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El 31 de agosto de
2018 fue un día turbulento para las muy precarias democracias
centroamericanas. En horas de la mañana llegaba la noticia de la expulsión
de la misión de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas
para los Derechos Humanos de Nicaragua. El gobierno de Ortega, de forma
exabrupta e intimidatoria, daba dos horas a dicha misión para salir del
país, y apostaba efectivos policiales en los alrededores del hotel donde
se encontraba. Unas horas más tarde, el Presidente de Guatemala Jimmy
Morales realizaba una rueda de prensa
rodeado de militares en la que manifestaba su decisión de proceder a la
expulsión de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en
Guatemala, también vinculada a las Naciones Unidas. Aunque la decisión
no se hará efectiva hasta septiembre de 2019, vehículos militares fueron
desplegados de forma intimidatoria en las inmediaciones de la CICIG
y de la Corte Constitucional del país. En horas posteriores se
observaba un constante movimiento de vehículos militares por varias de
las zonas más exclusivas de la capital guatemalteca.
Ambos
incidentes, extremadamente graves, pusieron de manifiesto la volátil
situación política y social en Centroamérica, así como el
fortalecimiento del autoritarismo en la región. En el caso Nicaragüense,
la expulsión se produjo unos días después de que la misión de la ONU
presentase un durísimo informe
sobre violaciones de derechos humanos cometidas durante las protestas
ciudadanas de los últimos meses. El informe habla de más de 300 personas
fallecidas y 2,000 heridos. También señala como principal responsable
de la situación al propio gobierno, y denuncia el “uso desproporcionado
de la fuerza por parte de la policía, que a veces se tradujo en
ejecuciones extrajudiciales; desapariciones forzadas; obstrucción del
acceso a la atención médica; detenciones arbitrarias o ilegales con
carácter generalizado; frecuentes malos tratos y casos de torturas y
violencia sexual en los centros de detención; violaciones a las
libertades de reunión pacífica y expresión, así como la criminalización
de los líderes sociales, personas defensoras de los derechos humanos,
periodistas y manifestantes considerados críticos con el Gobierno”. El
gobierno de Ortega abandonaba con la expulsión de la misión los últimos
ademanes de colaboración con la comunidad internacional, para proseguir
su violenta huida hacia delante.
En el caso guatemalteco se
expulsaba a una CICIG que en los últimos años ha sacudido con fuerza el
sistema político nacional. En 2015, la comisión llevó a juicio al
entonces presidente Otto Perez Molina y a su vicepresidenta Roxana
Baldetti, por un caso de corrupción aduanera.
El presidente se vio forzado a dimitir y ambos fueron finalmente
condenados. Con posterioridad, la CICIG presentó acusaciones contra
diversos altos cargos del país, incluyendo a influyentes magistrados y al ex presidente Álvaro Colom. Las relaciones entre la CICIG y el gobierno de Jimmy Morales han sido muy tensas, habiendo llegado el presidente a declarar “non grato” al jefe de la misión, el colombiano Iván Velásquez. Dicha decisión fue posteriormente revertida
por la Corte Constitucional. El autoritario Jimmy Morales perdió la
paciencia tras la solicitud de la CICIG el pasado 10 de agosto de
iniciar la apertura de antejuicio
en su contra por un caso de financiamiento electoral ilícito. Tras un
repliegue estratégico de unos días, el mandatario decidió expulsar a la
misión de manera expedita el 31 de agosto. Según un reporte de la
revista Insight Crime, días antes el presidente había realizado un viaje secreto
a Estados Unidos, en el que podría haber buscado apoyos en Washington
para su atrevido movimiento. Las declaraciones del Presidente durante la
rueda de prensa del 31 de agosto, en las que aseguró que no acatará
resoluciones judiciales ilegales, despertaron fuertes temores en la sociedad Guatemalteca, entre los que no se destaca la posibilidad de autogolpe.
