Robert Fisk
Iraníes que salieron ayer a las calles para respaldar al gobierno
quemaron banderas de Estados Unidos e Israel, que han sido acusados por
las autoridades de Irán de incitar a las protestas que estallaron el 28
de diciembre en el país y que han provocado al menos 21 muertos. La
imagen, en la ciudad de Mashhad
Foto Ap/Tasnim
La mayoría de nosotros
conocemos esa extremadamente rara pero levemente escalofriante
sensación, al ir por una calle, mirar una colina o escuchar una
conversación, de que ya la hemos visto u oído antes. Tal vez en una
encarnación anterior. O quizás apenas unos años atrás, aunque no
logramos ubicar la experiencia en el tiempo.
Me llevó un buen rato antes de que un amigo en quien confío lograra
señalar por qué la más reciente revuelta callejera en miniatura en Irán
me parecía tan extraña. Y tan familiar. Y tan sobrecogedora.
Repasemos la secuencia de sucesos. Gran número de jóvenes despojados de sus derechos, pobres o desempleados tomaron las
calles de una nación de Medio Oriente para quejarse de la pobreza, la
corrupción del régimen y su falta de libertad… y pronto se volvieron
contra sus gobernantes. Perfectamente justificado. Pero en cuestión de
días se disparan armas de fuego contra opositores al gobierno, el cual
sostiene el derecho del pueblo a manifestarse, pero advierte que quienes
recurran a la violencia pagarán el precio. Por lo menos 21 personas
–dos de ellas miembros de las fuerzas de seguridad– pierden la vida
cuando los manifestantes responden a las tácticas de tirar a matar de
los agentes armados del gobierno.
El gobernante más poderoso –apoyado por las milicias del Estado– se
queja de que los disturbios son fomentados por extranjeros, traidores,
espías. El líder más veterano del Estado reduce todo a
dinero, armas, políticas y servicios de inteligencia. Estados Unidos, Gran Bretaña y Arabia Saudita son mencionados como los principales sospechosos. Y entonces vastas multitudes pro gubernamentales –que superan en número (si no en entusiasmo) a los manifestantes–, marchan por cientos de miles para condenar las protestas callejeras, sosteniendo sobre sus cabezas retratos de sus amados líderes. El régimen afirma que las protestas
terminaron.
Los paralelos no son exactos –las similitudes lo son mucho más–,
pero, ¿no es esto, palabra por palabra, lo que ocurrió en Siria en 2011?
¿No es el mismo escenario, la misma representación, el mismo argumento?
Una masa de campesinos empobrecidos –aplastados por las absurdas
políticas agrícolas de su gobierno– comenzó a manifestarse contra el
gobierno de Assad, luego contra la corrupción, y más tarde –muy pronto– a
exigir su derrocamiento, tal como se puede ver a los manifestantes en
Irán hoy quemando carteles de Alí Jamenei, el líder supremo, y del
presidente Hassan Rouhani. Las fuerzas de seguridad comenzaron a matar
manifestantes. Y, mucho antes de lo que creíamos en ese tiempo,
opositores al régimen armados empezaron a atacar en la primavera de 2011
a los militares sirios a lo largo de la frontera norte con Líbano,
cerca de Homs y Dera’a.
De inmediato, el régimen de Bashar al Assad afirmó que una
mano extranjeraoperaba detrás de los
terroristas–palabra que el gobierno iraní no ha usado (aún) con respecto a sus opositores armados– y nombró a Estados Unidos y Arabia Saudita como conspiradores para desatar una guerra civil en Siria. Cientos de miles de sirios leales al régimen marcharon por Damasco cada semana ondeando carteles de Assad. Una y otra vez, el gobierno sirio se refirió a la crisis como
cosa terminada.
No era así. Pero, pese a los esfuerzos de Washington y Riad (y el apoyo británico al
cambio de régimen), Assad se sostuvo con la misma tenacidad con que el régimen iraní aplastó las protestas de 2009 después de la muy dudosa
victoriade Mahmud Ahmadineyad en la elección presidencial (un hombre que tenía mucho en común con Donald Trump).
Ahora debo referirme a mi institución favorita, que cruje pero aún
tiene relevancia, el Departamento de Verdades de a Kilo. No, Irán no es
una democracia de estilo occidental cuando sus funcionarios deciden
quién puede ser presidente y quién no. Pero cuenta con un parlamento que
funciona genuinamente y, después de la experiencia de Donald Trump
–para no mencionar la dudosa legitimidad de la victoria de George W.
Bush–, comparar las libertades iraníes con las libertades estadunidenses
tal vez no sea una gran idea en este momento.
Mi preocupación radica en la crueldad inherente de un régimen que
puede enviar a una mujer joven e inocente al patíbulo mientras un
funcionario de la prisión grita imprecaciones a su madre en el teléfono
celular de la prisionera. Ya he dicho antes que las horcas manchan a
Irán más que la centrífuga. Se puede negociar sobre una instalación
nuclear; en cambio, no se puede revertir la muerte.
