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miércoles, 25 de septiembre de 2019

Trump: impeachment y egolatría


Editorial

La presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, la demócrata Nancy Pelosi, anunció ayer la decisión de su grupo parlamentario de iniciar el proceso de impeachment contra el presidente Donald Trump, por los hechos deshonrosos de traición a su juramento del cargo, la traición a nuestra seguridad nacional y a la integridad de nuestras elecciones.
Hasta ahora, ningún presidente ha sido removido por este medio, que debe ser activado por la cámara baja y resuelto mediante un juicio en el Senado: en 1868 el demócrata Andrew Johnson eludió la caída por un voto, mientras en 1999 su correligionario William Clinton libró el trámite con mucha mayor soltura. En 1974, el republicano Richard Nixon evitó ser el primer presidente de la historia destituido por impeachment, al dimitir a su cargo antes de que se pusiera en marcha el juicio político.
Dicho proceso, que se traduce como destitución o juicio político, ha sido barajado por el liderazgo demócrata desde el inicio de la administración Trump, debido a las sospechas de que, cuando el republicano era candidato presidencial en 2016, personas de su entorno más cercano se reunieron con agentes rusos a fin de obtener información confidencial que dañara la campaña de Hillary Clinton, y volvieron a cobrar fuerza cuando se reveló que el magnate habría comprado el silencio de dos mujeres con quienes supuestamente mantuvo relaciones extramaritales.
Lo que ahora ha llevado a la oposición a transitar de las palabras a los hechos es la filtración de una llamada telefónica entre Trump y el jefe de Estado de Ucrania, Volodymir Zelensky, en la cual el estadunidense habría coaccionado a su par europeo para que éste investigue alegaciones de corrupción contra Hunter Biden, hijo del ex vicepresidente y aspirante presidencial demócrata Joe Biden.
La prudencia con que hasta ahora el Partido Demócrata había encarado la posibilidad de iniciar un juicio político contra el mandatario pone de relieve la gravedad de la actual acusación: se trata, ni más ni menos, de que Trump condicionó la ayuda militar a un aliado crucial en el horizonte geoestratégico de la superpotencia, a cambio de su complicidad en una confrontación política interna a Estados Unidos.
Esta disposición a poner en juego lo que la cúpula político-militar estadunidense considera los intereses vitales de la nación –por el papel ucranio como dique frente al poderío ruso–, para beneficio exclusivo de sus propias aspiraciones electorales, resulta de un egoísmo monstruoso en cualquier jefe de Estado, y es revelador de la hipocresía de quien justifica su conducta pendenciera ante el mundo con el lema Estados Unidos primero.
Asimismo, constituye una señal de alarma para los líderes europeos, pues el que gobierna en su principal aliado y paraguas militar no muestra ningún escrúpulo en dejarlos a su suerte si cree que con ello puede obtener una ganancia política personal. En este escenario, el inminente procedimiento contra Trump debe distinguirse en sus facetas jurídica y política. En el primer caso, la actuación del multimillonario deja pocos resquicios de duda acerca de su responsabilidad en los cargos mencionados, así como en su flagrante obstrucción a la justicia a lo largo de la investigación del fiscal especial Robert Mueller en torno de la trama rusa, todo lo cual haría necesario su desalojo del poder.
Sin embargo, en los hechos se antoja casi imposible que la ley se cumpla, debido a los obstáculos políticos que enfrentan los promotores del proceso: para que el juicio prospere es necesario el apoyo de dos terceras partes de los senadores (67 de 100), algo inalcanzable para la fracción demócrata, que apenas suma 45. Así, y a menos que se produzca una ruptura tan inesperada como improbable en las filas republicanas, todo apunta a que el magnate será absuelto gracias al entramado de intereses partidistas, empresariales y mafiosos que hasta ahora le ha brindado un apoyo incondicional.
En suma, resulta lamentable que una presidencia a todas luces desquiciada cuente con un blindaje institucional casi inexpugnable porque los mecanismos de contrapeso existentes en el papel se revelan inoperantes en la realidad y que, en consecuencia, el país más poderoso del mundo se encuentre expuesto a que un ególatra apueste los intereses geopolíticos nacionales en aras de su propia carrera.

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