Bote salvavidas para la Tierra
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En alguna ocasión, y en el mejor de los casos, se ha comparado a la Tierra con una nave espacial
que surca los cielos con una tripulación que trabaja al unísono por el
bien común. Gracias al cambio climático, esta metáfora ya no funciona.
Nuestro planeta se parece más ahora a un bote salvavidas que presenta
una fuga importante. Las personas que van a bordo están comenzando a
asustarse y el tiempo corre.
Sin embargo, es el entorno perfecto para poner a prueba el modo mejor de lidiar con situaciones de vida o muerte.
Para tal prueba, imaginen no uno sino dos botes salvavidas de
supervivientes flotando en un mar infinito y vacío. Ambos contienen el
mismo número de personas y una cantidad limitada de alimentos. Según
ciertas conjeturas de un miembro experto de la tripulación, los botes
están al menos a cinco días de tierra, siempre que todos remen juntos y
no se desvíen del rumbo.
En el primer bote, los supervivientes
debaten el problema: ¿Deberían permanecer en el lugar y conservar su
energía o partir en busca de tierra? Se dividen en tres comités para
abordar los diferentes aspectos del problema y presentar sus
conclusiones, asegurándose de que todos hagan sus aportaciones. Debaten
durante horas, cada vez más debilitados hasta que ya no tienen energía
para hacer nada y el problema se resuelve por sí solo.
En el
segundo bote, una persona toma el control, creyendo que solo ella tiene
la habilidad y el conocimiento para dirigir el bote salvavidas hacia
tierra. No todos están de acuerdo, pero se silencia a los disidentes.
Los demás están conformes en que no hay tiempo para más discusiones. El
nuevo líder impone las reglas sobre quién rema y quién come. Cuando
alguien cae gravemente enfermo, ordena que la persona incapacitada sea
arrojada por la borda.
El segundo bote salvavidas se mueve a buen ritmo, pero ¿está yendo en la dirección adecuada?
En el bote salvavidas de la Tierra, el tiempo y los recursos son
igualmente limitados. Según la mayoría de los científicos climáticos, la
oportunidad para evitar un cambio climático irrevocable es de
aproximadamente una docena de años. Sin embargo, la opinión está dividida sobre cómo abordar este problema con la urgencia que requiere.
La comunidad internacional ha intentado, de forma más o menos
democrática, evitar el apocalipsis. En 2015, los países del mundo se
reunieron en París y negociaron un acuerdo climático no vinculante que
fue una victoria para un compromiso, pero un fracaso a la hora de
reducir la huella real del carbono en el planeta. En varios países del
mundo, las elecciones democráticas llevaron posteriormente al poder a
negadores del cambio climático, como Donald Trump, comprometiendo aún
más ese acuerdo.
De esta manera, el planeta corre el riesgo de
seguir el primer escenario del bote salvavidas: ponernos a hablar hasta
que desaparezcamos.
La segunda opción del bote salvavidas
-piensen en ella como ecoautoritarismo- parece ajustarse mejor al
carácter de los tiempos. La emergencia climática actual coincide con una
profunda desilusión con el orden mundial liberal. El autoritarismo se
ha vuelto significativamente más popular en estos días, incluso en
sociedades democráticas como India, Brasil y Estados Unidos.
Multitud de votantes han abandonado por todo el planeta a los partidos
dominantes, desilusionados por la forma en que han apoyado una versión
de la globalización económica que ha enriquecido enormemente a quienes
ya eran ricos, echado un pulso a la clase media y dejado tirados a los
pobres. Esos votantes están recurriendo cada vez más a los populistas de
derechas que menosprecian a los “globalistas” y prometen una actuación
rápida en una variedad de temas, desde la inmigración hasta el crimen.
Esos autoritarios no podrían, por supuesto, ser menos “ecológicos”. La
mayoría de ellos niegan que el cambio climático sea incluso un problema y
algunos, como Donald Trump, están colaborando con las compañías
gigantes de la energía para calentar aún más rápidamente el planeta. Se
han apoderado de los botes salvavidas con el único objetivo de alejarlos
aún más del posible rescate.
