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martes, 3 de julio de 2018

Perdidos en acción

Los pobres en Estados Unidos
TomDispatch
Traducción de inglés para Rebelión de Carlos Riba García

¿Cómo se vive la pobreza?
Introducción de Tom Engelhardt
Cuando provienes del sur del Bronx, tienes la posibilidad de escribir acerca de personajes diferentes de quienes que tan a menudo habitan el universo ficcional al que estamos acostumbrados. Esto sucedió con la primera novela de Beverly Gologorsky, The Things We Do to Make It Home (Las cosas que hacemos para convertirlo en un hogar), que se centró en los veteranos perdidos de los tiempos de Vietnam, sus mujeres y sus hijos, todos ellos tratando desesperadamente de salir adelante en un mundo que era cualquier cosa menos acogedor. Esto no era menos cierto para el grupo que personas que trabajaban en un restaurante de carretera en su segunda novela, Stop Here (Pare aquí), una especie de segundo hogar en un mundo estadounidense ensombrecido por la guerra y el desastre económico. Y esto es incluso más potente en su nueva novela, Every Body Has a Story (Todo el mundo tiene una historia), en la que cuenta la historia de dos parejas que raramente salían del Bronx y de su casa de clase media cuando las golpeó el desastre, y dos administraciones centraron su atención en aquello que era “demasiado grande para caer” y no en quienes eran demasiado pequeños para no ser castigados por las ejecuciones hipotecarias.
Hoy, menos de una década después, estamos en una nueva era dorada sin precedentes en la que todas las ventajas está reservadas para quienes –el 1 por ciento del 1 por ciento– están devorando la riqueza de Estados Unidos, mientras un multimillonario gobierna el país con la ayuda de un gabinete integrado por los más ricos (cuyos miembros no titubean a la hora de vaciar las arcas del Estado en aras de su propio bienestar). Mientras tanto, los familiares del presidente no paran de aumentar su fortuna. En 2017, por ejemplo, Ivanka [Trump] retiró 3,9 millones de dólares de su participación en el hotel Trump Interational, el palacio de la familia en la avenida de Pennsylvania [de Washington] frecuentado por tantos integrantes de grupos de presión y diplomáticos extranjeros para hacerle la pelota al presidente. Este país jamás ha visto algo parecido ni tanta crueldad –desde lo que ocurre en la frontera con México hasta en el interior de nuestras ciudades– como la que hoy está a la orden del día cuando se trata de quienes no son demasiado pequeños para caer. Esta es una historia infernal, incluso antes de que nos golpee el próximo momento ‘demasiado grande para caer’; también es un relato que la novelista Gologorsky conoce a fondo.
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Los pobres en Estados Unidos
Imaginad esto: durante la Gran Recesión de 2007-2009 hubo cerca de cuatro millones de ejecuciones hipotecarias cada año. En ese periodo, con las pérdidas de empleo cada vez más arriba, cerca del 15 por ciento de los hogares estadounidenses entro en la categoría de “inseguridad alimentaria”. Sin ninguna duda, para muchos de quienes no habían perdido su casa, ni se habían quedado sin empleo, ni sufrían “inseguridad alimentaria”; para los expertos que escribían sobre el desastre y para los políticos que se ocupaban de él, todos esos acontecimientos eran algo muy lejano. Pero para mí no. Para mí era algo muy personal.
No, yo no había sido desahuciada. Pero el pasado no me abandonaba; por eso, en esos años, las preguntas seguían amontonándose. Cada día me preguntaba: ¿qué le está pasando a toda esa gente? ¿Adónde van? ¿Qué harán? ¿Pueden las familias realmente permanecer juntas en medio de tanta pérdida?
Esas preguntas y otras parecidas me perseguían como lo habían hecho en mi niñez en un hogar de la clase trabajadora en el que viví intensamente la pobreza, la necesidad y la preocupación. Me preguntaba: ¿cómo sobreviven las familias trabajadoras a los interminables desastres en momentos en que surgía rápidamente una nueva era dorada en la que otra vez crece la pobreza?
