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viernes, 5 de febrero de 2016

¿Qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma?



Rafael Landerreche
¿Qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma?/ que le están degollando, a sus palomas. Así cantaba la inmensa Violeta Parra a finales de los años sesenta, cuando florecía la primavera de la música latinoamericana con otros grandes como Víctor Jara, Mercedes Sosa, Amparo Ochoa, Atahualpa Yupanqui y muchos más. Prácticamente al mismo tiempo, el último citado, Atahualpa, cantaba el otro lado de la moneda: Que Dios vela por los pobres, tal vez sí, tal vez no/ pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón. Esos poetas del pueblo, que son los más grandes poetas aun cuando nunca  reciban el premio Nobel, supieron captar lo más profundo del alma popular, de tal manera que podemos decir con precisión que prácticamente los 500 años de historia de la relación entre el pueblo latinoamericano y la Iglesia, entre la Iglesia y el pueblo latinoamericano, ha oscilado entre esos dos polos: entre un pueblo que percibe la religión como aliada del opresor y un pueblo que ve en la religión la más profunda fuente de su consuelo y su fortaleza; entre una Iglesia que come en la mesa del patrón y una Iglesia que hace suya la voz de los pobres y clama al cielo cuando están degollando sus palomas.

Don Samuel Ruiz, que fue obispo de la diócesis de San Cristóbal desde aquellos casi legendarios años hasta el fin del siglo pasado, solía contar la anécdota de su llegada a la diócesis chiapaneca, cuando lo llevaban a comer a la casa del patrón, como era la costumbre (el finquero para decirlo en términos locales), y mientras él comía en la casa grande, una multitud de indígenas esperaba en las afueras de la misma sin probar bocado, sin un cafecito siquiera para animar los agotados miembros y, además, como lo descubrió al entablar conversación con ellos, habiendo entregado rigurosamente su cooperación para la fiesta del obispo. Al darse cuenta de tamaña injusticia, don Samuel decidió nunca más volver a comer en la mesa del patrón… y lo demás es historia, incluyendo, por supuesto, el odio que le agarraron los patrones y el amor que todavía le tienen los indígenas. Cinco años después de la muerte del tatic, la diócesis de San Cristóbal tiene la suerte de recibir la visita de un Papa que también ha entendido que la Iglesia traiciona la misión que le encomendó su fundador si se olvida de preferir a los pobres y que ya desde antes de aterrizar en este suelo ha denunciado al sistema injusto que, sin ningún escrúpulo, degüella a sus palomas cuando se trata de conservar su poder y sus ganancias.

Desgraciadamente, lo que debería ser la regla para la Iglesia no siempre lo ha sido, y lo que vivió esta diócesis con Samuel Ruiz sigue siendo una excepción (aunque gracias a Dios no la única) dentro de la Iglesia (católica) mexicana. En cuanto a lo que a escala global estamos viviendo con el papa Francisco, es como una inesperada brisa suave de primavera, después de lo que algunos teólogos llamaron el largo invierno eclesial. Es cierto que Francisco mismo ha dicho que él no está inventando nada, que lo que él dice está dentro de la tradición de las enseñanzas sociales de la Iglesia, y en su revolucionaria encíclica sobre nuestra casa común cita las enseñanzas de sus predecesores, desde Juan XXIII, incluyendo a los papas de ese supuesto invierno eclesial, Juan Pablo II y Benedicto XVI, para mostrar esa continuidad.

Pero aunque sí es cierto que existe tal continuidad doctrinal, también lo es que no todos han logrado de la misma manera mostrarse como la encarnación viviente y eficaz de tales enseñanzas teóricas. Los papas anteriores a Francisco, particularmente Juan Pablo II, no pudieron desembarazarse de la maraña de condicionamientos impuestos por la burocracia de una institución que, por más que proclame su origen divino, no deja de ser humana, en especial de los condicionamientos ideológicos y alianzas fácticas de la guerra fría, a los que Juan Pablo II era particularmente vulnerable dada su experiencia evidentemente negativa con el comunismo en Polonia. El tristemente célebre viaje de Juan Pablo II a Nicaragua, en la época de la presidencia imperial de Ronald Reagan, es un doloroso ejemplo del poder de tales condicionamientos.

Mientras el pueblo nicaragüense inmerso de lleno en una experiencia sandinista trataba de construir una sociedad más justa (que incorporaba notables elementos cristianos), el gobierno de Estados Unidos desencadenó contra la pequeña Nicaragua (Ay, Nicaragua, nicaragüita, cantaba Mejía Godoy, otro de los grandes de la música latinoamericana) la infame guerra de la contra que, encima, fue financiada con dinero proveniente del narcotráfico (sobre esta cuestión es altamente recomendable ver la película estrenada el año pasado, Maten al mensajero). En esas angustiosas circunstancias los creyentes nicaragüenses esperaban con ansia la visita del Papa que vive en Roma, autoproclamado mensajero de la paz, con la esperanza de que una palabra suya contra la injusta guerra del imperio ayudara a Nicaragua a rencontrar el camino de la paz con justicia y dignidad. Pero esas esperanzas fueron cruelmente defraudadas e incluso contradichas. Juan Pablo II no dijo una sola palabra en contra de esa guerra, y en cambio dejó huella indeleble del regaño a los líderes sandinistas, en particular al monje y poeta rebelde Ernesto Cardenal. Éste y otros tres sacerdotes molestaban particularmente al imperio porque su presencia en el gobierno sandinista estorbaba su intento de presentar la revolución de Nicaragua como una amenaza más del comunismo ateo. La honda herida dejada en el pueblo nicaragüense por esa actuación papal tendería naturalmente a acercar el péndulo al otro polo que mencionamos al principio, el de Atahualpa Yupanqui.

Pero hoy los vientos en la Iglesia católica han vuelto a cambiar gracias a un Papa latinoamericano (paisano del gran Atahualpa, por cierto) y a ese espíritu que sopla donde quiere. Atahualpa remataba sus coplas dudantes (como él mismo se calificaba en contraposición a los creyentes) con los versos: Hay un asunto en la tierra más importante que Dios/ y es que naide escupa sangre, pa’ que otro viva mejor. De eso se trata, podría sin duda decir Francisco, pero acotaría: no es que sea más importante que Dios, es que ésa es la única y verdadera forma de dar gloria a Dios.

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