Demócratas inútiles o autoritarios insensatos: el salvavidas de la Tierra no tiene muchas posibilidades con tales opciones.
No es de extrañar que China haya aparecido como una última esperanza
para quienes están frustrados por el letargo de la comunidad
internacional y los delirios del eje de la negación. ¿Acaso ese país,
después de todo, no ha redirigido enormes fuentes de financiación hacia
la energía sostenible? ¿No era la política coercitiva de un solo hijo de
ese Estado una forma crítica de abordar la superpoblación y, por
extensión, el consumo de recursos? ¿No está China avanzando con más
firmeza en el vacío de liderazgo internacional creado por la retirada
nacionalista de Trump? Sin embargo, al igual que en el segundo escenario
del bote salvavidas, es posible que China no esté yendo en la dirección
correcta.
Así pues, aquí estamos: doce años, botes salvavidas con fugas y ningún refugio seguro a la vista.
La tragedia en curso del patrimonio común
A principios de la década de 1970, después del primer Día de la Tierra,
el problema del bote salvavidas parecía estar en la mente de todos.
Cuando llegó la crisis del petróleo en 1973, la energía, de repente, ya no parecía un recurso inagotable.
La superpoblación amenazaba con superar la producción de alimentos. La
contaminación oscurecía los cielos sobre las principales ciudades y los
deshechos industriales inundaban las aguas. Los ambientalistas
aprovecharon al máximo la ocasión para exponer la despiadada explotación
de los recursos en el corazón de los sistemas capitalista y comunista.
Hace casi medio siglo, algunos pensadores visionarios sentían ya
preocupación por el cambio climático. En una investigación sobre la
perspectiva humana en 1973, el politólogo Robert Heilbroner delineó los
diversos desafíos ambientales que enfrentaba el mundo, incluida la
“contaminación térmica global”, antes de concluir que solo una combinación de disciplina militar y fe religiosa podría transformar el orden social.
El científico político William Ophuls, que escribió
en 1973, planteó el problema aún más claramente como “Leviatán o el
olvido”. O la humanidad optaba por un “gobierno con grandes poderes
coercitivos” para preservar el medio ambiente o bien podría darse por
vencida. Varios años más tarde, también aplicó su argumento
a las relaciones internacionales, escribiendo: “La lógica ya sólida de
un gobierno mundial con suficiente poder coercitivo sobre Estados-nación
ansiosos por lograr lo que los hombres razonables considerarían como el
interés común planetario se ha vuelto abrumadora”.
Por
supuesto, no se ha logrado ese gobierno mundial. Las autoridades
internacionales que existían en ese momento demostraron no tener ni el
poder coercitivo ni la voluntad necesaria para la tarea. Sin embargo, en
1979, científicos de 50 naciones se reunieron en Ginebra en la primera
Conferencia Mundial sobre el Clima para emitir un llamamiento a la
acción sobre el calentamiento global. Más tarde, ese mismo año, los
líderes de los siete países más ricos del planeta estuvieron realmente
de acuerdo en la necesidad de reducir las emisiones de carbono (algo
olvidado hace mucho tiempo en el siglo XXI). Esas reuniones de 1979
iniciaron lo que Nathaniel Rich describe en su artículo (y ahora libro), Losing Earth,
como la década de las oportunidades perdidas en la lucha contra el
cambio climático. En 1989, diplomáticos de 60 países finalmente se
reunieron para aprobar un tratado vinculante sobre el tema. “Entre los
científicos y los líderes mundiales, el sentimiento fue unánime”,
escribe Rich. “Debían tomarse medidas y Estados Unidos tendría que
ponerse al frente. Pero no fue así”.
Hubo ahí una vívida exhibición temprana del primer escenario del bote salvavidas: mucha conversación, ninguna acción.
