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sábado, 14 de julio de 2018

Nicaragua en las barricadas


Un sueño traicionado




Rebecca Gordon
TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Siempre tendremos que enfrentarnos con el poder de Estados Unidos

Introducción de Tom Engelhardt

Hace dos décadas, cuando yo trabajaba en una editorial, Chalmer Johnson, por entonces un ilustre estudioso de Asia y ex asesor de la CIA, nos envió una propuesta para un libro al que ya llamaba Blowback: The Costs and Consequences of American Empire (Reacción, los costos y consecuencias del imperio estadounidense). Todavía recuerdo un pasaje del prólogo que me convenció de que por supuesto eso era sencillamente lo que debía hacerse:

Un día, en el momento culminante de las manifestaciones [contra la guerra de Vietnam], fui a la biblioteca de la universidad para comprobar cuál era el material bibliográfico sobre el comunismo vietnamita, la historia del comunismo en el Sudeste Asiático y el movimiento comunista internacional a disposición de los estudiantes. Me sorprendí al ver que los libros más importantes sobre estos temas estaban en su estante sin haber sido tocados. Para mí, la conclusión parecía bastante obvia: esos estudiantes no sabían nada sobre comunismo y no les interesaba remediar esa situación. Estaban definiendo el comunismo vietnamita guiándose a partir de sus románticos deseos de oponerse a las políticas de Washington. Resultó, sin embargo, que entendieron mucho mejor que yo los impulsos de un Robert McNamara, un McGeorge Bundy o un Walt Rostow. Ellos captaron algo fundamental –que yo no había llegado a percibir– sobre la naturaleza del papel imperial de Estados Unidos en el mundo. Mirando hacia atrás, habría deseado participar en las manifestaciones del movimiento contra la guerra. Con toda su ingenuidad e indisciplina, estaba en lo cierto, mientras que la política estadounidense estaba equivocada.”

Si el lector se toma seriamente la conclusión de Johnson verá se trata de una idea a la que hoy podría adherir sin temor a equivocarse. Desde la Segunda Guerra Mundial, en una vasta porción del planeta, desde Irán o Guatemala en los años cincuenta del pasado siglo, hasta el Vietnam de los sesenta, hasta buena parte del Gran Oriente Medio de hoy, la gente ha sufrido muchas veces gracias al “papel imperial de Estados Unidos en el mundo”, aunque la voluntad de la "gente" a la que [EEUU] estaba tratando de destruir se haya expresado de maneras que, aunque a algunas personas pudieran parecer "románticas" en aquel momento, eran imperfectas en ellas mismas. En nuestro mundo estadounidense (incluso más en el trumpiano), siempre se trata de “ellos”, nunca de “nosotros”. 

En la nota de hoy, Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch, explora un caso tal vez menor pero muy elocuente del decididamente nefasto poder estadounidense: Nicaragua. Desde los años ochenta del siglo pasado, ella ha estado implicada en la oposición a ciertas expresiones de ese poder; por lo tanto, tiene mucho que decir. Algo que, desgraciadamente sigue siendo lo adecuado para este momento del siglo XXI.

--ooOoo--

Nicaragua en la encrucijada

El 19 de abril, los estudiantes universitarios de la capital nicaragüense, Managua, se lanzaron a la calle. ¿Cuál era su reclamo inicial? Una respuesta gubernamental más activa a los descontrolados incendios en la reserva de biodiversidad más valiosa del país.

Inmediatamente, se desencadenó un arrasador incendio social en Managua, que muy pronto se extendió por todo el país. Miles de nicaragüenses agregaron una segunda exigencia a la primera: que el presidente Daniel Ortega revocara sus últimos cambios en la ley de la seguridad social, que al mismo tiempo aumentaban el impuesto para financiar la seguridad social (algo que disgustó a la empresa privada) y recortaban las prestaciones a los más mayores (provocando la ira de mucha gente de a pie). En los subsiguientes enfrentamientos murieron cerca de 200 nicaragüenses, fueron detenidos varios centenares y otros miles resultaron heridos, casi todos ellos a manos de la policía antidisturbios, francotiradores no identificados o bandas de matones progubernamentales montados en motocicletas. En estos momentos, el movimiento de autoconvocados* articula dos reclamos claves: justicia y democracia; justicia para quienes han muerto a manos del Estado y un regreso al gobierno democrático en Nicaragua.

