Los pobres en Estados Unidos
TomDispatch
Traducción de inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
¿Cómo se vive la pobreza?
Introducción de Tom Engelhardt
Cuando
provienes del sur del Bronx, tienes la posibilidad de escribir acerca
de personajes diferentes de quienes que tan a menudo habitan el universo
ficcional al que estamos acostumbrados. Esto sucedió con la primera
novela de Beverly Gologorsky, The Things We Do to Make It Home
(Las cosas que hacemos para convertirlo en un hogar), que se centró en
los veteranos perdidos de los tiempos de Vietnam, sus mujeres y sus
hijos, todos ellos tratando desesperadamente de salir adelante en un
mundo que era cualquier cosa menos acogedor. Esto no era menos cierto
para el grupo que personas que trabajaban en un restaurante de carretera
en su segunda novela, Stop Here (Pare aquí), una especie de
segundo hogar en un mundo estadounidense ensombrecido por la guerra y el
desastre económico. Y esto es incluso más potente en su nueva novela,
Every Body Has a Story (Todo el mundo tiene una historia), en la que
cuenta la historia de dos parejas que raramente salían del Bronx y de su
casa de clase media cuando las golpeó el desastre, y dos
administraciones centraron su atención en aquello que era “demasiado
grande para caer” y no en quienes eran demasiado pequeños para no ser
castigados por las ejecuciones hipotecarias.
Hoy, menos de
una década después, estamos en una nueva era dorada sin precedentes en
la que todas las ventajas está reservadas para quienes –el 1 por ciento
del 1 por ciento– están devorando la riqueza de Estados Unidos, mientras
un multimillonario gobierna el país con la ayuda de un gabinete
integrado por los más ricos (cuyos miembros no titubean a la hora de
vaciar las arcas del Estado en aras de su propio bienestar). Mientras
tanto, los familiares del presidente no paran de aumentar su fortuna. En
2017, por ejemplo, Ivanka [Trump] retiró 3,9 millones de dólares de su
participación en el hotel Trump Interational, el palacio de la familia
en la avenida de Pennsylvania [de Washington] frecuentado por tantos
integrantes de grupos de presión y diplomáticos extranjeros para hacerle
la pelota al presidente. Este país jamás ha visto algo parecido ni
tanta crueldad –desde lo que ocurre en la frontera con México hasta en
el interior de nuestras ciudades– como la que hoy está a la orden del
día cuando se trata de quienes no son demasiado pequeños para caer. Esta
es una historia infernal, incluso antes de que nos golpee el próximo
momento ‘demasiado grande para caer’; también es un relato que la
novelista Gologorsky conoce a fondo.
--ooOoo--
Los pobres en Estados Unidos
Imaginad
esto: durante la Gran Recesión de 2007-2009 hubo cerca de cuatro
millones de ejecuciones hipotecarias cada año. En ese periodo, con las
pérdidas de empleo cada vez más arriba, cerca del 15 por ciento de los
hogares estadounidenses entro en la categoría de “inseguridad
alimentaria”. Sin ninguna duda, para muchos de quienes no habían perdido
su casa, ni se habían quedado sin empleo, ni sufrían “inseguridad
alimentaria”; para los expertos que escribían sobre el desastre y para
los políticos que se ocupaban de él, todos esos acontecimientos eran
algo muy lejano. Pero para mí no. Para mí era algo muy personal.
No,
yo no había sido desahuciada. Pero el pasado no me abandonaba; por eso,
en esos años, las preguntas seguían amontonándose. Cada día me
preguntaba: ¿qué le está pasando a toda esa gente? ¿Adónde van? ¿Qué
harán? ¿Pueden las familias realmente permanecer juntas en medio de
tanta pérdida?
Esas preguntas y otras parecidas me perseguían
como lo habían hecho en mi niñez en un hogar de la clase trabajadora en
el que viví intensamente la pobreza, la necesidad y la preocupación. Me
preguntaba: ¿cómo sobreviven las familias trabajadoras a los
interminables desastres en momentos en que surgía rápidamente una nueva
era dorada en la que otra vez crece la pobreza?
En tanto
escritora y novelista, me vi regresando a la infancia y la adolescencia
que habían quedado detrás de mí en mi barrio del sur del Bronx de la
ciudad de Nueva York. Pensaba en quienes, como yo hacía mucho tiempo,
habían sorteado apenas las dificultades de la vida cotidiana solo para
encontrarse otra vez en el mundo de la pobreza por la Gran Recesión.