Esos primeros esfuerzos para lidiar con el cambio climático fueron
todos una respuesta, en diferentes formas, a lo que el ecologista
Garrett Hardin había llamado la “tragedia de los bienes comunes”.
En un famoso ensayo de 1968, describió un problema antiguo: los
pastores dejaron pastar a su escaso ganado en una pradera común sin
pensar mucho en el futuro; sin embargo, hay un momento en el que el
ganado se multiplica o hay más campesinos que se sienten atraídos por el
pasto ante el rumor de forraje gratuito y, tarde o temprano, se comen
todo el pasto, la superficie vegetal desaparece y los campos quedan
devastados.
Para evitar tal escenario, es obviamente necesario intervenir. Según los entusiastas del capitalismo de laissez-faire,
la mano invisible del mercado debería resolver el problema vendiendo el
campo al mejor postor. Los partidarios del comunismo al estilo
soviético sostuvieron que nacionalizar la propiedad la protegería en
última instancia. Al final resultó que ni el capitalismo ni el comunismo
tuvieron una gran trayectoria en lo que respecta a la protección de
esos bienes comunes. La mano invisible demostró no tener buena mano para
las plantas, al igual que la mano demasiado visible de la planificación
estatal.
Aún así, en la década de 1970, era común suponer que los dos sistemas convergerían
tarde o temprano en algún punto socialdemócrata en el horizonte lejano.
En lo que respecta al medio ambiente, en otras palabras, dos errores
podrían de alguna manera hacer un bien. En su libro Ark II de
1974, Dennis Pirages y Paul Ehrlich propusieron agregar una “rama para
la planificación” al gobierno estadounidense, que podría abordar
problemas sistémicos como la crisis ambiental mediante el desarrollo no
solo de planes quinquenales, como en la Unión Soviética, sino de planes
para diez años o incluso también para cincuenta años.
En
cambio, los estadounidenses, y el resto del mundo, corrieron gritando en
la dirección opuesta. El debate en la década de 1970 sobre el posible
uso del poder estatal para hacer frente a las urgentes preocupaciones
ambientales dio paso, en las décadas de 1980 y 1990, a la obsesión del
presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, y la primera ministra
británica, Margaret Thatcher, por un capitalismo sin restricciones en el
que la planificación estatal iba a ser “que no” (fuera del Pentágono).
Mientras tanto, el aumento de los rendimientos de la agricultura
industrial, las modestas reformas ambientales de las principales
potencias y los avances tecnológicos que hicieron posible la
globalización parecieron disminuir la urgencia de la crisis ambiental
(excepto entre los ambientalistas). Las largas colas en las estaciones
de servicio eran cosa del pasado y el aire sobre la mayoría de las
ciudades se hizo más claro, mientras que la comunidad mundial esquivaba
la bala de la reducción del ozono a través de una rara instancia de
cooperación global. La nave espacial Tierra parecía estar avanzando
bastante bien, muchas gracias.
Pero hubo un detalle insignificante que incluso los ecooptimistas ya no pudieron ignorar. Las temperaturas globales continuaron aumentando
de manera espectacular, un problema impermeable a los modestas
políticas de ajustes, soluciones de libre mercado, o incluso, al
parecer, acuerdos globales. Hablar sobre el cambio climático no hacía
que el cambio climático desapareciera.
Y así fue cómo regresó Leviatán.
“Incluso las democracias más avanzadas están de acuerdo en que cuando
se acerca una guerra importante, la democracia debe quedar en suspenso
por el momento”, dijo
el científico James Lovelock en 2010. “Tengo la sensación de que el
cambio climático puede ser un problema tan grave como una guerra”. Una
gran cantidad de libros en los últimos años han abordado la cuestión de
si la democracia puede manejar el cambio climático. En Climate Leviathan,
los teóricos políticos Geoff Mann y Joel Wainwright sospecharon que
William Ophuls era profético, que un poderoso hegemón “tomaría el mando,
declararía una emergencia y traería orden a la Tierra, todo en nombre
de salvar vidas”. En The Climate Change Challenge and the Failure of Democracy , David Shearman y Joseph Wayne Smith identificaron la posible solución al estilo Singapur: el gobierno de una clase ilustrada de mandarines tecnocráticos.