¿Por qué debemos preocuparnos? En un mundo en el que el presidente de Estados Unidos proclama su deseo de ver “de pie y prestándole atención” a su gente del mismo modo que los norcoreanos lo hacen en relación con Kim Jung-Un, en el que su ministro de Justicia arranca a los niños de los brazos de sus progenitores, en el que Estados Unidos piensa en la militarización del espacio (a pesar de nuestro refrendo del Tratado de Espacio Exterior de 1967)..., en un mundo como este, ¿por qué debería uno preocuparse por lo que pase en un empobrecido país centroamericano a miles de kilómetros de los centros de poder? 

Porque hubo un tiempo en el que la imaginativa e idiosincrásica revolución en Nicaragua brindó al mundo un ejemplo de la forma en que un pueblo podía quitarse de encima las imposiciones de la dominación de Estados Unidos e intentar construir un país democrático dedicado al bienestar humano. Lo sé porque vi algo de esto durante los seis meses en las zonas de combate de la Nicaragua de 1984, mientras trabajaba en una organización llamada Testigos para la Paz. Mi trabajo allí era informar sobre la campaña militar contrarrevolucionaria respaldada por EEUU (la Contra) cuyo objetivo era derribar al gobierno sandinista que en 1979 había desplazado a un despiadado dictador. En su accionar, los Contra empleaban la tortura, el secuestro y el asesinato; buscaban a los civiles en su propia casa y en el campo, y a los trabajadores en las escuelas y las clínicas rurales.

Un poco de historia (resumida)

Nicaragua está en el centro mismo de cualquier mapa de las Américas; en los años ochenta del pasado siglo, pequeña como era, también estaba en el centro de la imaginación política de muchas personas. En ese país estaba puesta la esperanza de millones de personas que vivían allende sus fronteras, la esperanza de que realmente era posible convertirse en protagonista de su propia historia nacional o –según la letra del himno sandinista– “dueño de su historia, arquitecto de su liberación*”.

En 1979, antes de la caída del dictador –apoyado por Washington– Anastasio Somoza Debayle, muy pocas personas fuera de la América Central habían pensado alguna vez en Nicaragua. Era el país más pobre y más analfabeto de la región. Por cierto, se cuenta que Somoza dijo una vez: “No necesito personas educadas. ¡Yo necesito bueyes!” (o, como diría nuestro presidente en su campaña electoral de 2016: “¡Me encantan los poco instruidos!”). En los años que siguieron a la expulsión del dictador, Nicaragua se convirtió en el símbolo de la esperanza de la izquierda de todo el mundo

Somoza había administrado Nicaragua como si se tratase de su finca privada y arrendado las laderas de las serranías a empresas madereras muy específicas de Estados Unidos y Canadá y –junto con los oligarcas, terratenientes y comerciantes de su ‘finca’–, exprimió hasta el último céntimo del pueblo que gobernaba. Se mantuvo en el poder apoyándose en un régimen de intimidación, tortura y asesinato. Su Guardia Nacional funcionaba como una milicia privada (con el tiempo, algunos de sus integrantes huidos al vecino Honduras cuando los sandinistas llegaron al poder, formarían la columna vertebral de la Contra).

Sin embargo, en 1979, después de un año de la insurrección con enfrentamientos en las zonas montañosas del país por una guerrilla armada con AK-47 y en las ciudades por ciudadanos corrientes que lanzaban bombas de fabricación casera desde las barricadas, el régimen de Somoza se derrumbó. En el momento de su huida –después de un brutal bombardeo aéreo–, una parte del país lo respaldaba. Sus antiguos aliados –los grandes terratenientes, la industria privada y la Iglesia católica, junto con los medios de prensa de todas las tendencias– se volvieron contra él. Lo mismo hizo la mayor parte de los nicaragüenses, los campesinos* del medio rural y la minúscula clase trabajadora urbana. Al final –cuando se dieron cuenta de que era una causa perdida–, incluso los patrones de Washington abandonaron a Somoza.

