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miércoles, 5 de septiembre de 2018

Luto para la antropología del mundo


Claudio Lomnitz

La destrucción por fuego del Museo Nacional en Río de Janeiro es una noticia desoladora. Conocí el Museu Nacional en 1981, cuando en él se alojaba el programa de posgrado en antropología de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). Era un lugar mágico. Un viejo palacio imperial, ubicado en la Quinta Boa Vista. Entrabas a la escuela de posgrado por un costado del viejo edificio, que se abría a un patio sombrado en que había unas grandes jaulas con araras (guacamayas) de plumas rojas, azules, amarillas, circundado todo por un patio de techos altos, sombreado por árboles. Todo ese fresco de sombra llevaba a que el mundo tropicalista de esa vieja capital sudamericana, mezcla de ilustración y sensualidad, te entrara por cada poro. El museo que conocí era una estructura inspirada en el modelo parisino de ciencia ilustrada: educación gratuita, comedor limpio y barato para los profesores, estudiantes y trabajadores, oficinas y aulas amplias y frescas.
Tuve la gran suerte de permanecer afiliado al Museu más de un mes, apadrinado por mi amigo y profesor Otavio Velho, quien, además de ser mi lazarillo en cuestiones de antropología brasileña, me alojó en su casa, un departamento en la cima del barrio de Santa Teresa. Bajaba yo al museo en el bondi –el pequeño tranvía que subía del centro al cerro de Santa Teresa, que tenía para mí asociaciones imborrables con la película Orfeo negro (1959). En ese entonces devoraba yo todo lo que tuviera que ver con cultura brasileña. Leía a Machado de Asís, e imaginaba a aquel escritor burócrata del imperio por las mañanas, regresando a su casa en Laranjeiras, barrio lleno de árboles con monos, para escribir en el sosiego de las tardes. Leía también a otros clásicos del pensamiento brasileño: Gilberto Freire, extraordinario y muchísimo más divertido que su supuesta contraparte mexicana, Manuel Gamio. Florestan Fernandes, Sergio Buarque de Holanda, Euclides da Cunha y tantos otros que ya no recuerdo.
Leía eso mientras bajaba al Museu a conocer a los profesores y también a platicar con otros estudiantes doctorales (como yo). De los profesores de entonces, el que era para mí la máxima estrella era Roberto da Matta, que había publicado su clásico Carnavais, herois e malandros hacía apenas dos años, y que estaba estrenando una nueva antropología de lo nacional, pero estaban también, además del propio Otavio Velho, su hermano Gilberto, que en paz descanse, encabezaba una nueva antropología urbana que se estaba gestando ahí, y que en México seguía marginada por el establishment de la disciplina. Había una antropología política y de los movimientos sociales muy robusta, guiada por figuras como Moacir Palmeira y Lygia Sigaud, y una veta estructuralista de etnografía del mundo amazónico, con el entonces joven y hoy mundialmente famoso Eduardo Viveiros de Castro a la cabeza. La frescura del Museo Nacional prohijó una antropología fresca, y abierta al mundo. Aquella arquitectura del imperio brasileño tendía lazos entre una posmodernidad vibrante, ejemplar y la ilustración lusitana del siglo XVIII.
Eran lazos fuertes. Las colecciones del Museo –riquísimas colecciones de ar­tefactos indígenas, recogidas desde tiempos de don Pedro II, mapas, libros científicos y de viajeros, los archivos completos del viajero y etnógrafo Curt Nimuendajú... todo eso era un archivo vivo para los investigadores. Pero había además otra cosa ahí. Esos miles de objetos eran también prueba de la grandeza de la historia de la que formaban parte justamente aquellos antropólogos, con su curiosidad libre: el Museo Nacional no se confinaba de ninguna manera a lo nacional: albergaba una colección importante de momias egipcias, huesos de dinosaurios, meteoritos, restos paleontológicos, mariposas, animales, frescos romanos preservados por las cenizas del Vesubio... Todo eso era testimonio de una voluntad política de pensar universalmente desde aquel margen del Atlántico donde se fundó el Brasil.
El Museo Nacional era, pues, un lugar histórico. Poca gente lo visitaba, al menos cuando yo lo conocí, pero aquello formaba parte orgánica de la conciencia nacional para quienes les interesara tenerla. El museo era una prueba viviente de una larga historia de pensar al mundo desde Brasil, y de cambiar a Brasil desde el pensamiento: en él se firmó la primera constitución brasileña y también la abolición de la esclavitud (última de toda América). En un lugar así pudo surgir, con toda su frescura, aquella nueva antropología que surgió en los años 80 y que se transformó en la más influyente de América Latina.
Ese museo se quemó el pasado 2 de septiembre, en un incendio cuya condición de posibilidad fue la negligencia desde el gobierno. Los recortes presupuestales de los últimos lo habían dejado en la miseria, con cables eléctricos obsoletos y sin un sistema automático de riego contra incencios. Vaya, ni siquiera había agua en las tomas para los bomberos de la Quinta Boa Vista, quienes tuvieron que hacer la toma de agua de un lago cercano. Y todo aquello ardió, y se redujo a cenizas.

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