Cómo se sentía eso y cómo se sentían esas personas planteaban
persistentes preguntas que se convertirían en el corazón y el alma de mi
nueva novela, Every Body Has a Story . El libro está
terminado, impreso y en los almacenes, y la Gran Recesión está
oficialmente superada –o eso se dice–, pero digámosle eso a las cada día
más numerosas familias empobrecidas que buscan desesperadamente la
forma de no caer en un mundo que no quiere verlas ni oírlas.
¿Cómo vive un niño la pobreza?
El
presidente Trump, un hombre que nunca en su vida ha conocido un momento
de necesidad, y los políticos que le obedecen usan habitualmente la
expresión “clase trabajadora” para nombrar a quienes son blancos, los
únicos que –piensan ellos– apoyarán lo que ellos hacen. Permitidme que
sea clara: la clase trabajadora incluye a sectores multirraciales,
multiétnicos, inmigrantes y pueblos originarios. De haberos criado donde
yo crecí, sabríais la real de este hecho.
Aquí aparece una
pregunta que nunca se hace: ¿cómo se vive la pobreza, sobre todo cuando
se es niño? Puedo dar testimonio de que es algo que penetra
profundamente en tus huesos, en los tendones de tu vida, y que nunca se
separa de ti. La pobreza es mucho más que los guarismos que la definen,
nada que ver con lo que de ella escriben los entendidos para
describirla. Y para aquellos estadounidenses que son apenas un cheque de
sueldo, un niño enfermo o un coche destartalado a punto de caer en el
abismo, la pobreza es eterna.
Yo era una niña seria en un hogar
empobrecido en un barrio pobre de trabajadores, un barrio lleno de
contrastes, en una sociedad que valoraba a los hombres en detrimento de
las mujeres. Mi padre era un inmigrante que trabajaba en una fábrica del
ramo del cuero; mi madre cuidaba de los niños, los propios y los de
alguna otra familia. Me crié en el sur del Bronx; era la tercera de los
cuatro hijos que consiguieron sobrevivir de los seis que dio a luz mi
madre. Con la venida de cada nuevo niño, algo de valor –material o
emocional– era quitado del bienestar de los otros hijos para sostener al
recién llegado.
Los sueños eran vistos como una pérdida de la
energía mental necesaria para buscar y conseguir lo básico: el alimento,
el alquiler, la ropa, lo que fuera imprescindible para pasar el día, la
semana o, como mucho, el mes. Hacer planes para un futuro lejano era
tan inútil como soñar y solo podía conducir a la desesperanza. El
resultado de esa represión era el enfado, la depresión y la
insatisfacción, y esto no es más que el comienzo de una larguísima
lista.
Cada vez que leo algo acerca de los índices de
delincuencia y los niveles de drogadicción, incluyendo la difusión del
opiáceo epidérmico en las zonas pobres, tanto urbanas como rurales, sé
que es el resultado de la ira y la depresión que dan lugar a la
frustración, y quizás aun más importante, la desesperación.
¿Cómo
podría olvidar nuestro apartamento donde vivía mi familia, situado en
el sótano de un antiguo edificio de seis plantas? Por las ventanas, yo
podía ver cada día los pies de la gente que pasaba por la calle. En el
verano, el apartamento era demasiado caluroso; en el invierno, demasiado
frío. Habitualmente, mi madre lo fregaba, pero no había manera de
mantener lejos a los roedores que competían con nosotros cada noche. Por
el temor de estar sola en el apartamento durante la noche y para
combatir contra esa plaga, ella trajo un gato callejero. Sin embargo, el
gato hizo que se agravara el asma que yo padecía; el animal salvó a mi
madre pero se convirtió en mi enemigo.
Debido a que la clínica
donde yo recibía mis medicamentos e inyecciones era gratuita, debíamos
aceptar la visita de una trabajadora social para que comprobara el
“entorno” en el que yo vivía. Antes de que ella llegara, mi hermano
debía sacar el gato del apartamento. Mis hermanos y yo nos complotamos
para evita que la “extraña” nos dijera cómo debíamos vivir nuestra vida,
y protegerme de la posibilidad de que me obligaran a dejar mi casa.
