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miércoles, 24 de junio de 2015

Las ideas comunistas en el mundo de hoy



Declarase comunista puede tener consecuencias individuales contraproducentes muy serias y negativas para el portador de tan maligno virus, tanto en la esfera laboral como en la vida cotidiana. La insistente propaganda capitalista ha convertido tales ideas en el enemigo público número uno del sistema: cuando las cosas se ponen feas para las elites, mentar la bicha comunista suele atizar el miedo colectivo y sembrar de dudas emocionales las posturas coherentes y las propuestas razonables de cualquier izquierda que pretenda plantar cara a la ideología derechista en sus diferentes advocaciones políticas, según cada momento histórico: conservadores, reformistas, pragmáticos, tecnócratas, neoliberales… 
Hoy solo se puede aspirar sin que salten las alarmas de peligro inminente, a manifestarse públicamente como liberal o socialdemócrata, versiones o etiquetas homologadas por la ideología capitalista imperante para ser lo que se debe ser de modo correcto y templado. Fuera de este contexto se cae en el infierno de lo innombrable y sucio: radical, activista, antisistema, anarquista, extremista, terrorista, socialista y comunista.
Salvo en la academia, el pensamiento comunista no ocupa lugar de pleno derecho en el debate social y político. Las ideas comunistas han quedado reducidas al ámbito universitario, siendo objeto intelectual de algunos autores muy valientes que continúan manteniendo la llama viva de un compromiso meritorio contra viento y marea. Por tanto, al comunismo residual se le ha asignado un espacio casi inofensivo de mera reflexión teórica, con poca capacidad para llegar e influir en el teatro diario y abierto de nuestras sociedades del espectáculo consumista.
Badiou, Balibar, Fernández Liria, Jameson, Negri y Zizek son algunos de los autores de mayor prestigio internacional que continúan abordando el estudio del marxismo y el comunismo desde distintos y singulares puntos de vista, a veces bastante opuestos en sus respectivos análisis, pero todos ellos procurando establecer un diálogo constructivo para aportar soluciones críticas de largo aliento a eso de ser comunista en los tiempos contemporáneos. Son herramientas de referencia internacional inexcusable que afianzan el corpus ideal comunista como un hito fundamental en la historia mundial contra las injusticias del régimen capitalista.
Desde el derrumbe de la URSS, los comunistas viven en la clandestinidad o en el limbo de las causas perdidas, si bien rascando más allá de la superficie sociopolítica muchas de sus ideas permean o dan consistencia latente a las proclamas de muchos movimientos sociales e iniciativas de reciente raíz y cuño.
Todas las nuevas izquierdas emergentes, puntuales o con vocación de durar más allá de las coyunturas y avatares contextuales o cíclicos, son adaptaciones al terreno más o menos fieles, en principio tácticas, para sortear los prejuicios anticomunistas de la gran masa y obtener así adhesiones y votos menos ideologizados y más cercanos a la piel del sentimiento o el impulso inmediato. Sucede, no obstante, que una vez alcanzada alguna cota de poder la táctica a corto plazo se transforma en estrategia y las ideas comunistas, bajo la presión de la realpolitik y la moqueta consensual, se abandonan como trastos viejos u obsoletos haciendo suyas de forma compulsiva los dirigentes más mediáticos las nuevas ideas, ideas añejas en verdad, de libertad estética, democracia parlamentaria al uso occidental y pacto contumaz con las elites propietarias.
El proceso de diluir la lucha por lo común y lo público en categorías filosóficas grandilocuentes y de impacto emocional genérico como libertad, democracia y diálogo, deja fuera de juego el compromiso fuerte por una sociedad comunista, dejándose embaucar varios movimientos contestatarios y formaciones políticas por los cantos de sirena del mito del mercado neutral y de la economía social como asignadores casi automáticos de recursos equitativos a escala mundial.