Un grupo llamado Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ocupó el vacío dejado por Somoza. Creado en 1961, tomó ese nombre de Augusto César Sandino, un jefe guerrillero que unas décadas antes había luchado contra la ocupación estadounidense. En 1978, a pesar de las discrepancias internas, el grupo se consolidó alrededor de cinco principios básicos de gobierno: pluralismo político; construcción de una economía mixta, que incluiría la propiedad privada, las empresas del Estado y las colectividades; la movilización popular mediante una diversidad de organizaciones de masa; y una política exterior no alineada.

En julio de 1979, cuando Somoza renunció y huyó del país, el FSLN tomó el poder provisto de unos planes largamente elaborados destinados a mejorar la vida de los pobres que vivían tanto en las zonas rurales como en las urbanas. El grupo creó clínicas, promovió la educación pública y puso en marcha el programa de la “canasta básica”* de los alimentos esenciales a un precio accesible, con la que hubo una rápida reducción de la desnutrición endémica en todo el país. Mediante una campaña nacional de vacunación, en 1981 se acabó con la poliomielitis. También se aprobaron leyes para que los agricultores pobres no perdieran su tierra por la acción de los bancos y se instituyó una reforma agraria que entregó títulos de propiedad a miles de campesinos* que hasta entonces no tenían tierras.

En 1980, unos 90.000 personas, dos tercios de las cuales eran estudiantes secundarios de clase media urbana a punto de graduarse, participaron en la campaña nacional de alfabetización. En esta campaña, los estudiantes involucrados en la campaña pasaron cinco meses viviendo con familias campesinas* y se enteraron de las penurias (y las alegrías) de la agricultura de subsistencia. A cambio de esa hospitalidad, los estudiantes enseñaron a leer a las familias anfitrionas. Quien me acompañaba en esos momentos, hoy ocupa un sitio en la dirección de una ONG nicaragüense de desarrollo; cuando eran adolescentes, varios de sus organizadores empezaron su vida de compromiso comunitario participando en la campaña de alfabetización.

Por supuesto, el gobierno sandinista no era perfecto. Algunas de sus peores políticas reflejaban el racismo endémico del país ejercido contra los grupos indígenas y los nicaragüenses de origen africano (que hablaban en inglés). Los conflictos existentes entre los sandinistas y los indígenas miskito fueron exacerbados por la imposición gubernamental de un servicio militar obligatorio para responder a la agresión de los Contra. Muchos miskitos eran seguidores de la iglesia pacifista de Moravia, aunque los sandinistas interpretaron su resistencia al servicio militar como una forma de complicidad con el enemigo; de ese modo, abrieron la puerta a la exitosa infiltración de la CIA en el FSNL.

El servicio militar obligatorio se hizo profundamente impopular en todo el país, y algunas veces su cumplimiento fue muy torpe. Más de una vez, estuve en un bus detenido en un control de carretera esperando a que los soldados comprobaran los documentos de todos lo jóvenes que viajaban en él para estar seguros de que ninguno de ellos intentaba evadir la obligación de servir en el ejército. Los sandinistas también crearon y consolidaros estructuras de gobierno, entre ellas una presidencia y una asamblea nacional. Cuando el partido sandinista barrió en las elecciones de 1984 con el 67 por ciento de los votos y Daniel Ortega se convirtió en presidente, nadie puso en duda que el resultado expresaba el deseo de una abrumadora mayoría de los nicaragüenses.

En 1986, la Asamblea Constitucional de la Nación aprobó una nueva constitución, que otorgaba numerosos derechos a los nicaragüenses, incluso a las mujeres y al colectivo LGTB. Uno de sus artículos incluso exigía la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y la responsabilidad compartida en los quehaceres domésticos y el cuidado de los hijos (hagamos una pausa aquí para recordar que la constitución de Estados Unidos tiene pendiente aún la inclusión de los derechos estipulados en la Enmienda por la Igualdad de Derechos; ¡solo hay un artículo, que exige a los hombres que compartan las tareas domésticas!).

Entre las disposiciones de la nueva constitución estaba el de la duración del mandato presidencial, que sería de seis años.