Los
eventos ocurridos el 31 de agosto, ponen de manifiesto la profunda
crisis de los sistemas democráticos centroamericanos. Los mismos se ven
influidos por poderosas corrientes autoritarias y están atravesados por
inextricables redes de corrupción, que han logrado cooptar sus
instituciones en favor de los intereses de determinados grupos. En
Nicaragua, la pareja presidencial formada por Daniel Ortega y su esposa
Rosario Murillo, han logrado transformar un partido de origen
revolucionario como el Frente Sandinista de Liberación Nacional FSLN en
un auténtico negocio familiar. Durante este proceso, los antiguos
revolucionarios realizaron alianzas con la empresa privada y la Iglesia
Católica para garantizar su hegemonía y ampliar su clientela a la
oligarquía local. Al mismo tiempo, construyeron un nuevo estado,
identificado con el partido y con la pareja presidencial, cuyo carácter
autoritario y controlador acabó llevándolos a cometer los terribles
crímenes de los últimos meses. Por otro lado, en Guatemala la corrupción
está profundamente ligada a un sistema político atomizado, en el que
los partidos nacen y mueren con cada proceso electoral y cuya raíz
corrupta no ha podido ser extirpada por la CICIG. Con la salida de Perez
Molina del poder en 2015, algunos sectores creyeron posible que se
abriese un ciclo de regeneración democrática. Sin embargo, la elección
como Presidente de Jimmy Morales cerraba esa puerta. Morales llegó a la
política guatemalteca como un “outsider”, habiéndose desempeñado
anteriormente como humorista televisivo (el programa que protagonizaba
tenía un fuerte tufo conservador y el propio Morales representaba
personajes con marcado carácter racista). Desde un primer momento se lo
consideró un representante de sectores militares y ultraderechistas, con
un largo historial de corrupción a sus espaldas. De esta forma, se
cerraba la posibilidad de comenzar un proceso de regeneración nacional.
En
Honduras la situación es también complicada. El autoritario Juan
Orlando Hernandez es ampliamente percibido como un gobernante ilegitimo,
por haber sido reelecto de manera ilegal
y en un proceso electoral que fue calificado por la OEA como de baja
calidad. Tras el golpe de estado de 2009, Honduras sufrió un proceso de
descomposición de su sistema político y social, que lo llevó a
convertirse en el país más violento del mundo en 2012, y en la principal
ruta del narcotráfico, que hundió sus raíces con firmeza en el sistema político. La degradación del sistema se ha manifestado en eventos como las revueltas
tras el (fraudulento) proceso electoral de 2017, que provocaron decenas
de muertes. Tras estas protestas, el ya marcado carácter autoritario
del régimen se vio intensificado. La violencia política campa a sus
anchas en el país, donde casos como el asesinato de la ambientalista
Berta Cáceres van camino de terminar en la impunidad. El 31 de agosto
también se produjeron acontecimientos dramáticos en Honduras, cuando se
conoció que dos estudiantes de secundaria hallados ejecutados en Tegucigalpa habían sido detenidos horas antes por la policía.
Ambos habían participado recientemente en protestas contra el gobierno.
Por otra parte, y al igual que en Nicaragua y Guatemala, la problemática de corrupción e impunidad es generalizada
en Honduras. En 2015, en respuesta a una serie de protestas en el país,
se creó una misión similar (aunque algo descafeinada) a la CICIG,
conocida como Misión Internacional Contra la Corrupción e Impunidad en
Hondura – MACCIH, dependiente de la Organización de Estados Americanos –
OEA. Desde su creación, la MACCIH ha pasado por un tortuoso viaje, en
el que ha tenido que enfrentar la oposición a su trabajo de los poderes
públicos. La presentación de investigaciones que implican a altos
funcionarios, incluyendo las familias del actual presidente y de su
antecesor, han puesto en la mira del gobierno a la MACCIH, cuya
estructura debe ser fortalecida para lograr resultados palpables. Sin
embardo, la coyuntura actual en la región debilita su posición,
especialmente tras la decisión tomada por Morales en Guatemala.
También
se observan señales preocupantes en Costa Rica, un país que
tradicionalmente se ha considerado la excepción en la región. El
malestar se hizo patente este año, cuando un candidato de derecha dura,
vinculado al evangelismo más recalcitrante paso a la segunda vuelta
presidencial y casi se hace con el poder. Además, la masiva salida de
nicaragüenses huyendo de la violencia y represión en su país ha
provocado una oleada xenófoba en Costa Rica, que amenaza con quebrar el
estatus quo de un país que aún se vanagloria de no tener fuerzas
armadas.
En El Salvador el gobierno del izquierdista Frente
Farabundo Martí de Liberación Nacional FMLN hace frente a una fuerte
crisis económica, al tiempo que el país se hunde en la violencia de las
maras. A pesar de esto, y a diferencia de los casos anteriores, no se
prevén tumultos políticos en los próximos meses, aunque parece
inevitable la salida del FMLN, que actualmente está hundido en las
encuestas.
Para rematar una crítica situación en la región, el
contexto internacional no es muy favorable. Elementos como la crisis
política permanente en Venezuela o el “factor Trump” no invitan al
optimismo. La dramática situación política en Nicaragua es una seria
advertencia sobre lo que podría ocurrir en otros países de la región. La
crisis está en marcha y los próximos meses serán decisivos para el
futuro de la región.
Javier San Vicente Maeztu. Activista en defensa de los derechos humanos
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