Tras eufemismos tan dulces, sonoros y sutiles, el capitalismo ha camuflado sus tesis más duras y ha conquistado el alma comunista de algunos líderes señeros cooptados a la elite por la estructura capitalista. El comunismo inicial se ha amortizado con retóricas exquisiteces intelectuales bien elaborados que han comprado a precio de saldo la voluntad y la mente de dirigentes venales en estrecho contacto con sus pares capitalistas. Dos que duermen en la misma cama o comparten asiduamente despacho suelen volverse de idéntica condición o llegan a pensar de similar manera.
El capitalismo ha demostrado tener una cintura de avispa encomiable capaz de amoldarse a escenarios muy dispares, siempre bajo la presión de las luchas sociales. El Estado del Bienestar se originó por el pánico de las elites a que los comunistas y el movimiento obrero en auge hicieran de su conciencia de clase un elemento de enganche masivo que pusiera fin al impero capitalista en formación por entonces. La presión comunista propició un diálogo y una conquista institucional de poder por parte de la clase trabajadora, manteniendo la supremacía el gran capital pero a costa de concesiones sociales y económicas de enorme relieve. A cambio, la socialdemocracia aceptó el veto antidemocrático implícito a la entrada de los partidos comunistas en los gobiernos nacionales.
No obstante, los comunistas continuaron atesorando un gran poder de movilización y negociación a través de los sindicatos de clase, que intentaron hacer de la necesidad virtud e implementar políticas en las empresas que permitieran la participación directa de los trabajadores en la dirección de las mismas. Los empresarios se negaron a ello de modo tajante, inventándose posteriormente una solución de emergencia que denominaron capitalismo popular. Esta nueva y genial ocurrencia pretendía convertir en socios accionistas minoritarios a sus trabajadores y cuadros medios, incluso promoviendo el divertido juego de apostar en Bolsa los ahorros salariales. La clase media situacionista se volvió loca de contento.
Ese tiempo ya pasó, pero sirvió de cortafuegos a las aspiraciones sindicales de acceder al poder y dirección compartidos en el mundo empresarial. El capitalismo popular vendió la idea maquiavélica de que todos podemos ser propietarios en el reino del mercado fantasma, alegre y venal de la incipiente mundialización neoliberal; una quimera que muchos se creyeron a pies juntillas y que indujo una fiebre de oro bursátil por hacerse nuevos ricos a velocidad de vértigo.
El capitalismo popular cumplió con creces con sus metas: ganar tiempo, desactivar el sueño comunista y apuntalar el edificio de la siguiente etapa: el pleno empleo, la sociedad del ocio y el conocimiento sin trabas ni fronteras físicas ni mentales. Sobre estos tres anzuelos ideológicos se construyó la rapiña neoliberal, que ya había tenido laboratorios de excepción en América del Sur, antes que en ningún sitio en la dictadura de Pinochet en Chile con las tesis ultraliberales y reaccionarias del archifamoso Milton Friedman.
Desde Europa, la izquierda miró los acontecimientos dramáticos sudamericanos con cierto desdén y distancia calculada, tal como ahora sucede con las experiencias alternativas en Venezuela, Bolivia y Ecuador. El ombliguismo de superioridad eurocéntrico también es un mal o complejo freudiano de la izquierda que reside en el Viejo Continente colonialista. Solo las leyendas revolucionarias y épicas del Che y Cuba, así como las guerras de liberación en Nicaragua, El Salvador y el surgimiento de los zapatistas en México tuvieron un efecto romántico en la decadente, depauperada y desorientada izquierda plural de Europa, incluido el campo comunista. Cositas banales de mucha estética sentimental, de usar y tirar como alimento nocturno para almas diletantes.
