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jueves, 29 de enero de 2015

Una mirada distinta en torno a la justicia transicional


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«Puede afirmarse que si la expresión económica de la globalización capitalista son los tratados de libre comercio, su expresión jurídica es la justicia transicional»
La decisión de Juan Manuel Santos de hundir a fondo el acelerador en las conversaciones que se adelantan en La Habana, tiene relación directa con su concepción misma del proceso de paz en general. Lo verdaderamente importante para el Establecimiento es lo relacionado con la dejación de armas y la reincorporación de los guerrilleros a la vida civil. Por ese gran momento han esperado dos años, con tremenda impaciencia, sí, pero con el propósito claro de exigir todo de las FARC ahora mismo. A su juicio, terminaron las jornadas en las que era el Estado quien debía ceder, y es ahora la insurgencia quien está obligada a responder a las exigencias de la sociedad.
La más elemental lógica impone que de llegarse a un acuerdo definitivo de paz deban desaparecer las FARC como estructura político militar. Tal eventualidad deberá corresponderse con su inserción legal y activa a la política nacional. Ninguno de estos dos supuestos se opone a la concepción estratégica de la organización revolucionaria en su camino al poder. Pero no cabe duda de que el segundo de ellos debe ser materializado en un ambiente democrático y pleno de garantías. Tal es el espíritu general del Acuerdo General. Sin embargo, a la hora de la verdad, llegado el momento, comienza a observarse que la contraparte no piensa del mismo modo.
Para nadie es un secreto, puesto que se ha hecho público por parte de numerosos voceros y funcionarios oficiales, que la posición gubernamental está fundada en la apelación a la llamada justicia transicional, el único marco de principios y normas que considera idóneo para la definición de los temas más difíciles y sensibles objeto del proceso. Las FARC-EP somos una organización revolucionaria, marxista y bolivariana, que defiende las banderas de las clases oprimidas por el régimen vigente. Es elemental entonces que frente al discurso sobre la justicia transicional planteemos un punto de vista opuesto al de las clases dominantes.
Podríamos empezar por una afirmación categórica. En una sociedad mundial caracterizada por la división en clases sociales, por la predominancia de ciertos Estados ricos y poderosos sobre la inmensa mayoría pobre y dominada, por el saqueo y las imposiciones económicas y políticas del gran capital transnacional sobre continentes enteros, por las abismales diferencias de todo orden al interior de cada país y entre las naciones más pudientes y las demás, resulta una verdadera afrenta a los pueblos sostener que existen principios universales aplicables a todos sin distinción.
Tal y como existen estratificaciones sociales al interior de cualquier ciudad, las hay también en el mundo entre unas naciones y otras. Reconocer ese hecho no significa aceptarlo como justo o necesario, sino atender objetivamente a la realidad. Los Estados Unidos no significan lo mismo que Haití, del mismo modo que Burundi no puede equiparse a Suecia. El orden internacional existente, pese a todas las formalidades legales y bellos principios, no establece la igualdad y el respeto para todas las naciones y pueblos, sino el dominio abierto e impune de unos Estados sobre otros.
Precisarlo de modo amplio no es difícil, pero no constituye el propósito central de este artículo. Podríamos sí sostener que el actual orden o desorden mundial es el producto histórico de dos grandes acontecimientos sucedidos en el siglo XX: la segunda guerra mundial y la desaparición de la Unión Soviética. Mediante el primero de ellos el mundo fue testigo de la emergencia de un gigantesco poder alternativo al sistema de sojuzgamiento y explotación del capitalismo. Como resultado del segundo, nuestro planeta quedó por completo expuesto a los amos del capital.
Doscientos años atrás, en emergencia plena del capitalismo industrial en Europa y Norteamérica, con proyección global, pero reducidos fundamentalmente al interior de cada uno de esos países, fueron puestos en práctica principios económicos como la libertad de empresa y de comercio que en realidad significaron el derrumbe de todos los obstáculos al enriquecimiento de la poderosa clase burguesa. Borrado del mapa el peligro de la revolución mundial con la muerte de la URSS, renacieron los mismos principios ahora con la voracidad desbocada al orbe entero.
