Pedro Miguel
El
primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, da en Washington una
muestra de esa extraña relación político-económica establecida desde
hace décadas entre su país y Estados Unidos: se brincó olímpicamente al
jefe de Estado nominal, que es Barack Obama, y hoy hablará directamente
al Legislativo para pedirle que impida la participación de la Casa
Blanca en la firma de un acuerdo multilateral que permitiría a Irán
continuar su programa de desarrollo de energía nuclear con fines
pacíficos. Para cualquier otro gobernante extranjero tal insolencia
sería inconcebible e inadmisible por la propia clase política del país
vecino, y da pie justificatorio a las teorías simplistas según las
cuales Israel
controlaa Estados Unidos por medio de un omnipotente lobby judío.
Pero no es así. El régimen israelí es la principal y más confiable
avanzada subsidiaria de los intereses hegemónicos occidentales en Medio
Oriente. El hecho de que en los círculos de poder de Washington se
permita que el jefe del gobierno de Tel Aviv cometa una intromisión tan
grosera y prepotente en la política de la superpotencia denota
simplemente la profunda polarización entre demócratas y republicanos
–fueron los segundos los que invitaron a Netanyahu a hablar en una
sesión conjunta de ambas cámaras en el Capitolio– y la tremenda lucha
que se desarrolla entre ambos bandos por definir el rumbo del gobierno
en los próximos dos años, los últimos de la administración Obama, y por
posicionarse para las elecciones presidenciales de 2016.
Para el actual presidente, el acuerdo multilateral con Irán
representaría un logro capital de política exterior, en la medida en
que permitiría una distensión en sus relaciones con ese país del Golfo
Pérsico –tirantes, por decir lo menos, desde hace casi cuatro décadas–
y en la región en general, y daría pie a Washington para salir con la
dignidad intacta tras el injustificado acoso que ha emprendido contra
Teherán con el pretexto de impedir que la república islámica construya
armas atómicas.
En
realidad, el mayor peligro para la paz en la zona no es Irán sino
Israel, una potencia nuclear de clóset que ha emprendido reiteradas
agresiones militares en contra de sus vecinos y de los habitantes de
los territorios que ocupa ilegalmente. Pero los halcones de
Washington se sienten felices y seguros con esa circunstancia y siguen
soñando con destruir al único país de Medio Oriente que no ha
sucumbido, por las buenas o por las malas, a la hegemonía
estadunidense, y que representa, para colmo, tras la caída de los
regímenes de Irak y Libia y con Siria sumida en una guerra sangrienta y
confusa, el único obstáculo para los planes de reordenamiento regional
elaborados por Occidente.
Lo de menos es la paradoja de que, en el afán de vengar la
humillación propinada por Irán a Estados Unidos en 1978, los sectores
más reaccionarios de Washington permitan que Netanyahu humille a Obama
en su propia casa. Tal situación no es expresión de la fuerza del
israelí sino la debilidad del primer presidente negro en la historia
estadunidense.
Tampoco es indicio –así les pese a los antisemitas– del supuesto poder
de los judíosen Estados Unidos, sino del poder trasnacional de los capitales. Desde comienzos de su primer periodo presidencial, el mismo Obama eligió someterse ante ellos y delineó su política exterior para satisfacerlos. Y los capitales, como ya se sabe de antiguo, no tienen patria.
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