Tomemos, por ejemplo, a Delara Darabi –de apenas 23 años–, quien fue
arrastrada al patíbulo en 2009, gritando a su madre por el teléfono
celular:
Oh, madre, puedo ver la nariz del verdugo frente a mí. Me van a ejecutar. Sálvame, por favor.
Delara había confesado falsamente haber matado al primo de su
padre para salvar del verdugo a su novio. Mientras ataban a la pobre
chica, el verdugo le arrancó el teléfono y dijo en tono de burla a la
madre que ya nada podía salvarla. Después, ese mismo año, el entonces
presidente Ahmadineyad me dijo que estaba en contra de la pena capital.
Pero los jueces iraníes eran
independientesdel gobierno, proclamó.
Yo no quiero matar ni una hormiga.
No hizo nada, por supuesto. Casi 700 seres humanos fueron arrastrados
a la horca en 2015, otros 567 en 2016. Sin duda muchas de las víctimas
eran narcotraficantes. Pero sus juicios fueron farsas y las ejecuciones
contaminan a la República Islámica tanto como mancillan la autoridad de
Hassan Rouhani, el hombre en quien expresamos confianza después del
acuerdo nuclear con Teherán.
Pero ahora regresemos a esos persistentes paralelos entre Irán y
Siria. La guerra israelí con Hezbolá en Líbano en 2006 fue un intento de
destruir al aliado más cercano de Siria en Líbano y protegido de Irán.
Fracasó. Hezbolá afirmó que había triunfado. No fue así, pero los
israelíes perdieron. El siguiente objetivo fue Siria, en 2011. De allí
en adelante sólo conocemos parte de la dolorosa y atroz historia. Pero
Occidente –e Israel– perdieron de nuevo. Assad sobrevivió. Ha ganado,
con la ayuda de esos molestos rusos, de Hezbolá e Irán.
Entonces, ¿es ahora el turno de Irán? Casi la misma táctica. El mismo
guion. Los mismos enemigos que Arabia Saudita observa con deleite. Gran
Bretaña murmura sobre derechos humanos –que son la contribución de
Boris–, pero los estadunidenses chillan del lado de los manifestantes
inocentes (aunque cada vez más peligrosos).
El mundo está observando. Claro que sí. Pero lo que me deja perplejo es que, mientras Irán hace las acostumbradas acusaciones de conspiraciones estadunidenses, los medios estadunidenses –y los nuestros, para el caso– no han mencionado una sola vez en este contexto el nombre de un funcionario de la inteligencia de Washington que hace apenas seis meses fue lanzado al estrellato como el hombre designado por Trump para dirigir las operaciones de la CIA en Irán.
Qué extraño. Porque en junio pasado el New York Times perfilaba el nuevo papel del
príncipe negro–o el
ayatola Mike, como al parecer también le llamaron– como uno de
varios movimientos dentro de la agencia de espionaje que apuntan a un enfoque más muscular a las operaciones encubiertasbajo la dirección de Mike Pompeyo.
Irán ha sido uno de los objetivos más difíciles de la CIA, afirmó el periódico que publica
todas las noticias dignas de imprimirse.
“El reto de comenzar a aplicar las ideas del presidente Trump recae
en Michael D’Andrea, un converso al islam que fuma un cigarillo tras
otro… Quizá ningún funcionario de la CIA tiene mayor responsabilidad en
debilitar a Al Qaeda… Trump ha nombrado a los halcones del
Consejo Nacional de Seguridad ansiosos de contener (sic) a Irán e
impulsar el cambio de régimen, cuyo fundamento será muy probablemente
instalado mediante la acción encubierta de la CIA”.
En los 11 años transcurridos desde los ataques del 11-S, señala el NYT, D’Andrea estuvo
profundamente implicado en el programa de detenciones e interrogatorios, el cual produjo la tortura de cierto número de prisioneros y fue condenado en un informe del Senado, en 2014, por inhumano e inefectivo. D’Andrea asumió el Centro de Contraterrorismo de la CIA en 2006 y, según el diario,
operativos bajo su dirección tuvieron un papel fundamental en la ejecución en 2008 de Imad Mougniyeh, uno de los más altos funcionarios de Hezbolá (aunque en semi retiro) en Damasco. Al parecer D’Andrea también fue esencial en el incremento del uso de ataques con drones en la frontera afgano-paquistaní.
Es, por tanto, un formidable adversario de los iraníes –así como de
los sirios–, pero es extraño que no hayamos sabido de él en los meses
recientes. ¿No le interesan los recientes acontecimientos en Irán? Claro
que sí. Es su trabajo, ¿o no? Pero, ¿por qué el silencio? ¿Será que no
logramos atar ningún cabo aquí? ¿Por pura casualidad existirá algún
vínculo entre los
servicios de inteligenciaque hacen gemir al pobre Jamenei en Teherán y los
servicios de inteligenciaoperados por Michael D’Andrea, el hombre que debe
empezar a aplicar las ideas del presidente Trump?
No estoy muy seguro de que
el mundo esté observando. Pero debería hacerlo.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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