Sin embargo, los nicaragüenses no eran tontos. Y lo sabían; al mismo tiempo que gobernaran los sandinistas, EEUU continuaría con su campaña bélica de los Contra. Por eso, en 1990, votaron el reemplazo del FSLN por el partido UNO liderado por Violeta Chamorro, con un resultado que sorprendió a muchos fuera de Nicaragua, entre ellos a la empresa estadounidense de encuestas contratada por los sandinistas. El pueblo había hecho oír su voz y los sandinistas aceptaron el veredicto popular.

Esto, en sí mismo, fue trascendental. Por primera vez en la historia un partido revolucionario victorioso se permitía no ser reelegido para gobernar y se resignaba a dejar atrás muchas de sus esperanzas, aunque protegiendo las estructuras democráticas por las que tantos nicaragüenses habían dado su vida para crearlas y mantenerlas. 

Nicaragua en el corazón y la mente de los estadounidenses

Mientras Nicaragua llevaba adelante su revolución, nosotros –en Estados Unidos– estábamos soportando la nuestra: la ‘Revolución reaganiana’. Ronald Reagan, que había sido gobernador de California, ganó las elecciones generales de 1980. Una vez en la presidencia, marcó el inicio del exitoso ataque del Partido Republicano a las estructuras del New Deal** todavía arraigadas en la vida de EEUU. La administración Reagan debilitó los sindicatos, redujo los impuestos a los más adinerados, liberalizó importantes sectores de la economía –desde los bancos hasta el cuidado de la salud– (cuyas consecuencias se sienten todavía hoy); atacó los programas sociales como el de ayuda a las familias con hijos dependientes y Medicaid, y convirtió algunas expresiones perfectamente respetables como “bienestar” o “derecho a...” en códigos aplicables a la supuesta vileza de los afroestadounidenses. El sida estaba devastando a las comunidades gay, pero el presidente se negó incluso a nombrarlo en público hasta el primer año de su segundo mandato. Mientras tanto, la administración Reagan intensificó la “guerra contra las drogas” de Richard Nixon hasta convertirla en un asalto a gran escala contra los pobres. En 1986, el presidente presentó un proyecto de ley contra las drogas que imponía largas penas de prisión para quienes la contravinieran, incluso en el caso de aquellos delitos menores que no implicaran violencia.

En otras palabras, las cosas en Estados Unidos eran bastante desalentadoras. Esto hizo que algunos tuvieran la tentación de adoptar una revolución ‘en funcionamiento’, sobre todo una que ya había conseguido tanto y tenía una gran banda de sonido: la música de los hermanos Luis y Carlos Mejía Godoy, que incluía el himno sandinista mencionado más arriba y el tan querido Nicaragüita, Nicaragüita, cuyo ultimo verso decía “Pero ahora que ya sos libre, Nicaragüita, yo te quiero mucho más.”*

Ciertamente, Nicaragua era libre, aunque también era objeto de ataques. Estados Unidos había sido siempre su mayor socio comercial. Sin embargo, en 1985, el presidente Reagan ordenó el embargo de todo el comercio con el país y redujo el transporte aéreo y marítimo hacia y desde EEUU. Otros países, incluyendo los del bloque soviético, Cuba y la Unión Europea, además de varios miles de personas y organizaciones, ofrecieron ayuda material, asistencia técnica y, en el caso de Testigos para la Paz, acompañamiento en las zonas de guerra. Esos voluntarios arriesgaron su vida –la verdad es que el joven ingeniero Ben Linder perdió la suya– por el privilegio de formar parte de este intento de liberación.

En mis seis meses en esa tierra, conocí a nicaragüenses que nunca habían estado a más de 50 kilómetros del sitio donde habían nacido, pero tenían una visión del cambio que se propagaría por toda Centroamérica, América latina y llegaría –como fue en mi caso– hasta Estados Unidos. En todas partes me decían “Los estadounidenses pueden impedir que este año el Congreso vote cualquier ayuda a la Contra, pueden impedirlo el año que viene, pero hasta que no hagáis una revolución en vuestro propio país nada cambiara realmente. Siempre tendremos que enfrentarnos con el poder de Estados Unidos”.