Una cadena perpetua para los pobres
En
ese mundo de la pobreza, cada acontecimiento, cada cambio, resonaban en
nuestra vida en una forma demasiado desalentadora. Y nada de lo que
pasara en el mundo de los adultos se escondía a los ojos de los niños.
Imposible que eso sucediera. Por ejemplo, cuando mi padre era despedido y
ya no podía sostener a la familia, eso nos afectaba a todos. Mis
hermanos y yo nos preocupábamos por nuestros progenitores del modo que,
en las familias de clase media y alta, se supone que los padres se
preocupan por sus pequeños.
Mi hermano mayor, que por entonces
tenía 18 o 19 años, y podría haber ido al instituto de la comunidad,
acabó en el Ejército, después de lo cual, sin ningún adiestramiento
especial, su vida laboral consistió en un trabajo sin porvenir tras
otro. Mi hermana mayor, desolada por la falta de oportunidades de
nuestro hermano, pensó en la posibilidad de ir al instituto, aunque
sabía muy bien que era muy poco probable que lo lograra. En cuanto a los
más pequeños de nosotros –mi hermana y yo– la cuestión clave era que
consiguiésemos un trabajo lo antes posible. Y lo conseguimos. Todavía no
había cumplido los 13 años cuando me vi empleada en un almacén de zumos
en la tercera avenida, la E1, del Bronx.
La pobreza significaba
comprar pan del día anterior, e incluso a veces de la semana anterior.
En ese entorno, se compraba por unidad, no por kilo. En el mundo del
pobre, hasta el tiempo es un material diferente. El desocupado tiene una
insoportable cantidad de tiempo para matar, al tiempo que el que
realiza tres trabajos para sobrevivir no tiene ni para dormir. El tiempo
libre necesario para entrenarse, para prepararse o para desarrollar una
carrera, o incluso para relajarse un poco y tener una vida no está al
alcance de alguien que debe alimentar a una familia. Donde no hay
posibilidades de movilidad social o esta es muy escasa –de hecho, en
estos años de la nueva Época Dorada, la movilidad social ha estado
disminuyendo– las fantasías de evasión son una necesidad de la vida
cotidiana, ¿Cómo superar, si no, la monotonía de todo esto?
En un
medio como este, tan carente de posibilidades tanto de moverse como de
evadirse, las drogas suelen desempeñar un importante papel en la vida de
los jóvenes y las personas de mediana edad. Recientemente, algunos
médicos han sido censurados por recetar demasiados opiáceos con excesiva
facilidad; mientras tato, la pobreza no recibe acusación alguna. Una de
las consecuencias más crueles de la pobreza es que con frecuencia las
personas son culpadas de sus aprietos en lugar del sistema que las
subvalora.
Había una maldición, que tal vez era también una
expresión de deseos, que se repetía en los corredores de los
deteriorados edificios de mi barrio. Algo así como: ¡Ojalá el dueño de
este edificio tenga salud y viva aquí durante el resto de su vida!
Detrás de este deseo estaba el conocimiento de que la mayoría de los
responsables de la miseria cotidiana jamás habían tenido que buscarse la
vida y no tenían la menor idea de cómo era la pobreza. En la televisión
y en las películas, las crisis suelen ser descritas como algo que
acerca a las personas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; antes
bien, lo real es lo opuesto: la pobreza y el desempleo rompen los
hogares, hacen pedazos a las familias, conducen a algunos al abuso de
sustancias y a otros a una sucesión de trabajos interrumpidos.
La necesidad en el Estados Unidos de hoy
Y
aun así... y aun así... lo más perturbador no es lo que ha cambiado
sino lo que todavía persiste; aquí se incluye la sensación que produce
la pobreza en el cuerpo, la psique y el alma.
En el cuerpo, en un
mundo en el que la alimentación es deficiente e incluso, si se dispone
de ella, es desequilibrada, mayormente es el consecuente desarrollo de
dolencias crónicas o que no reciben tratamiento. En ejemplo de ellas es
el asma, que hoy –como antes– puede encontrarse casi en cada familia que
vive en zonas rurales y urbanas pobres, como el asma con la que yo me
crié.
En la psique, la pobreza provoca miedo, tensión y preocupación, una preocupación que no cesa.