En tanto escritora y novelista, me vi regresando a la infancia y la adolescencia que habían quedado detrás de mí en mi barrio del sur del Bronx de la ciudad de Nueva York. Pensaba en quienes, como yo hacía mucho tiempo, habían sorteado apenas las dificultades de la vida cotidiana solo para encontrarse otra vez en el mundo de la pobreza por la Gran Recesión. Cómo se sentía eso y cómo se sentían esas personas planteaban persistentes preguntas que se convertirían en el corazón y el alma de mi nueva novela, Every Body Has a Story . El libro está terminado, impreso y en los almacenes, y la Gran Recesión está oficialmente superada –o eso se dice–, pero digámosle eso a las cada día más numerosas familias empobrecidas que buscan desesperadamente la forma de no caer en un mundo que no quiere verlas ni oírlas.  
 ¿Cómo vive un niño la pobreza?
El presidente Trump, un hombre que nunca en su vida ha conocido un momento de necesidad, y los políticos que le obedecen usan habitualmente la expresión “clase trabajadora” para nombrar a quienes son blancos, los únicos que –piensan ellos– apoyarán lo que ellos hacen. Permitidme que sea clara: la clase trabajadora incluye a sectores multirraciales, multiétnicos, inmigrantes y pueblos originarios. De haberos criado donde yo crecí, sabríais la real de este hecho.
Aquí aparece una pregunta que nunca se hace: ¿cómo se vive la pobreza, sobre todo cuando se es niño? Puedo dar testimonio de que es algo que penetra profundamente en tus huesos, en los tendones de tu vida, y que nunca se separa de ti. La pobreza es mucho más que los guarismos que la definen, nada que ver con lo que de ella escriben los entendidos para describirla. Y para aquellos estadounidenses que son apenas un cheque de sueldo, un niño enfermo o un coche destartalado a punto de caer en el abismo, la pobreza es eterna.
Yo era una niña seria en un hogar empobrecido en un barrio pobre de trabajadores, un barrio lleno de contrastes, en una sociedad que valoraba a los hombres en detrimento de las mujeres. Mi padre era un inmigrante que trabajaba en una fábrica del ramo del cuero; mi madre cuidaba de los niños, los propios y los de alguna otra familia. Me crié en el sur del Bronx; era la tercera de los cuatro hijos que consiguieron sobrevivir de los seis que dio a luz mi madre. Con la venida de cada nuevo niño, algo de valor –material o emocional– era quitado del bienestar de los otros hijos para sostener al recién llegado.
Los sueños eran vistos como una pérdida de la energía mental necesaria para buscar y conseguir lo básico: el alimento, el alquiler, la ropa, lo que fuera imprescindible para pasar el día, la semana o, como mucho, el mes. Hacer planes para un futuro lejano era tan inútil como soñar y solo podía conducir a la desesperanza. El resultado de esa represión era el enfado, la depresión y la insatisfacción, y esto no es más que el comienzo de una larguísima lista.
Cada vez que leo algo acerca de los índices de delincuencia y los niveles de drogadicción, incluyendo la difusión del opiáceo epidérmico en las zonas pobres, tanto urbanas como rurales, sé que es el resultado de la ira y la depresión que dan lugar a la frustración, y quizás aun más importante, la desesperación.
¿Cómo podría olvidar nuestro apartamento donde vivía mi familia, situado en el sótano de un antiguo edificio de seis plantas? Por las ventanas, yo podía ver cada día los pies de la gente que pasaba por la calle. En el verano, el apartamento era demasiado caluroso; en el invierno, demasiado frío. Habitualmente, mi madre lo fregaba, pero no había manera de mantener lejos a los roedores que competían con nosotros cada noche. Por el temor de estar sola en el apartamento durante la noche y para combatir contra esa plaga, ella trajo un gato callejero. Sin embargo, el gato hizo que se agravara el asma que yo padecía; el animal salvó a mi madre pero se convirtió en mi enemigo.
Debido a que la clínica donde yo recibía mis medicamentos e inyecciones era gratuita, debíamos aceptar la visita de una trabajadora social para que comprobara el “entorno” en el que yo vivía. Antes de que ella llegara, mi hermano debía sacar el gato del apartamento. Mis hermanos y yo nos complotamos para evita que la “extraña” nos dijera cómo debíamos vivir nuestra vida, y protegerme de la posibilidad de que me obligaran a dejar mi casa.