Un asunto apasionante de verdad. Y que ha afectado a muchos, no siempre en la forma más eficaz. Algunos estadounidenses que visitaron Nicaragua se convencieron aun más de que su partido de izquierda en la patria estaba destinado a convertirse en la vanguardia que haría la revolución en la América del Norte. Algunos se hicieron más rojinegros* (los colores del FSLN) que los propios sandinistas y no querían escuchar critica alguna al partido al que adherían. Otros, sencillamente vivían con la mirada puesta en el día en que pudieran marcharse de un Estados Unidos poblado de una gente inútil, políticamente atrasada y mudarse para siempre a Nicaragua, con su gente tan consciente (o en las palabras de hoy, “despierta”).

Y algunos de nosotros reconocieron a regañadientes que –con todo lo que amábamos el luminoso verde de las montañas nicaragüenses– la tarea debía hacerse en nuestro propio país. Regresamos a casa con la creencia de que si no podíamos encontrar la forma de amar a Estados Unidos, a pesar de su desesperante intransigencia, nunca encontraríamos la forma de cambiarlo.

Problemas en el Paraíso

Ciertamente, como todo lo demás en Nicaragua, su historia después de 1990 ha sido complicada. Al principio, algunos de los integrantes del FSLN más comprometidos con la democracia popular lo dejaron para fundar unos partidos al estilo del Sandinista pero más pequeños, aunque no tuvieron un éxito significativo en las urnas. Mientras tanto, en los meses pasados entre las elecciones y el traspaso del poder, algunos sandinistas participaron en la Piñata*: una apropiación total de los activos, empresas, vehículos y dinero en metálico del Estado. En el proceso, Daniel Ortega, su esposa Rosario Murillo y otros miembros de alto rango del partido en el gobierno empezaron a amasar su fortuna personal y a reconstruir su poder político. El matrimonio incluso emprendió una muy publicitada conversión a una carismática forma de catolicismo romano (lo que ayuda a explicar por qué la Nicaragua de hoy tiene una de las leyes contra el aborto más punitivas del mundo).

Hacia 1999, Ortega formalizó un pacto con el bien conocido político de derechas, y después presidente, Arnaldo Alemán. Él y su partido PLC, que construyó su respaldo en la clase oligárquica que antes había apoyado a Somoza y vapuleó a Violeta Chamorro en las elecciones de 1996. Más tarde, Alemán fue acusado de corrupción a gran escala y sentenciado a varios años de detención domiciliaria.

En 2006, Daniel Ortega fue elegido presidente una vez más. Erosionado por unos cuantos escándalos personales –entre ellos la muy creíble acusación de violación sexual continuada durante años por parte de su hijastra Zoilamérica– poco a poco concedería clemencia completa a Alemán.

En los 12 años que siguieron a su segunda elección. Ortega consolidó su poder personal, colocó a varios miembros de su familia en importantes (y lucrativos) cargos y consiguió el control total del aparato partidario del FSLN. Ortega urdió varios cambios constitucionales que hoy le permiten permanecer en el cargo un número ilimitado de periodos; esto es, se ha asegurado una posible presidencia vitalicia.

A pesar del carácter cada vez más autocrático de su gobierno, en la última década Nicaragua ha vivido un sustancial desarrollo económico del que muchos se han beneficiado. El de Ortega es un gobierno autoritario; no obstante, ha proporcionado verdaderos beneficios materiales a los nicaragüenses. Incluso más, ya sea por el firme espíritu de cuerpo de la policía y las fuerzas armadas o por la mano dura* de Ortega, o por una combinación de ambas cosas, el país no está sufriendo el flagelo de la droga ni el dominio de los cárteles que aterrorizan a los pueblos de gran parte de Centroamérica y México

En estos momentos, Estados Unidos es una vez más el mayor socio comercial de Nicaragua y el gobierno de Ortega mantiene relaciones cordiales con los principales organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional.

En la encrucijada

En las ciudades y barrios urbanos de todo el país, la gente ha vuelto a levantar barricadas, tal como hicieron los militantes sandinistas en la insurrección de 1979 contra Somoza. Una vez más, están arrancando los bloques de hormigón del pavimento que alguna vez se produjeron en la fábrica de propiedad de Somoza; ahora para impedir que la policía sandinista pueda moverse en sus ciudades y barrios.

