Un día después del
tiroteo registrado en un centro para discapacita–dos en San Bernardino,
California, que arrojó un saldo de 14 muertos y una veintena de heridos,
el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo que
es posibleque este hecho
estuviera vinculado al terrorismo, si bien enfatizó que hasta el momento se desconocen los motivos que llevaron a los agresores –el ciudadano estadunidense de origen pakistaní Syed Rizwan Farook y su esposa Tashfeen Malik, nacida en Arabia Saudita– a cometer los homicidios.
Los hechos referidos, que suscitaron una nueva oleada de indignación
en el vecino país del norte, ponen en perspectiva la circunstancia
paradójica de una potencia militar con presencia en cruentos escenarios
bélicos como los que se han desarrollado en últimos años en medio
Oriente –Irak, Afganistán y Siria– que, sin embargo, se muestra
impotente ante un fenómeno de violencia y barbarie internas que cada año
cobra la vida de cientos de personas.
Con independencia de las motivaciones del tiroteo de esta semana en
San Bernardino, es insoslayable que los episodios de violencia
individual que de manera recurrente estremecen a la sociedad
estadunidense tienen determinantes diferentes a las amenazas externas
que tradicionalmente se asocian en ese país con el
terrorismo, como es el fundamentalismo islámico. En todo caso, habría que precisar que se trata de una vertiente ciudadana del terrorismo estadunidense, que en su forma estatal se expresa en los bombardeos y masacres de inocentes que se registran con frecuencia en los territorios intervenidos militarmente por Washington.
Un componente indiscutible es la desmesurada proliferación de armas
de fuego en manos de la población del vecino país, incentivada por
factores legales como la anacrónica segunda enmienda de la Constitución,
y culturales, como el espíritu belicista y violento inculcado en la
población por los recientes gobiernos de ese país. Significativamente,
con la del pasado miércoles suman 12 ocasiones en las que Barack Obama
comparece ante los medios de comunicación para fustigar el libre flujo
de armas tras un ataque homicida dentro de su territorio.
Pero la diseminación de armas de fuego entre la población no
basta, por sí misma, para explicar la exasperante frecuencia con que
trastornos mentales individuales desembocan en masacres como las
referidas, las cuales, vistas en conjunto, dejan entrever una enfermedad
colectiva que no ha podido ser ni siquiera explicada. Muestra de ello
es el hecho de que episodios similares al de ayer se han presentado en
países europeos, donde hay un mayor control de armas que en Estados
Unidos, mientras en un país como Canadá –donde se vive una tradición
armamentista similar a la estadunidense– no se registran prácticamente
tiroteos como el que cobró la vida de 14 personas en la localidad
californiana el pasado miércoles. Por lo demás, las expresiones de
barbarie social en Estados Unidos no se limitan al uso de armas de
fuego: ejemplo de ello es el atentado cometido durante el maratón de
Boston, en 2013, en el que se emplearon bombas de fabricación casera.
Además de la necesaria revisión del marco normativo que permite la
posesión irrestricta de armas en Estados Unidos, episodios como el
comentado muestran una percepción distorsionada de las amenazas a la
seguridad estadunidense de autoridades, representantes y buena parte de
los habitantes de aquel país: mientras la Casa Blanca y el Pentágono
prosiguen en una cruzada antiterrorista en contra de expresiones de
violencia que ocurren a miles de kilómetros de distancia –por ejemplo,
las acciones de combate contra el Estado Islámico–, brillan por su
ausencia las medidas concretas y eficaces para prevenir, detectar y
contener los casos de delirio individual y fundamentalismos que
desembocan, con frecuencia exasperante, en balaceras y masacres como la referida.
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