el envenenamiento de un
exespía ruso en el Reino Unido. Se quejó durante semanas de que altos
miembros del gabinete lo dejaban atrapado en más confrontaciones con
Rusia y expresó frustración por el hecho de que Estados Unidos
continuara imponiendo sanciones a ese país por su comportamiento
maligno. Sin embargo, su equipo de seguridad nacional tenía motivos para
hacerlo —dichas acciones tenían que ser tomadas, para obligar a Moscú a
rendir cuentas—.
Esto no es obra del llamado Estado profundo (deep state) —una teoría
de conspiración que afirma que existen instituciones dentro del gobierno
que permanecen en el poder de manera permanente—. Es la obra de un
Estado estable.
Dada la inestabilidad de la que muchos han sido testigos, hubo
rumores tempranos dentro del gabinete sobre invocar la Enmienda 25, la
que daría inicio a un complejo proceso para sacar del poder al
presidente. Sin embargo, nadie quiso precipitar una crisis
constitucional. Así que haremos lo que podamos para dirigir el rumbo del
gobierno en la dirección correcta hasta que —de una manera u otra—
llegue a su fin.
La mayor preocupación no es lo que Trump ha hecho a la presidencia,
sino lo que nosotros como nación le hemos permitido que nos haga. Nos
hemos hundido profundamente con él y hemos permitido que nuestro
discurso fuera despojado de la civilidad.
El senador John McCain lo dijo de la mejor manera en su carta de
despedida. Todos los estadunidenses deberían prestar atención a sus
palabras y liberarse de la trampa del tribalismo, con el objetivo mayor
de unirnos a través de nuestros valores compartidos y amar a esta gran
nación.
El senador McCain ya no está con nosotros, pero siempre contaremos
con su ejemplo —un faro que nos guía para restaurar el honor a la vida
pública y a nuestro diálogo nacional—. Trump puede temer a los hombres
honorables, pero nosotros debemos venerarlos.
Existe una resistencia silenciosa dentro del gobierno compuesta por
personas que eligen anteponer al país. Sin embargo, la verdadera
diferencia será hecha por los ciudadanos comunes que se pongan por
encima de la política, se unan con los adversarios y decidan eliminar
las etiquetas para portar una sola: la de estadunidenses.
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