En
el alma, la pobreza, que se vive como la pérdida de no sabes qué, está
siempre ahí como un frío puñetazo para recordarte que mañana será lo
mismo que hoy. Esos efectos no son demasiado grandes –como las ropas de
un niño– pero duran toda la vida en un país en el que las formas más
graves de pobreza están creciendo otra vez (y fueron fuertemente
denunciadas por el relator especial de Naciones Unidas sobre pobreza
extrema y derechos humanos), en el que cada ley impositiva y cada favor
al 1 por ciento más rico es una condena a muerte para los pobres. Esa es
la definición de la desesperanza.
Los estadounidenses que apenas
se las arreglaron para sobrevivir en la última recesión se encuentran
ahora en una situación (en unos tiempos supuestamente buenos) que parece
estar empeorando. Las palabras sangran en los barrios y las zonas
rurales pobres; cuando las personas oyen a los expertos de la televisión
por cable parlotear sobre la desigualdad económica, porque sin los
medios para hacer un cambio real el presente es algo eterno. Como mucho,
esos debates son percibidos como una lágrima en el mar de las palabras.
En esos debates, los profesionales, entendidos y académicos apenas
esconden el desdén que siente por quienes ellos definen como de la clase
baja o trabajadora.
Si las conversaciones en los medios
invitaran alguna vez a a quienes de verdad conocen el paño, a quienes
viven realmente en los barrios necesitados, ellos podrían decirnos cómo
viven su cotidianidad; el empobrecimiento tal vez fuera entendido más
concretamente e incitara a la acción. Frecuentemente se dice que entre
nosotros la pobreza ha existido siempre y que está ahí para quedarse. No
obstante, en el pasado más o menos reciente de este país ha habido
mejores redes de contención. En los años sesenta del pasado siglo, la
Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson –pese a haber fracasado en
muchos aspectos– fue exitosa a la hora de sacar a mucha gente de la
carencia. Los trabajadores sindicalizados recibieron pagas más decentes
antes de que fueran deterioradas durante la presidencia de Ronald
Reagan. Los mejores salarios y la sindicalización ayudaron a que las
personas encontraran mejores lugares para vivir.
Sin embargo,
durante las dos últimas décadas, con las enormes sumas de dinero
vertidas en las interminables guerras de este país y el debilitamiento o
hundimiento de los sindicatos, la reducción de los salarios, la pérdida
de puestos de trabajo y los desahucios, buena parte de esa red de
contención desapareció. Si Donald Trump y su equipo de millonarios y
multimillonarios continúan con esta eliminación de aspectos básicos de
lo que queda de la red de contención, entonces los cupones de comida, la
asistencia social dirigida a la salud infantil y los derechos
reproductivos de las mujeres –entre otras cosas–, desaparecerán también.
Si a esto sumamos el absoluto desprecio que la administración Trump
muestra por la gente de piel oscura y su especial mezquindad para con
los inmigrantes –sean estos mexicanos o musulmanes– y por el creciente
número de quienes no son millonarios ni multimillonarios, el futuro ya
está empezando a parecerse al peor de los tiempos, de ninguna manera el
mejor.
Da la impresión de que quienes promueven ideologías que
niegan una vida decente a millones de personas creen que la gente lo
tomará como algo eterno. No obstante, la historia sugiere otra
posibilidad; es posible que en ella haya cierto consuelo. Concretamente,
que cuando la pobreza alcanza su punto más bajo busca el cambio. “Esto
es intolerable” era el grito sobrentendido que ayudó a la formación de
los sindicatos, que estimuló del movimiento por los derechas civiles,
que puso en marcha el boicot de los vendimiadores inmigrantes* e inspiró
el despertar de las mujeres por su liberación.
Mientras tanto, el pobre continúa estando perdido en acción en nuestro mundo estadounidense, pero no en mi mente. No en mí.
*
La autora se refiere al boicot que los trabajadores inmigrantes
hicieron a los dueños de viñedos de Delano (California); empezó el 8 de
septiembre de 1965 y duró cinco años. (N. del T.)
Beverly Gologorsky escribió la recientemente aparecida novela Every Body Has a Story (Dispatch/Haymarket Books); también es autora de las novelas The Things We Do To Make It Home (un libro notable de New York Times) y Stop Here (lo mejor de Indie Next). Sus obras han aparecido en antologías, revistas y periódicos, entre ellos el New York Times y el Los Angeles Times.
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