Sin embargo, no todos fueron tan rápidos en renunciar a la democracia.
Los libertarios, liberales y radicales rechazaron la opción
ecoautoritaria. Los libertarios estaban preocupados por las limitaciones de los derechos individuales. Los liberales señalaron
que solo las democracias pueden responsabilizar a sus líderes por la
dirección que toman, mientras que el “autoritarismo real existente”
generalmente no puede hacerlo. Los radicales como la ecologista Naomi
Klein instaron igualmente a más democracia a medida que los activistas climáticos, a través de bloqueos de tuberías y protestas contra el fracking, desafiaban el nexo de las corporaciones transnacionales y los gobiernos corruptos.
Sin embargo, como en la década de 1970, la comunidad internacional ha
seguido demostrando ser demasiado débil para hacer cumplir cualquier
cosa, mientras que los efectos del cambio climático en forma de clima extremo, olas de calor impresionantes, crecientes inundaciones y la expansión de las temporadas de incendios forestales se hacen cada vez más evidentes.
Mientras tanto, Estados Unidos, particularmente bajo Donald Trump, no
está interesado en liderar el camino para reducir las emisiones de
carbono. Por lo tanto, actualmente solo hay un candidato viable para un
Leviatán climático
China y el cambio climático
Dos semanas después de la represión de la Plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989, 30 líderes del Partido Comunista Chino se reunieron
para respaldar la respuesta violenta del gobierno a los manifestantes.
Anteriormente, había habido desacuerdos profundos en el Partido sobre
cómo lidiar con el movimiento de protesta y con el proceso de reforma en
general. Después de la tragedia del 4 de junio, surgió un nuevo
consenso entre los poderosos de ese país: China necesitaba un líder
fuerte, un “gran timonel”, en la tradición de Mao Zedong, que pudiera
eliminar el faccionalismo.
Prescribir una solución a los
problemas de liderazgo de China era una cosa, completar esa receta otra
cosa muy diferente. Los líderes post-Tiananmen del país, Jiang Zemin y
Hu Jintao, no tenían exactamente material de timonel. En pocos años,
China iba a la deriva sin una gran estrategia o una firme coordinación desde arriba.
Luego, en 2012, llegó Xi Jinping. En los años que siguieron, desde el
punto de vista interno, promovería un “sueño chino” de prosperidad
económica y restauración de la dignidad nacional, una especie de
programa Make China Great Again. En política exterior, presentaría una Belt and Road Initiative
para construir infraestructuras por tierra y mar que hicieran crecer
las economías de los vecinos de China, al tiempo que hacía que Beijing
fuera cada vez más central en mercados aún más lejanos.
Se
estaba gestando un Leviatán: un Estado fuerte y centralizado que ya no
se ve obstaculizado por las disputas entre partidos, que ya no está
limitado por intereses públicos o movimientos en las calles que reclaman
sus derechos. Como presidente del país, Xi no mostró dudas sobre tomar
el control del timón del Estado. Después de consolidar su poder mediante
purgas contra la corrupción, se declaró a sí mismo líder de por vida en 2018.
Mientras tanto, ha seguido redirigiendo grandes sumas hacia energías renovables. Para 2017, el gobierno planeaba dedicarle 360. 000 millones de dólares hasta 2020, creando trece millones de nuevos empleos en ese sector. En estos años, China ha instalado más paneles solares y generadores de energía eólica que cualquier otro país en la Tierra, el triple, aproximadamente, que el segundo, EE.UU. Es líder
en la producción y exportación de la mayoría de los componentes clave
de un futuro de energía limpia, desde turbinas eólicas hasta vehículos
eléctricos. Aún más revelador es cuántas patentes de energía renovable ha registrado China: 150.000. El número dos nuevamente es Estados Unidos, con alrededor de 100.000.
