Álvaro García Linera*
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Álvaro García Linera y Evo Morales durante un encuentro  
con estudiantes e indígenas en Ciudad de México.Foto Ap 
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Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si este vence.
W. Benjamin
Un multitudinario   
cortejo fúnebre recorre las calles de El Alto y La Paz. Por delante van 
dos féretros y detrás miles y miles de dolientes. Son gente humilde; 
pobladores de El Alto, artesanos, campesinos, vecinos, madres, indígenas
 de las provincias de La Paz, Potosí, Cochabamba y Oruro. Han caminado 
con su dolor cerca de 10 kilómetros, y a su paso salen trabajadores, 
comerciantes y estudiantes llorosos que se persignan, aplauden y 
entregan agua y pan a los que marchan. La ciudad está paralizada, y la 
gente de los barrios populares está de luto. Hace unos días, en la zona 
de Senkata ocho pobladores fueron asesinados con armas de fuego militar,
 más de un centenar fueron heridos de bala, llegando a 34 los muertos en
 los últimos nueve días del golpe de Estado en Bolivia.
Han bajado desde El Alto para reclamar justicia por sus muertos; han 
caminado tanto para que las personas vean lo que está pasando, ya que 
los medios de comunicación amordazados no hablan de la tragedia sufrida;
 marchan horas y horas para decirle al mundo que no son terroristas ni 
vándalos; que ellos son el pueblo.
Y es que desde el día del golpe de Estado todas las movilizaciones de
 sectores populares y campesinos que salieron a defender la democracia y
 el respeto al voto ciudadano fueron objeto de una feroz campaña de 
desprestigio que desbordó las redes y los medios de comunicación. No se 
hablaba de obreros, ni de vecinos, ni de indígenas. Se trataba de 
peligrosas hordas, de
vándalosque amenazan la paz social. Y cuando los habitantes de la valiente ciudad de El Alto y los indígenas y campesinos bloquearon carreteras, un rabioso lenguaje se apoderó de los golpistas y medios de comunicación:
terroristas,
narcotraficantes,
salvajes,
criminales,
turbas borrachas
saqueadoresy otros adjetivos fueron utilizados para descalificar y criminalizar la protesta de las clases menesterosas.
Desde entonces, mujeres de pollera con hijos en la espalda, niñas 
escolares que acompañan a sus padres, jóvenes universitarios, obreros 
soldadores, campesinos de poncho y vendedores de helados son el nuevo 
rostro de los 
peligrosos sediciososque quieren incendiar el país. Esta estigmatización de la plebe sublevada, especialmente si son indios, no es nueva. Durante la Colonia, en el siglo XVI, Fray Ginés de Sepúlveda comparó a los indígenas con los monos; el cura Tomás Ortiz los calificó de
bestias; en el siglo XIX se hablaba de
razas degeneradas, y las dictaduras del siglo XX mutaron hacia la delincuentización del indio insurrecto, calificándolo de “subversivo“,
sedicioso, que quiere poner en riesgo la propiedad, el orden y la religión.
Ahora, las clases medias tradicionales realizan una vergonzosa fusión
 verbal entre el lenguaje colonial con el de contrainsurgencia. Ni sus 
intelectuales orgánicos educados en universidades extranjeras pueden 
escapar a este llamado de la sangre y el prejuicio racial. Para ellos 
las marchas de vecinos son reuniones de 
delincuentes borrachos, los bloqueos de caminos de campesinos son actos de
terrorismoy los asesinados por la bala militar son ajustes de cuentas entre
maleantes. La forzada mesura con la que todos estos años los escribas conservadores habían calificado a los indios empoderados, hoy se desbocan como un torbellino de prejuicios, insultos y descalificaciones racializadas.
Habían aguardado toda una década mordiéndose los dientes para no 
escupir sobre los indios y mostrarles su desprecio, y ahora, amparados 
en las bayonetas, no dudan en descargar todo su odio de casta. Es el 
tiempo de la venganza y lo hacen enfurecidos. Es como si quisieran 
borrar no sólo la presencia del indio que los derrotó, y por eso son 
capaces de matar con tal de que Evo no sea candidato; además desean 
arrancar su huella de la memoria de las clases humildes asesinando, 
encarcelando, torturando, amenazando a quienes pronuncien su nombre. Por
 eso queman la Wiphala que Evo introdujo en las instituciones del 
Estado, por eso queman las escuelas que él hizo construir en los barrios
 populares, por eso aplauden y brindan por la militarización de las 
ciudades. Ya no hay espacio para la dignidad ni el decoro de una clase 
que se revuelca frenéticamente en el lodo del autoritarismo, la 
intolerancia y el racismo.
Y es contra ello que marchan las clases humildes de El Alto y las 
provincias. Bajan por miles, 200 mil, 300 mil. El número ya no importa. 
El poder que ellas defienden no es el de una persona ni el que Weber 
teorizó como capacidad de influir en el comportamiento de otro. Para las
 clases populares la experiencia de poder de los pasados 14 años es el 
de ser reconocidas como iguales, el de tener derecho al agua, a la 
educación, al trabajo, a la salud en similares condiciones que el resto 
de los ciudadanos. El ejercicio del poder para el pueblo ganado en las 
urnas, más que la de una capacidad de mando ha sido la de una 
experiencia corporal diaria de poder mirar de frente a los demás sin 
tener que avergonzarse del color de piel o la pollera de madre, es haber
 sido tomados en cuenta como seres humanos, es el poder vender en el 
mercado, labrar la tierra o ser autoridad sin ninguna barrera de 
apellido. De ahí que, si bien la experiencia del poder estatal para las 
clases subalternas –como lo vio Gramsci– es, en primer lugar, la 
construcción práctica de su unidad como bloque social, la manera de 
verbalizar y comprender moralmente ese poder ha sido la conquista de la 
dignidad, es decir, su experiencia de pueblo como cuerpo colectivo 
autodignificado.
