La consolidación de Podemos como opción de gobierno en el Estado español es motivo de esperanza. Sin embargo
su raudo camino de ascenso al poder está develando de manera igualmente
rápida los límites transformadores que dicha alternativa supone. En
este sentido, son cada vez más notorios los paralelismos entre los
llamados gobiernos ‘progresistas’ latinoamericanos y el posible devenir
de esta experiencia política española.
Tan esperanzador
resultó el agitado inicio político del presente siglo en América
Latina, donde una amplia gama de movimientos sociales alternativos
cuestionaron el sistema político-económico entonces imperante, como ver
una década después en el Estado español a miles de ciudadanos conformar
asambleas y acampadas, cuestionando –mediante un proceso de
repolitización y una explosión de participación ciudadana– la corrupta
y socialmente ineficaz política de la casta. En ambos casos, los
modelos asamblearios y la toma de decisiones de manera horizontal
supusieron en la práctica una nueva forma de entender y hacer la
política. Una acción colectiva contra la ausencia de reflexión de
las mayorías, algo que es indispensable para cualquier proceso de
cambio real hoy.
Resultan incuestionables los avances alcanzados en la última década en América Latina. Países
con gobiernos de perfil progresista han reducido sustancialmente sus
indicadores de pobreza y desigualdad, modernizando sus infraestructuras
y el aparato del Estado. Han articulado constituciones de carácter
posneoliberal que abrieron paraguas normativos por los cuales se
reconfiguró un modelo de Estado protector con notables semejanzas con
el viejo welfare fordista. El mismo modelo que se caracterizó
en Europa por institucionalizar los conflictos de clase bajo el control
del Estado, convirtiendo a las organizaciones de trabajadores en
herramientas de cogestión empresarial y anulando así su rol como
sujetos de cambio.
El modelo posneoliberal ha permitido a
estos Estados recuperar su rol como reguladores y organizadores de la
sociedad, reeditando viejos programas de cobertura social, mayor acceso
al sistema educativo y sanitario, así como el fomento del consumo
interno a través del incremento de la capacidad adquisitiva de sus
ciudadanos. Para alcanzar tales logros estos países se han visto
coyunturalmente beneficiados –por su lugar en la distribución
internacional del trabajo– de los precios internacionales de las commodities, lo que permitió mayores ingresos y crecimiento económico nacional. En este sentido, el
neodesarrollismo ha emergido como una opción cada vez más atractiva
para ciudadanos y élites, combinando un énfasis en la dimensión
económica de la gestión estatal con una orientación estatalista,
nacionalista y proclive a cierta redistribución, aunque su visión a
largo plazo y sobre la sostenibilidad ambiental carezca de claridad. El
desconocimiento del segundo principio de la termodinámica hace que,
ingenuamente, los economistas neokeynesianos obvien que el crecimiento
económico en el mundo actual no podrá continuar por tiempo indefinido.
El neodesarrollismo ha emergido como una opción cada vez más atractiva
para ciudadanos y élites
Por otro lado, la visión de la democracia radical y la retórica del
poder popular en estos gobiernos se articula en torno a la tesis de la
incapacidad autónoma de las masas, razón por la cual éstas necesitan de
un liderazgo fuerte que articule la construcción de identidades
populares. Dicha tesis es el punto de partida del proceso de defunción
de cualquier posibilidad de interpretar la política moderna de un modo
diferente, convirtiéndose en el eje ‘enterrador’ de los procesos de
cuestionamiento a las estructuras jerárquicas que se establecen desde
el Estado weberiano y desde el poder en sí mismo. Procesos de
cuestionamiento que, por cierto, se habían articulado a través de las
luchas y resistencias populares que generaron las condiciones políticas
para que los actuales gobiernos ‘progresistas’ llegasen al poder.
Es desde este conjunto de perspectivas que, al igual que la vieja socialdemocracia europea,
el neopopulismo latinoamericano entiende la necesidad de conciliar el
movimiento popular con el mantenimiento del capitalismo, generando una
supuesta participación social en aras de la legitimación del sistema.
Se trata entonces de equilibrar “dos políticas” en principio
antagónicas en la búsqueda de un sujeto popular disociado de las
contradicciones de clase, pretendiendo superar a su vez la cada vez
mayor desconfianza de las multitudes hacia el modelo de democracia
representativa. Esta perspectiva lleva a los gobiernos al
cuestionamiento de la emancipación como práctica efectiva de
resistencia y creación cooperativa, reconduciendo su identidad política
al posibilismo pragmático y la concertación nacional.
En resumen, el Estado vuelve a adquirir su tendencia más conservadora,
pues aun cambiando de banderas, se muestra incapaz de transformar el
modelo porque es incapaz de imaginarse como Estado al margen de dicho
modelo.
Articular Podemos en una forma cada vez más
convencional de partido, donde sus círculos van perdiendo cada vez más
competencias tanto práctica como normativamente; apostar por una
estrategia donde la empatía entre líder y masa se establece como
mecanismo articulador de la confianza política; la elaboración de
programas basados en la sapiencia técnica y la desvinculación de la
ciudadanía como sujetos activos en su proyecto de construcción; el
creer que a través de estrategias inmediatas de “asalto a los cielos”
se hace posible la transformación política del modelo socioeconómico
imperante... son otros tantos jalones que posiblemente signifiquen
un distanciamiento a la postre entre los movimientos sociales más
alternativos e innovadores y la organización política que pretende
plasmar electoralmente las esperanzas de un cambio de ciclo político.
Difícilmente se puede asociar el keynesianismo o la socialdemocracia con la justicia social,
dado que la aplicación de dichas políticas no transforma los modelos de
acumulación capitalista basados en la obtención de plusvalía. Ni
cuestiona el concepto de desarrollo basado en el crecimiento económico,
habiendo sido dicho modelo apenas un punto de reencuentro entre las
estrategias aplicadas por el capital –fordismo– y el Estado para
superar puntualmente alguna de sus cíclicas crisis sistémicas.
Cabría recordar al viejo Albert Einstein cuando dijo aquello de que “la locura es seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes”.
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