Una cadena perpetua para los pobres
En ese mundo de la pobreza, cada acontecimiento, cada cambio, resonaban en nuestra vida en una forma demasiado desalentadora. Y nada de lo que pasara en el mundo de los adultos se escondía a los ojos de los niños. Imposible que eso sucediera. Por ejemplo, cuando mi padre era despedido y ya no podía sostener a la familia, eso nos afectaba a todos. Mis hermanos y yo nos preocupábamos por nuestros progenitores del modo que, en las familias de clase media y alta, se supone que los padres se preocupan por sus pequeños.
Mi hermano mayor, que por entonces tenía 18 o 19 años, y podría haber ido al instituto de la comunidad, acabó en el Ejército, después de lo cual, sin ningún adiestramiento especial, su vida laboral consistió en un trabajo sin porvenir tras otro. Mi hermana mayor, desolada por la falta de oportunidades de nuestro hermano, pensó en la posibilidad de ir al instituto, aunque sabía muy bien que era muy poco probable que lo lograra. En cuanto a los más pequeños de nosotros –mi hermana y yo– la cuestión clave era que consiguiésemos un trabajo lo antes posible. Y lo conseguimos. Todavía no había cumplido los 13 años cuando me vi empleada en un almacén de zumos en la tercera avenida, la E1, del Bronx.
La pobreza significaba comprar pan del día anterior, e incluso a veces de la semana anterior. En ese entorno, se compraba por unidad, no por kilo. En el mundo del pobre, hasta el tiempo es un material diferente. El desocupado tiene una insoportable cantidad de tiempo para matar, al tiempo que el que realiza tres trabajos para sobrevivir no tiene ni para dormir. El tiempo libre necesario para entrenarse, para prepararse o para desarrollar una carrera, o incluso para relajarse un poco y tener una vida no está al alcance de alguien que debe alimentar a una familia. Donde no hay posibilidades de movilidad social o esta es muy escasa –de hecho, en estos años de la nueva Época Dorada, la movilidad social ha estado disminuyendo– las fantasías de evasión son una necesidad de la vida cotidiana, ¿Cómo superar, si no, la monotonía de todo esto?
En un medio como este, tan carente de posibilidades tanto de moverse como de evadirse, las drogas suelen desempeñar un importante papel en la vida de los jóvenes y las personas de mediana edad. Recientemente, algunos médicos han sido censurados por recetar demasiados opiáceos con excesiva facilidad; mientras tato, la pobreza no recibe acusación alguna. Una de las consecuencias más crueles de la pobreza es que con frecuencia las personas son culpadas de sus aprietos en lugar del sistema que las subvalora.
Había una maldición, que tal vez era también una expresión de deseos, que se repetía en los corredores de los deteriorados edificios de mi barrio. Algo así como: ¡Ojalá el dueño de este edificio tenga salud y viva aquí durante el resto de su vida! Detrás de este deseo estaba el conocimiento de que la mayoría de los responsables de la miseria cotidiana jamás habían tenido que buscarse la vida y no tenían la menor idea de cómo era la pobreza. En la televisión y en las películas, las crisis suelen ser descritas como algo que acerca a las personas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; antes bien, lo real es lo opuesto: la pobreza y el desempleo rompen los hogares, hacen pedazos a las familias, conducen a algunos al abuso de sustancias y a otros a una sucesión de trabajos interrumpidos.
La necesidad en el Estados Unidos de hoy
Y aun así... y aun así... lo más perturbador no es lo que ha cambiado sino lo que todavía persiste; aquí se incluye la sensación que produce la pobreza en el cuerpo, la psique y el alma.
En el cuerpo, en un mundo en el que la alimentación es deficiente e incluso, si se dispone de ella, es desequilibrada, mayormente es el consecuente desarrollo de dolencias crónicas o que no reciben tratamiento. En ejemplo de ellas es el asma, que hoy –como antes– puede encontrarse casi en cada familia que vive en zonas rurales y urbanas pobres, como el asma con la que yo me crié.
En la psique, la pobreza provoca miedo, tensión y preocupación, una preocupación que no cesa.