A pesar de lo expuesto, en la retaguardia táctica, dentro del activismo social o en los cenáculos del pensamiento académico, las ideas comunistas siguen inspirando y tejiendo discursos, acciones puntuales y programas políticos de base. Son ideas invisibles, sin autoría cierta o reconocible, pero existen como humus para plataformas de muy variado signo y propósito. Es el conducto obligado para estar sin ser vistos o detectados con presencia e identidad propias en el complejo y unilateral mundo de hoy. El comunista de corazón y praxis sabe perfectamente que su protagonismo demasiado evidente puede restar adeptos de buena fe a causas importantes. Por ello, prefiere quedarse en una aséptica segunda fila.
Además de por su experiencia y densidad históricas y por su triple fuerza ideológica, social y política, las ideas comunistas resultan imprescindibles para dotar de cohesión y coherencia internas a todos los frentes de batalla abiertos en la actualidad, que no son distintos a los del siglo pasado, aunque cierto es que han cambiado de faz tangible a ojos de la realidad objetiva. Son líneas de batalla que operan como trincheras de resistencia numantina desde donde el capitalismo pretende salvar los muebles de sus estructuras globalizadas. En este trabajo sordo contra esas verdades instrumentales de dominio de la elite sobre la clase trabajadora, las ideas comunistas son de un precioso valor y un aroma intenso a autenticidad sin dobleces o medias tintas. En el fondo, son las únicas que pretenden transformar el mundo más allá de retoques pasajeros de la todopoderosa maquinaria tecnológica del régimen capitalista.
La ideología es un campo de batalla transversal y formidable, un puntal de la guerra de guerrillas contra la rebeldía mundial. Valiéndose de la publicidad y de otros resortes simbólicos, el capitalismo piensa por nosotros la sociedad en la que vivimos, justificando las relaciones sociales y los funestos daños colaterales de su devenir económico: pobreza, hambre, paro laboral, injusticia, conflictos bélicos, desastres ecológicos, machismo… Todo tiene causas naturales se nos viene a decir con amabilidad meliflua y cuando no se puede argüir la primera falacia se sacan de la manga adversarios maléficos e irreconciliables de la verdad omnímoda capitalista: terroristas, marginados, inmigrantes, comunistas. Contra ellos, todo vale. Mientras haya partidos del siglo a jugar cada cierto tiempo para desviar la atención sobre aspectos de la realidad de mayor enjundia y calado político, el capitalismo de ficción perdurará incluso pisoteando sus propias cenizas existenciales.
 Casablanca, Bogart y la causa
Dado que la ideología no se presenta como tal, en ocasiones es imposible ponerle nombre y domicilio conocido. En la legendaria película Casablanca, se enfrentan dos antagonistas de postín: por una parte, Bogart, representando el individualismo feroz coloreado de romanticismo trágico, en una combinación extraña e incompatible de fatalismo y libre albedrío; por la otra, Laszlo, comunista, casado de manera enfermiza con la causa como un autómata poseído por la Idea Dogmática y Absoluta. En medio, la mujer, protagonizada por Ingrid Bergman, como objeto subalterno de la contienda política e ideológica: un trofeo del hombre, superfluo, sin más aditamentos. Este argumento ha hecho por el capitalismo más que un millón de mensajes publicitarios durante varias generaciones de entregados cinéfilos.
La ideología, como advertimos en este universal ejemplo mediático, se encuentra en el rincón más insospechado, neutro y mínimo de las rutinas habituales. Por supuesto, el héroe es Bogart, cínico, canalla, duro, sentimental y dotado de una ternura inefable en su soledad alcohólica, hombre de mundo, perdedor irreductible y fiel a la irracionalidad capitalista. Laszlo, en cambio, es frío y calculador; se debe a un objetivo abstracto que no le permite ser dueño de emociones humanas particulares. La mujer (Bergman), se va con su esposo, con la obligación matrimonial, pero su amor está con Bogart, con la libertad de comercio y la verdad capitalista. La mujer debe sacrificarse por el statu quo, siempre supeditada a la voluntad política y doméstica del varón. Genial guión y subyugante historia que nos mete en el cerebro un esquema de pensamiento espurio y vicario de las relaciones de poder capitalistas.