Nada ni nadie podría oponerse a la avaricia universal del capital. Todo lo existente en el mundo tenía que organizarse para servir a ese propósito fundamental. Naciones y pueblos que no estuvieran de acuerdo serían sometidos. Y al interior de cada país el poder político debía reposar en manos de los defensores de los intereses de las grandes corporaciones trasnacionales. Democracias de mercado, tratados de libre comercio, planes de ajuste, doctrinas contra el terrorismo, guerras preventivas, intervenciones humanitarias, un nuevo léxico se impuso.
La justicia transicional es un ejemplo vívido de la elaboración ideológica y jurídica neoliberal. Pese a todos los esfuerzos de los teóricos y expertos por presentarla como la culminación de los principios más avanzados de la humanidad en materia de los derechos humanos y de guerra, es en realidad la expresión más elaborada y perfecta de la pretensión de imponer, con elaborados y atractivos argumentos, la dominación implacable del gran capital transnacional y las naciones capitalistas más poderosas, sobre las mentes de los pueblos explotados y la humanidad entera.
No en vano el ascenso de la burguesía como clase dominante vino acompañado del discurso del constitucionalismo liberal y el estado de derecho. Aunque se intente hacer creer que la herencia de la revolución francesa de 1789 fue la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, lo que verdaderamente aplauden los poderes dominantes fue la expedición por Napoleón de los códigos civil y comercial de 1804 y 1807, que unidos a la tradición jurídica esclavista de Roma constituirían el arquetipo del régimen de la propiedad privada universal burguesa.
El edificio jurídico burgués se levantó sobre la base idealista de considerar que todos los hombres eran iguales ante la ley, poseían los mismos derechos y deberes frente a la sociedad y el Estado. La realidad material era completamente distinta. Una clase de propietarios poseía la riqueza en abundancia desmesurada, mientras la gran mayoría se hundía en la necesidad. Tratarlos como iguales equivalía a consagrar jurídicamente la desigualdad y la dominación de los más débiles por parte de los más fuertes. Se impuso la primacía de la apariencia formal sobre la verdad real.
Y sobre esa base se elaboraron las construcciones teóricas, constitucionales, legales y jurisprudenciales vigentes hasta hoy. Todos los ensayos por superar el encanto de la igualdad ante la ley con la igualdad real en los hechos, han sido considerados por los poderes dominantes como infames y perversos. El siglo veinte es pródigo en ejemplos. La revolución bolchevique fue calificada en su día como el más grande atentado contra la civilización y el orden acometido por una avalancha de mendigos ignorantes y fanatizados. Y se la atacó sin piedad ni recato alguno.
Igual pasaría más tarde con las revoluciones china y cubana. Al pueblo de Vietnam, que sacrificaba diez de sus miembros para dar de baja a un solo soldado invasor norteamericano, se le consideraba por el Pentágono como un atado de simios a los que había que aplastar. El pueblo de Nicaragua, que coronó con éxito su revolución sandinista, de inmediato fue objeto de la más descarada agresión por los Estados Unidos, que fundaron los grupos contrarrevolucionarios de asesinos y saboteadores, y minaron sus puertos para reducirlo por el hambre y la enfermedad.
Venezuela es el ejemplo en la hora. Chávez, el buenazo y noble Presidente adorado hasta el delirio por su pueblo, fue convertido en el peor de los monstruos por el mundo capitalista. Del mismo modo que se había demonizado a Fidel Castro. No responde a casualidad o coincidencia que José Stalin y Mao Tse Tung hayan sido elevados al lado de Adolfo Hitler como los más grandes criminales de la historia de la humanidad. Lo de este último se explica por su atrevimiento al disputar la hegemonía mundial. Lo de los primeros responde a su colosal obra revolucionaria.