Así pues, China ha surgido como un Leviatán aparentemente capaz,
combinando la planificación estatal con un abrazo ferviente de las
fuerzas del mercado para cumplir los sueños de los teóricos de la
convergencia de la década de 1970, al tiempo que crea un fuerte conjunto
de incentivos nacionales a favor de las energías renovables.
Sin embargo, desafortunadamente, la solución china se parece a cualquier
cosa menos a un camino ecoautoritario de éxito, en parte porque Beijing
está utilizando su Iniciativa Belt and Road para mantener un statu quo ambiental insostenible en una escala cada vez más planetaria. Poco importa que Xi Jinping haya calificado
el proyecto masivo de verde y sostenible. Los registros sugieren hasta
ahora otra historia bastante diferente. Por ejemplo, China ahora está
construyendo o planea construir 300 plantas alimentadas con carbón
en el extranjero como parte de su impulso de infraestructura global,
aunque reduzca modestamente los contratos estatales para plantas
similares en el país. Y sucede que Beijing también tiene que lidiar con
su equivalente en la industria del carbón de Virginia Occidental, y lo
está compensando con grandes cantidades de contratos internacionales.
Pero las plantas de carbón son solo la parte más obvia del problema.
Todas las carreteras que China está construyendo estarán llenas de
automovilistas y camioneros. Todos sus puertos nuevos y renovados
albergarán enormes barcos que consumen mucho gas. Algunos de sus
proyectos amenazan los bosques que absorben carbono y otros ecosistemas
delicados. Y luego está el deseo no tan oculto de China de utilizar toda
esta infraestructura futura para obtener acceso a las materias primas.
Solo en África, China está invirtiendo más de 100.000 millones
de dólares al año para obtener minerales cruciales. “El esfuerzo para
asegurar estos recursos ha generado su propio auge de infraestructuras,
algo que por lo general implica la construcción de carreteras a gran
escala, ferrocarriles y otras infraestructuras para transportar
productos destinados a la exportación desde las zonas interiores a los
puertos costeros”, escribe el periodista Basten Gokkon.
Por supuesto, no es demasiado tarde para ecologizar ese proyecto Belt and Road. Equipos como la Iniciativa Global de Crecimiento Verde están trabajando para reducir la huella de carbono de China en el extranjero. Hace un par de años, China emitió
incluso su propio Bono Verde para el Clima por valor de 2.150 millones
de dólares para financiar energías renovables y eficiencia energética.
Pero aquí está la ironía. Cuando se trata de la Iniciativa Belt and Road,
China en realidad no es lo suficientemente Leviatán. Aunque la
autoridad centralizada del Partido está en manos de Xi Jinping, esos
proyectos de infraestructura provienen de toda una variedad de fuentes
en China, incluidas diferentes agencias gubernamentales, provincias que
compiten entre sí y el sector empresarial. Al Estado chino ya le
resulta difícil, incluso con un nuevo y más poderoso
Ministerio de Ecología y Medio Ambiente y un equipo de policías
medioambientales, imponer normas estrictas dentro del país, mostrando
poco interés o capacidad a la hora de imponerlas fuera de sus fronteras.
Coerción mutua
En realidad, China no está
presentándose a una selección para la tarea de Leviatán Climático
Ecoautoritario, al menos no todavía, mientras que el resto de los
autoritarios que han salido a la luz, como Donald Trump o el Príncipe
Heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman, parecen estar ferozmente
centrados en impulsar las emisiones de carbono, no en limitarlas.
Mientras tanto, no parece que las pacientes negociaciones en las
conferencias de la ONU puedan proponer las soluciones necesarias, mucho
menos implementarlas, antes de que se cierre la ventana de las
oportunidades. No es de extrañar que Nathaniel Rich y otros lamenten que
la humanidad deba contemplar ahora no solo la disminución y adaptación
frente a la crisis del calentamiento global sino el fracaso absoluto.
