La Jornada
El encuentro del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y del máximo gobernante de Corea del Norte, Kim Jong-un, realizado ayer en Singapur, fue sin duda un gran éxito político para ambos. El estadunidense logró mostrarse, por primera vez en lo que va de su presidencia, y acaso desde que se postuló precandidato, como un político capaz de procurar la conciliación y los acuerdos. El norcoreano, en tanto, consiguió romper el aislamiento mundial en el que se encontraba y exhibirse como un dirigente razonable y dispuesto al entendimiento con sus adversarios.
Pero el éxito de la reunión debe medirse no en función de logros concretos sino en forma proporcional al grado de belicismo y hostilidad que ambos imprimieron en meses recientes a sus respectivos discursos: cuando gobernantes que han cruzado amenazas de mutua destrucción nuclear aparecen sonrientes y se estrechan la mano, el alivio de la opinión pública mundial es lógico y justificado.
Pero, sin desconocer la importancia de los gestos y los símbolos, los buenos propósitos expresados en el comunicado conjunto que se divulgó tras el encuentro son apenas un esbozo para emprender la construcción de una paz definitiva y perdurable entre las dos Coreas, por una parte, y entre Pyongyang y Washington, por la otra.
Así, ambos líderes se comprometieron a establecer nuevas relaciones, a unir esfuerzos para lograr una paz duradera y estable en la península de Corea, a trabajar por su desnuclearización total y a intercambiar prisioneros de guerra (o sus restos mortales) que aún puedan quedar de un conflicto bélico que quedó congelado hace 65 años, pero que desde entonces pende de un mero armisticio y no ha podido ser conducido a un acuerdo formal de paz ni a la normalización de las relaciones entre las dos Coreas.
Esta declaración es mucho mejor que los vitriólicos amagos intercambiados con insistencia entre Kim y Trump desde enero del año pasado, pero –salvo por una mención anegociaciones de seguimientoen la fecha más temprana posible– deja pendientes las modalidades de realización de los buenos propósitos enumerados en ella y omite las enormes dificultades políticas, económicas y técnicas para avanzar en el punto central, que es sin duda la desnuclearización de la península asiática y la construcción de las condiciones de seguridad necesarias para que el gobierno norcoreano acceda a ella.
Más aún, con los antecedentes de Trump, que todo mundo conoce, no puede descartarse que el magnate neoyorquino haga saltar por los aires en cualquier momento el acuerdo firmado en Singapur si así lo considera conveniente para sus intereses políticos, mediáticos y judiciales. El norcoreano, por su parte, sigue siendo en buena medida un enigma, como lo son los procesos de toma de decisiones en el régimen de Pyongyang, los cuales desembocan con frecuencia en determinaciones que resultan sorpresivas e inesperadas para el resto del mundo.
Con todo y las reservas referidas, Trump y Kim se han reunido, han hablado a solas durante casi una hora, han acordado cosas y eso, cabe reiterar, es mucho mejor que las tensiones bélicas entre ambas partes.
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