En el curso de la lucha sostenida contra los valores del capitalismo, una vez desentrañadas sus falsedades ideológicas, cabe preguntarse con Lenin, ¿qué hacer? ¿Ahí concluye todo? No, según Marx, ahora hay que transformar el mundo. De nada sirve nominar la realidad objetiva mediante conceptos atrayentes y neologismos bien avenidos (sociedad del riesgo, posmodernidad, sociedad líquida) si nos contentamos con permanecer en la mera teoría brillante y complaciente. El impulso por una sociedad nueva hace que las ideas comunistas sirvan de faro hacia un futuro mejor y más democrático.
Precisamente, ese futuro que nunca se instala de manera definitiva ha sido contrarrestado con modelos de pensamiento muy afinados por las fábricas de ideas del neoliberalismo de nuestros días. Habitamos sin apercibirnos de ello en un futuro permanente plagado de novedades para sacarnos literalmente de la realidad objetiva y del presente a conciencia. De esta forma, renovando cada nada las mercancías y la insaciable capacidad deseante, se sortean los momentos de reflexión dialéctica y empática con el otro, en los que a través del reposo y el diálogo crítico puedan conocerse o atisbarse las relaciones de poder existentes entre todos los actores y sujetos del espacio social.
El futuro permanente está ahí para que solo veamos cosas, ráfagas, destellos y luces que se apagan y se encienden de forma intermitente, pero nunca para interpretar y comprender la historia interna de las mismas y las conexiones profundas entre ellas, el entorno y los seres humanos. Producir novedades sin fin, también valores intangibles, es la fase actual del capitalismo de consumidores en masa. Una de las causas posibles del fracaso de los comunismos reales de antaño fue el querer competir con el capitalismo fabricando cosas idénticas aunque por otros medios. Al final, los valores comunistas originales fueron absorbidos por la competitividad extrema y el estajanovismo doctrinal. Más armas destructivas, más industria pesada, más cohetes espaciales, más velocidad. Más madera, como diría Groucho Marx, hasta que el tren al completo desaparzca ante la voracidad del fuego productivista a ultranza.
Las ideas comunistas genuinas han de conjugar el más con el menos sabia y ponderadamente. Producir bajo demanda mercancías que cubran necesidades materiales objetivas, si, pero siempre manteniendo a la ciencia aplicada a raya al tiempo que se salvaguarda lo orgánico e insustituible del ser humano. No podemos dejar que la cultura sofisticada del más tecnológico ahogue o dilapide las esencias y particularidades inherentes a nuestra peculiar condición animal y ética.
Hay ideas comunistas para rato. Los estallidos de furia de mayo del 68, el 15M y Occupy Wall Street dijeron no con rotundidad a las severas consecuencias sociales del capitalismo salvaje y del aburrimiento anómico de los valores que preconiza. Sin embargo, hacía y hace falta un paso más para dotar de contenido sabroso e histórico a ese grito espontáneo y colectivo lanzado a los cuatro vientos.
Tenemos el objeto de crítica, el neoliberalismo de individuos en precariedad vital buscando su salvación a golpe de talonario egoísta y competitividad asfixiante. Sería necesario dar nombre al dónde queremos llegar: ¿una sociedad nueva, comunista tal vez? Y, por supuesto, ¿quién habría detrás de ese queremos anónimo? Sin sujeto no hay frase inteligible. Multitud y ciudadanía se antojan conceptos vagos, sin fuste, que se pueden desvanecer por su propia laxitud genética.
Dejemos los interrogantes aquí, a la espera de respuestas colectivas convincentes y racionales. Lo común es patrimonio de toda la gente trabajadora y las ideas comunistas no han dicho todavía su última palabra. ¿Querer es poder o poder es querer? Ahora bien, ¿qué podemos? Y, antes que nada, ¿qué queremos?

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