Sin embargo, por el horizonte está apareciendo en potencia un tipo de Leviatán climático bastante diferente: el Green New Deal,
o GND. Por ahora sigue siendo más un eslogan que un plan elaborado,
pero va ganando espacio dentro de un Partido Demócrata que compite por
el poder en 2020 y el interés por él está creciendo también internacionalmente. Puede que se trate solo de un par de elecciones, en unos pocos países clave, lejos de la viabilidad política.
Para lograr el objetivo global del GND de emisiones netas cero de
carbono para 2050, Estados Unidos tendría que liderar el camino con su
propia versión ecológica de una iniciativa Belt and Road, un
proyecto de desarrollo masivo de infraestructura que involucraría el
ferrocarril de alta velocidad, la modernización energética de los
edificios y enormes inversiones en energía renovable (así como la
creación de un número asombroso de empleos).
Y tendría que hacer todo esto sin compensar a las industrias
contaminantes con contratos de exportación, como ha hecho China.
Piensen en ello como un potencial futuro lanzamiento verde estilo Apolo
11: una movilización enfocada hacia la inversión, la construcción y la
resolución administrativa para lograr lo que hasta ahora se consideraba
imposible.
Ese último elemento, la resolución administrativa,
podría ser el más complicado. La tripulación actual mundial de
populistas de derechas no solo son escépticos respecto del cambio
climático. La mayoría también está comprometida con lo que Steve Bannon,
el antiguo gurú de Trump, ha llamado
la “deconstrucción del Estado administrativo”. En otras palabras,
quieren reducir el poder del gobierno a favor del poder de las
corporaciones (y de los ricos). Quieren eliminar la capacidad del
gobierno para administrar proyectos a gran escala a nivel nacional y
negociar acuerdos internacionales que afecten a la soberanía del
Estado-nación.
En última instancia, quieren eliminar lo que
Garrett Hardin identificó como la única forma de evitar la tragedia de
los bienes comunes: “coerción mutua mutuamente acordada”. Para impulsar
un New Deal Verde en Estados Unidos, por ejemplo, un Congreso claramente
no republicano tendría que obligar a una amplia gama de intereses
poderosos (compañías de carbón, corporaciones de petróleo y gas,
fabricantes de automóviles, el Pentágono, etc.) a pasar por el aro. Y
para cualquier pacto global que ponga en marcha algo similar, una
autoridad internacional como la ONU tendría que obligar a los países
recalcitrantes o no conformes a hacer lo mismo.
Algo tan
transformador como el New Deal Verde, un Leviatán Climático logrado
democráticamente, no se va a producir porque el Partido Demócrata o Xi
Jinping o el secretario general de la ONU se den cuenta de repente que
es necesario un cambio radical, ni tampoco a través del procedimiento
parlamentario y del Congreso ordinario. Un cambio importante de este
tipo solo podría provenir de una forma de democracia mucho más básica:
la gente en las calles involucrada en acciones como huelgas de estudiantes y bloqueos
de las minas de carbón. Este es el tipo de presión que los legisladores
progresistas podrían utilizar para impulsar un Nuevo Acuerdo Verde,
mutuamente acordado, capaz de construir una poderosa fuerza
administrativa que pudiera convencer o obligar a todos a preservar los
bienes comunes globales.
Coerción: no es exactamente un eslogan de campaña muy sexy. Pero si las democracias no adoptan lanzamientos como el New Deal
Verde, junto con el aparato administrativo, y obligan a los intereses
poderosos a que lo cumplan, entonces el creciente caos político y
económico del cambio climático marcará el comienzo de regímenes aún más
autoritarios que ofrecen un régimen completamente diferente de agenda
coercitiva.
El New Deal Verde no es solo una
importante iniciativa política. Puede ser el último método democrático
de guiar el bote salvavidas de la Tierra a puerto seguro.
John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch, es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada por Dispatch Books) y director de Foreign Policy in Focus en el Institute for Policy Studies. Su última novela es Frostlands (Haymarket Books), segundo volumen de su serie Splinterlands.
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