El pecado que, por su trascendencia, los poderes establecidos no están dispuestos a perdonar. Y para castigar el cual del modo más ejemplar han expedido el conjunto de normas que integran el derecho de la guerra y los derechos humanos. Una contradicción en sí misma. Han sido las más impunes violaciones de los derechos humanos en el capitalismo, las principales responsables de los alzamientos librados por pueblos y naciones en distintos rincones del planeta. Sin embargo, son las poderosas potencias capitalistas quienes determinan la responsabilidad y el castigo.
El régimen jurídico internacional que siguió a la segunda guerra mundial reflejó una situación de equilibrio temporal. En sus inicios, las Naciones Unidas fueron concebidas como el esfuerzo por instaurar un régimen universal acorde con los intereses del gran capital. En la misma dirección fueron creados el FMI y el Banco Mundial. Haber encontrado la firme oposición soviética a esa pretensión representó un duro revés para las grandes potencias occidentales. El no poder atacarla directamente constituyó el origen de la guerra fría y de su plan de destrucción a largo plazo.
En medio de la zozobra permanente, la presencia soviética significó profundos cambios en el concierto internacional. Por primera y quizás única vez en la historia de la humanidad, la soberbia y la violencia imperialistas tuvieron que dar cuentas al mundo por sus hechos, se vieron constreñidas y limitadas por un adversario formidable, que de uno u otro modo asumía posiciones favorables a las luchas de los pueblos que soñaban con liberarse del colonialismo y el saqueo. Por la naturaleza de sus intereses, el odio tenía que anidar en el alma de los capitalistas de occidente.
Ello tuvo reflejo en la legislación internacional. Ésta no podía asumir plenamente su rol de codificación dominante por parte de los grandes poderes occidentales. Quizás haya sido la mejor época del derecho internacional, hay que ver cómo se multiplicaron las declaraciones de derechos de uno y otro orden y como se fue estableciendo en la conciencia universal una especie de criterio moral, capaz de distinguir lo justo de lo injusto en medio de las más grandes presiones. Los grandes movimientos por la dignificación humana reverdecieron en la segunda mitad del siglo XX.
Lo que no impidió al capitalismo imperial de los Estados Unidos socavar por todos los medios posibles los avances de los pueblos. Está demostrado históricamente que grandes corporaciones de ese país, así como de varias potencias europeas, alimentaron con sus créditos y cooperación técnica la máquina de guerra nazi. Como no necesita ninguna demostración ya, que los Estados Unidos y la Gran Bretaña asumieron durante la segunda guerra mundial la más asombrosa parsimonia ante el tercer Reich y el Japón, a la espera de que devoraran a la URSS.
Fue esta última quien cargó sobre sus hombros el peso fundamental de la guerra. Y quien tras reponerse del ataque germano inicial, finalmente logró expulsarlos de su extenso territorio, para pasar enseguida a liberar del yugo fascista al este de Europa. Sólo las certezas de que el tercer Reich no conseguiría ya vencer a la URSS y de que si no intervenían directamente en la guerra, ésta última se encargaría de liberar a toda Europa y originar un mar de países socialistas o democracias avanzadas, precipitaron a USA y Gran Bretaña a cumplir su desembarco en Normandía.
Y entrar a jugar un papel de alguna significación en el último año de la confrontación. Vencida Alemania, la incertidumbre de derrotar al Japón obligó a los norteamericanos a recurrir al apoyo de la Unión Soviética, hecho que resultó decisorio para la rendición nipona, por cuanto el grueso del ejército japonés de Kuangtung instalado en Manchuria, fue demolido por el Ejército Rojo que penetró hasta las islas Kuriles y Corea. Japón capitula por eso el 2 de septiembre de 1945, aunque todas esas verdades hayan sido borradas de la bibliografía occidental.

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