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lunes, 27 de agosto de 2018

Misil contra Francisco

La Jornada


El arzobispo Carlo Maria Vigano acusó al papa Francisco de encubrir los abusos sexuales del cardenal estadunidense Theodore McCarrick. En la carta de 11 páginas difundida ayer, el ex nuncio en Washington aseguró que cuando Jorge Bergoglio accedió al pontificado, en 2013, se reunió con él e hizo de su conocimiento el historial de McCarrick, así como las supuestas sanciones canónicas que le habría impues-to el papa emérito Benedicto XVI. Tras realizar su denuncia, afirmó, únicamente recibió el silencio del pontífice, quien incluso habría buscado la asesoría de McCarrick en diver-sos asuntos.


Una acusación de esta gravedad no puede minimizarse ni relativizarse, pero sí debe ponerse en contexto. Vigano pertenece a un grupo de jerarcas católicos ultraconservadores de Estados Unidos, quienes se encuentran en abierta oposición a Francisco por sus posiciones modernas –en comparación con las históricamente sostenidas por el Vaticano– en temas sociales y, en particular, en lo que respecta a la posición de la Iglesia ante las personas homosexuales. De hecho, la carta de denuncia del también ex secretario general del Governatorato de la Ciudad del Vaticano se encuentra plagada de alusiones homofóbicas, y es conocida su postura de que la homosexualidad es la causa de la pederastia eclesial. Existe al menos un elemento objetivo que pone en duda la versión de Vigano: McCarrick continuó dando misas durante el pontificado de Benedicto XVI, algo que, afirma la misiva, le estuvo prohibido.

Si a esto se añade la elección estratégica del momento en que se divulgó la carta, mientras Francisco se encontraba en una delicada visita a Irlanda, y apenas unas horas antes de la conferencia de prensa que debía ofrecer al dejar el país, existen razones fundadas para sospechar que se trata de una maniobra de los sectores más rancios de la Iglesia para golpear a un pontífice renovador. Sin embargo, este contexto de ninguna manera supone un exculpación del titular del Estado vaticano quien, pese a los avances en materia de reconocimiento de los abusos, arrastra su propia cauda de errores. El más grave de éstos ocurrió durante su visita a Chile en enero de este año, cuando desautorizó los testimonios de las muchas víctimas del clero chileno (con algunas de las cuales se había reu-nido poco antes), y respaldó con todo el peso institucional de la Iglesia a un obispo acusado de abuso y encubrimiento.

Como ya quedó patente en Chile y, con las distancias debidas, en México, el liderazgo del primer Papa latinoamericano se ha visto atrapado en el fuego cruzado entre los elementos más retrógradas del catolicismo, quienes en esta re-gión han tenido vínculos peculiarmente estrechos con regímenes autoritarios e incluso genocidas, y los sectores progresistas, católicos o no, que exigen poner fin a los abusos sexuales y pugnan por la separación definitiva de la Iglesia respecto de los poderes políticos y económicos.

En suma, si bien el asunto particular del conocimiento que Francisco pudiera tener de los abusos del cardenal McCarrick plantea dudas razonables acerca de la veracidad y las intenciones del denunciante, ello no exime al Papa de su responsabilidad por los crímenes cometidos o encubiertos durante su mandato, a la Iglesia en su conjunto por décadas de perpetrar agresiones y ser negligente en reportarlas, ni, por supuesto, a las autoridades judiciales de cada Estado, las cuales deben investigar y consignar a quienes resulten culpables con total independencia de la investidura de los acusados.

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