En el alma, la pobreza, que se vive como la pérdida de no sabes qué, está siempre ahí como un frío puñetazo para recordarte que mañana será lo mismo que hoy. Esos efectos no son demasiado grandes –como las ropas de un niño– pero duran toda la vida en un país en el que las formas más graves de pobreza están creciendo otra vez (y fueron fuertemente denunciadas por el relator especial de Naciones Unidas sobre pobreza extrema y derechos humanos), en el que cada ley impositiva y cada favor al 1 por ciento más rico es una condena a muerte para los pobres. Esa es la definición de la desesperanza.
Los estadounidenses que apenas se las arreglaron para sobrevivir en la última recesión se encuentran ahora en una situación (en unos tiempos supuestamente buenos) que parece estar empeorando. Las palabras sangran en los barrios y las zonas rurales pobres; cuando las personas oyen a los expertos de la televisión por cable parlotear sobre la desigualdad económica, porque sin los medios para hacer un cambio real el presente es algo eterno. Como mucho, esos debates son percibidos como una lágrima en el mar de las palabras. En esos debates, los profesionales, entendidos y académicos apenas esconden el desdén que siente por quienes ellos definen como de la clase baja o trabajadora.
Si las conversaciones en los medios invitaran alguna vez a a quienes de verdad conocen el paño, a quienes viven realmente en los barrios necesitados, ellos podrían decirnos cómo viven su cotidianidad; el empobrecimiento tal vez fuera entendido más concretamente e incitara a la acción. Frecuentemente se dice que entre nosotros la pobreza ha existido siempre y que está ahí para quedarse. No obstante, en el pasado más o menos reciente de este país ha habido mejores redes de contención. En los años sesenta del pasado siglo, la Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson –pese a haber fracasado en muchos aspectos– fue exitosa a la hora de sacar a mucha gente de la carencia. Los trabajadores sindicalizados recibieron pagas más decentes antes de que fueran deterioradas durante la presidencia de Ronald Reagan. Los mejores salarios y la sindicalización ayudaron a que las personas encontraran mejores lugares para vivir.
Sin embargo, durante las dos últimas décadas, con las enormes sumas de dinero vertidas en las interminables guerras de este país y el debilitamiento o hundimiento de los sindicatos, la reducción de los salarios, la pérdida de puestos de trabajo y los desahucios, buena parte de esa red de contención desapareció. Si Donald Trump y su equipo de millonarios y multimillonarios continúan con esta eliminación de aspectos básicos de lo que queda de la red de contención, entonces los cupones de comida, la asistencia social dirigida a la salud infantil y los derechos reproductivos de las mujeres –entre otras cosas–, desaparecerán también. Si a esto sumamos el absoluto desprecio que la administración Trump muestra por la gente de piel oscura y su especial mezquindad para con los inmigrantes –sean estos mexicanos o musulmanes– y por el creciente número de quienes no son millonarios ni multimillonarios, el futuro ya está empezando a parecerse al peor de los tiempos, de ninguna manera el mejor.
Da la impresión de que quienes promueven ideologías que niegan una vida decente a millones de personas creen que la gente lo tomará como algo eterno. No obstante, la historia sugiere otra posibilidad; es posible que en ella haya cierto consuelo. Concretamente, que cuando la pobreza alcanza su punto más bajo busca el cambio. “Esto es intolerable” era el grito sobrentendido que ayudó a la formación de los sindicatos, que estimuló del movimiento por los derechas civiles, que puso en marcha el boicot de los vendimiadores inmigrantes* e inspiró el despertar de las mujeres por su liberación.
Mientras tanto, el pobre continúa estando perdido en acción en nuestro mundo estadounidense, pero no en mi mente. No en mí.
* La autora se refiere al boicot que los trabajadores inmigrantes hicieron a los dueños de viñedos de Delano (California); empezó el 8 de septiembre de 1965 y duró cinco años. (N. del T.)
Beverly Gologorsky escribió la recientemente aparecida novela Every Body Has a Story (Dispatch/Haymarket Books); también es autora de las novelas The Things We Do To Make It Home (un libro notable de New York Times) y Stop Here (lo mejor de Indie Next). Sus obras han aparecido en antologías, revistas y periódicos, entre ellos el New York Times y el Los Angeles Times.

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