Eric Nepomuceno
Los del viernes fueron convocados por la CUT, la Central Única de
Trabajadores, federaciones sindicales, movimientos sindicales, todos
más o menos vinculados al PT, partido de Lula da Silva y de la
presidenta. Los del domingo alardean que fueron convocados
de manera espontánea, o sea, representarían el verdadero sentimiento de la inmensa población brasileña.
Pavadas. Fueron organizados de manera nada sutil por los derrotados
el pasado octubre en las elecciones presidenciales. Y por derrotados
debemos entender no sólo partidos y candidatos, sino principalmente
intereses. El sistema político-económico que dominó el país a lo largo
de muchas décadas se niega a aceptar un dato concreto: fue derrotado de
manera contundente en las presidenciales de 2002, 2006, 2010 y 2014.
Más allá de las reiteradas derrotas de los representantes de las
élites, ha sido la derrota de un sistema de control de la sociedad. De
un proyecto de clase frente a un proyecto de nación, de sociedad, de
país. Y eso, para esa clase, es inadmisible.
Brasil vive una etapa de evidente inquietud y tensión. Y también de
una rara mezcla entre contradicciones y revelaciones. Ejemplo de
revelaciones: nunca antes se investigó tan a fondo denuncias de
corrupción. Resultado: parecería que la corrupción es novedad en un
país corrupto desde siempre, desde todos –todos, sin excepción alguna–
los gobiernos.
Ejemplo de contradicciones: las marchas del pasado viernes. Por un
lado, defendían a Petrobras, tanto de la corrupción detectada, que está
bajo rigurosa investigación, como de presiones que intentan revertir la
legislación creada bajo Lula da Silva y mantenida por Dilma.
Volver a lo de antes significaría no sólo beneficiar de manera
sideral a las multinacionales como, en la práctica, abrir camino para
privatizar la empresa. Además, los manifestantes defendían lo obvio, o
sea, que se respete el designio de las urnas y que Dilma cumpla
íntegramente su mandato presidencial.
Pero, a la vez, se protestó contra iniciativas del gobierno de la
misma Dilma, que, de acuerdo con los convocantes, atentan contra
derechos laborales, y se protestó especialmente contra medidas
previstas en el plan de ajuste fiscal anunciado.
Así,
se protestó contra el gobierno que defienden. Hay quienes creen que a
eso se debe llamar democracia. Que una cosa es quejarse, protestar, y
otra, muy distinta, es atacar a las instituciones.
Este domingo salen a las calles quienes son claramente contrarios al
gobierno constitucional de Dilma Rousseff y a la permanencia del PT en
el poder. Por detrás de ese movimiento están, además de los principales
partidos de oposición y de grupos radicales de derecha, el grueso de
las élites, principalmente en las ciudades donde el neoliberal Aecio
Neves logró derrotarla el año pasado.
Pero, en primer lugar y por encima de todo, están los grandes
conglomerados de los medios oligopólicos de comunicación. Pocas veces
antes en Brasil el arte de la manipulación fue tan bien llevado a cabo.
Nadie puede negar que existe una concreta y sustantiva dosis de
insatisfacción general en la sociedad brasileña, inclusive en parcelas
significativas de quienes eligieron a Dilma el pasado mes de octubre.
Pero por primera vez desde el retorno de la democracia, luego del
régimen cívico-militar que sofocó al país entre 1964 y 1985, surge en
pleno esplendor un sentimiento que anduvo bastante alejado del
escenario político: el odio.
Más exactamente, el odio de clase. El prejuicio de clase. Las élites
y las clases medias tradicionales se lanzan, con furia desatada, no
exactamente contra el objeto de sus prejuicios: esa clase ignara y
torpe que de súbito ocupa aeropuertos, que compra refrigeradores
nuevos, que colma las calles con sus cochecitos suburbanos, que exige
calidad en educación, salud y transporte, sino contra los que
promovieron ese cambio drástico en el cuadro social brasileño.
Si Brasil supo o cree que supo disfrazar dosis colosales de
prejuicio racial, nadie se preocupa en contener sus ímpetus de
prejuicio social. Las élites brasileñas odian a los pobres, y más aún a
los que dejaron de ser tan pobres. Las élites brasileñas exigen la
preservación de sus privilegios de siempre, y dicen que ahora están
amenazadas por una crisis económica provocada por gobiernos que
gastaron ríos de dinero para que los miserables pasasen a pobres, y los
pobres, a ciudadanos insertados en una economía de consumo, es decir,
en el mercado.
Al fin y al cabo, se trata de una y sólo una cosa: fuera Dilma, fuera PT, fuera Lula. Fuera proyecto de país. Fuera pueblo.
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