Por eso la mujer de pollera y el obrero lloran cuando el fascismo 
quema la Wiphala, lloran cuando Evo es expulsado, lloran cuando son 
impedidos de entrar a las ciudades. Lloran porque están despedazando el 
cuerpo simbólico y real de su unidad y de su poder social. Y cuando 
llevan sus muertos por delante en medio de miles de crespones negros y 
boleros de caballería fúnebres, lo hacen para pedir a las clases 
pudientes el respeto a sus muertos, a esos muertos que son el umbral 
último donde los vivos, sea de la clase o condición social que sean, 
deben detener su orgía de sangre y odio, para venerar la virtud de la 
vida.
Pero la respuesta de los golpistas es atroz, inmoral, dantesca. 
Disparan gases lacrimógenos, disparan balas, desplazan sus tanquetas y 
los féretros quedan en el piso, envueltos en una nube de gases 
escoltados por gente que se arrodilla y se arriesga a la asfixia antes 
que abandonarlos.
No respetan ni a los muertosgrita la gente. No es una frase de protesta, es una sentencia histórica. La misma que pronunciaron los padres de los agredidos de hoy, cuando otro golpe militar en el fatídico noviembre de 1979 ametralló desde aviones estadunidenses Mustang a los dolientes que rezaban y hacían ofrendas a los familiares difuntos en el Día de los Muertos o
Todos Santos. Los aventureros del golpe militar de entonces, después de su efímera borrachera de victoria, quedaron aparcados en la cloaca de la historia, lugar en el que con toda seguridad estarán pronto los golpistas de hoy. No se puede agraviar impunemente a los muertos, porque en la cultura del pueblo ellos forman parte de los principios básicos reguladores del destino de los vivos.
La brutalidad de los golpistas hoy obtiene el miedo de la gente, pero
 ha abierto las puertas de un resentimiento generalizado. Las suturas 
con las que las seculares grietas clasistas, regionales y raciales 
habían sido cerradas han estallado por los aires dejando unas heridas 
sociales sangrantes. Hoy hay odio por todos lados, de unos contra otros.
 Las clases medias tradicionales quisieran ver el cadáver de Evo 
arrastrado por las calles, como el del ex presidente Villarroel en 1946.
 Las clases plebeyas quisieran ver a los ricos cercados en sus barrios 
padeciendo de hambre por la falta de alimento. Una nueva guerra de razas
 anida en el espíritu de un país desgarrado por la felonía de una clase 
que halló en el prejuicio colonial de superioridad la defensa de sus 
privilegios.
Ya lo dijimos, la fascistización de la clase media tradicional es la 
respuesta conservadora a su decadencia social fruto de la devaluación de
 sus aptitudes, capitales, oportunidades y saberes legítimos frente a la
 “invasión“ de una nueva clase media de origen popular e indígena con 
repertorios de ascenso social más eficaces en el Estado indianizado de 
la última década. No es que hayan tenido una depreciación de su 
patrimonio –que de hecho aumentó pasivamente debido a la expansión 
económica generalizada del país–, sino de sus oportunidades y apuestas 
de mayor ascenso social aprovechando el crecimiento exponencial de la 
riqueza nacional.
Pero esto no ha limitado un hecho relevante de las estructuras de 
clases sociales y de los procesos de hegemonía política: la irradiación 
estatal de las clases medias. En sentido estricto el Estado es, en su 
regularidad, el monopolio del sentido común de una sociedad. En tanto 
que el poder político es, con mucho, la creencia y convicción de unos 
del poder de otros, es en cierto modo también un tipo de sensación 
intersubjetiva. Se trata del espeso mundo de las narraciones profundas 
con efecto estatal. La 
opinión pública, esto es, las narrativas, símbolos y sentidos de comprensión de la legitimidad que pugna por realinear el sentido común político, en gran parte es concentrada por las clases medias tradicionales por disposición de tiempo, recursos y especialización laboral.
En Bolivia, el ascenso social de nuevas clases medias 
indígena-populares ha venido acompañado por nuevas narrativas y sentidos
 de realidad, pero no con la suficiente solidez como para irradiarse o 
contraponer la racialización del discurso de las clases conservadoras y 
ser soporte de una nueva 
opinión públicapredominante. Las clases medias tradicionales poseen la experiencia en las formaciones discursivas y en los sedimentos históricos del sentido común dominante, lo que les ha permitido expandir retazos de su modo de ver el mundo más allá de la frontera de clase, incluso en partes de las nuevas clases medias y sectores populares. De hecho, la nueva clase media más que una clase social con existencia pública movilizada es una clase estadística, es decir, aún no es una clase con irradiación estatal.
De ahí las dramáticas formas con las que las fuerzas 
indígena-populares intentan escenificar y narrar sus resistencias. Se 
trata de otras maneras de construcción de opinión pública y de 
articulación del sentido común que se irradia a otros sectores sociales,
 pero a raíz del hecho de fuerza del golpe de Estado, ahora 
subalternizadas, fragmentadas.
Mientras tanto, el fascismo cabalga como un jinete enloquecido al 
interior de las murallas de los clásicos barrios de clase media. Ahí, la
 cultura y las razones han sido erradicadas sin disimulo por el 
prejuicio y la revancha. Y parece ser que sólo el estupor fruto de un 
nuevo estallido social o de la debacle económica que asoman en el 
horizonte, producto de tanto odio y destrucción, podrá agrietar tanta 
irracionalidad escupida como discurso.
*Vicepresidente de Bolivia en el exilio

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