Envío, un revista digital de la Universidad de América Central, de Managua, llama a este levantamiento una revolución desarmada. “Desarmada” es una pequeña exageración, ya que los defensores de muchas de las barricadas han utilizado morteros de fabricación casera (unos tubos de acero que disparan pequeños sacos de pólvora provistas de mechas de cáñamo), pero el poder de fuego de los manifestantes se ve superado por el de las fuerzas armadas regulares y la policía del gobierno, e incluso por el de las turbas* (bandas de matones organizados).

Para quienes han estado siempre atentos a la vida de Nicaragua, ha sido extraño ver al Consejo de la Empresa Privada del país (COSEP) –un eterno adversario del sandinismo–, unirse con los estudiantes universitarios y los campesinos* para crear una Alianza Civil por la Justicia y la Democracia. El pasado mayo los líderes de la Alianza acordaron un diálogo con el gobierno, mediado por el concilio episcopal católico. Desde entonces, estas conversaciones han sido retomadas e interrumpidas una y otra vez.

A pesar de que los izquierdistas de todo el mundo celebraron el regreso de Ortega al poder, ya no se trata del gobierno revolucionario de los pasados ochenta. Tal vez porque desearían que lo fuera, algunos simpatizantes de Ortega –en EEUU y en todas partes– están tratando los recientes alzamientos como si fueran una repetición de la guerra de la Contra, un intento de golpe de la derecha orquestado en Washington. Yo no creo que eso sea cierto, aunque tengo algunos amigos nicaragüenses que no están de acuerdo conmigo.

Culpar de todo lo que ocurre en el país a quienes mueven los hilos desde Washington niega a los nicaragüenses su propia responsabilidad. Tal como declaró la activista estudiantil Madalaine Caracas a la cadena de medios Deutsche Welle:

“Somos los nicaragüenses quienes estamos en la calle. No es un partido político, ni los liberales, ni los conservadores, ni la CIA. Es un despertar, el hartazgo de ver asesinados a nuestros hermanos.”

Y ahora, ¿qué?*

Cuando Somoza abandonó el poder, el FSLN estaba esperando, dispuesto a gobernar. Que yo sepa, en estos momentos no existe en la izquierda una fuerza organizada como la de entonces que pueda llenar el vacío que eventualmente dejara Ortega, una fuerza capaz de organizar una campaña electoral exitosa. No obstante, si Ortega se negara a dejar la presidencia, las alternativas pensables son al menos tan penosas como el orteguismo: su eficaz represión de un verdadero levantamiento de ira popular con aún más muertes, palizas y encarcelamientos (y la continuación de un gobierno autocrático en un futuro incierto), o el paso de una resistencia defensiva mayormente desarmada y, si se armara, a una guerra civil a gran escala, con todos los horrores que eso implica. 

De lo único que estoy segura es que a los nicaragüenses siempre les va mejor cuando Estados Unidos está mirando hacia otro lado. Por lo tanto, esperemos que Trump se concentre en enfurecer a sus aliados y cortejar a sus enemigos en otros lugares del mundo.

Hace muchos años, estaba yo en la habitación de un hotel –en realidad, más un cobertizo que otra cosa– en el pequeño pueblo de San Juan de Bocay, conversando con mi compañero de viaje de Testigos de la Paz y joven soldado sandinista. La mascota del soldado, una ardilla listada esta sentada en el alfeizar de la ventana mordisqueando semillas de girasol. Conversábamos sobre qué significaban para él la revolución y su país, si sus esperanzas –como las nuestras– eran que las semillas nicaragüenses de liberación se esparcieran por todas las Américas. En esa cálida y poco iluminada habitación, la revolución casi parecía posible.

Quizá debí haberle prestado más atención al nombre de la mascota: se llamaba Napoleón. 

Notas:

* En castellano en la nota original. (N. del T.)

** El New Deal (literalmente, ‘nuevo acuerdo’) es la política económica aplicada entre 1933 y 1940 por la administración del presidente Franklin D. Roosevelt. (N. del T.)

Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch, enseña en la Universidad de San Francisco. Es la autora de American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes. Entre su anteriores libros están Mainstreaming Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States y Letters from Nicaragua.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176440/tomgram%3A_rebecca_gordon%2C_%22we_will_always_be_confronted_by_u.s._power%22/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

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