León Bendesky
Periódico La Jornada
La fuerte crisis 
económica desatada en 2008 provocó en Estados Unidos lo que se conoce 
como la gran recesión. Se evitó, con las políticas monetaria y fiscal, 
contener una depresión como la de los años 1930, pero el costo social de
 ese periodo es, sin duda, muy significativo.
La muy visible cobertura en los medios de comunicación de las medidas
 implementadas por la Reserva Federal, con la enorme expansión de la 
liquidez en los mercados financieros y la acumulación de la deuda 
pública, no se esconde por el gran costo que ha tenido en las 
condiciones de los trabajadores, en la magnitud del desempleo y, en 
general, en la extensión de la pobreza en ese país.
No hay discurso político capaz de tapar los hechos que se han 
enfocado en el asunto de la gran y creciente desigualdad generada en esa
 sociedad. Además, no hay confianza en que la situación haya llegado a 
un punto en el que se va a mejorar. Ni las condiciones internas ni 
externas apuntan a un periodo de recuperación sostenible a mediano 
plazo.
Luego de varios meses de campañas entre los precandidatos de los 
partidos Republicano y Demócrata a la Presidencia se llega hoy a los 
famosos caucus, que se inician en el estado de Iowa. Esto es un
 sistema de asambleas partidistas en el que, mediante un proceso 
singular, se decide quién entre los aspirantes tendrá la nominación del 
partido para la elección a presidente.
En el periodo previo a Iowa han destacado, de modo ciertamente 
distinto, Donald Trump, por los republicanos, y Bernie Sanders, por los 
demócratas. Uno por la derecha y otro por la izquierda, y ambos con 
discursos contra el establishment político y económico que controla el poder.
Trump mantiene un discurso rupturista que ofrece 
hacer a América grande otra vez. Es parte de la elite y trata de desmarcarse de los políticos convencionales. Se basa principalmente en sus éxitos empresariales, capacidad histriónica en su reality show de la televisión y su autodenominada excelencia como negociador. Trump, centro del universo.
Con ello no sólo ha embestido contra Obama, sino contra muchos de sus
 oponentes en esta carrera por la nominación. Ha roto reglas, insultado a
 quien se le enfrenta y sostiene posturas políticas que son muy 
cuestionables. Pero lo cierto es que ha demostrado que tiene una 
audiencia entre los miembros de su partido, lo que contrasta con el 
intento fallido de los conservadores más acendrados por detenerlo en el 
camino de la nominación, cosa que es cada vez más difícil. Vale 
preguntar qué es más notorio, si lo que puede llamarse el estilo Trump o
 el hecho de que tantos acepten su mensaje.
Del otro lado está Sanders, autoproclamado demócrata 
socialista en un país en el que ello no atrae grandes apoyos. Pero su 
discurso es claro y definido. No esconde la base de su propuesta, que es
 la creciente desigualdad económica. Tampoco se retrae al afirmar que, 
en efecto, subirá los impuestos, especialmente para alcanzar una 
cobertura universal de servicios de salud y apoyar otros gastos 
sociales.
Subir impuestos es, en Estados Unidos, una especie de anatema 
político. Bill Clinton, en consonancia con la marea liberalizadora de 
Reagan, declaró en su momento que el tiempo del big government había pasado. Sanders no se arredra y destapa el tema fiscal.
Thatcher dijo que 
el problema del socialismo es que eventualmente se acaba uno el dinero de los demás. Pero resulta que en el capitalismo más liberalizador también se acaba el dinero de los demás. Como prueba está el saldo enorme de la deuda pública y la quiebra de los hogares endeudados en los países desarrollados. También la gran concentración del ingreso y de la riqueza, que se ha provocado en el marco de la globalización.
La disputa por el excedente es la clave de toda sociedad. El 
capitalismo global la había planeado detenidamente y el conflicto que 
ello representa se exacerba de modo creciente. Este es el ambiente en 
que Sanders ha encontrado eco y hasta ahora ha logrado modificar el 
discurso más convencional, cuando menos el de la derecha del partido 
demócrata. En este respecto destaca Hillary Clinton y se pone en una 
órbita distinta de lo que representa Trump y no menos de su estilo zafio
 y golpeador.
Sanders se enfrenta a lo que está más férreamente instalado entre los
 demócratas y que se identifica con la dinastía Clinton. Al parecer se 
ha desmoronado la posibilidad de que la disputa en estas elecciones 
estuviera entre ésta y la dinastía Bush; el hermano menor no ha dado la 
medida.
Por supuesto que los expertos fiscales, esencialmente conservadores, 
hallarán que las propuestas de Sanders no pueden financiarse, pero 
tampoco lo consiguen los republicanos con su fe en el gasto de los más 
ricos ni los demócratas en su versión más popular, como la actual en el 
gobierno. La fiscalidad entraña conflictos, y de eso trata la política. 
Sanders ha cambiado los temas y ha habido quién lo escuche.
Dicen que puede ganar Iowa y lanzarse por Nueva Hampshire. Clinton 
tiene el espectro de lo que sucedió en esta misma etapa frente a Obama, 
cuando éste fue electo. Los expertos dicen que ella ganará la nominación
 del partido. En todo caso, se ha abierto un resquicio en el discurso 
que llegó a llamarse único y que perduró por un cuarto de siglo.
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