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miércoles, 4 de septiembre de 2013

México, Chile, Siria



José Steinsleger
Piedra angular del sionismo anglosajón contra Rusia, Irán y China, el escenario bélico en Siria tuvo su prueba piloto en la primera guerra de Irak (1991), y en la destrucción de Yugoslavia años después. En menos de dos años, Siria contabiliza cerca 100 mil muertos, número redondo y similar a la cantidad de víctimas del sexenio de Felipe Calderón, y el primer año del presidente Enrique Peña Nieto. Sólo que en nuestro país no hay guerra.
En México hay, vaya eufemismo, limpieza étnica. Concepto que fue arteramente insinuado por uno de los tantos charlatanes del imperio (Samuel Huntington, El choque de civilizaciones, 1993), quien posiblemente, en su lectura de México, haya encontrado inspiración en la carta que otro charlatán de la libertad, el sionista Isaiah Berlin (1909-97), escribió a su anfitriona de Cuernavaca:

Regresé inundado por las más contradictorias emociones acerca de México y los mexicanos; me parecieron mucho más oscuros y violentos de lo que esperaba, llenos de superstición y auténtica barbarie medieval, y con temperamentos más intensos y una vida interna más secreta que los alegres, sonrientes y, supongo, frívolos latinoamericanos de otros países con los que uno se encuentra en Washington. La tierra en México es muy rica y exuberante y la vegetación muy abundante, pero las expresiones en los rostros de la gente me parecían más bien atemorizantes (1945).

Nada nuevo (aunque refrendado), de la ética y moral que inspiraron a los Padres Fundadores de la gran nación del norte. Y al parecer, de buena acogida en amplios sectores de la sociedad mexicana, que repiten el discurso fascista de Televisa y Tv Azteca, junto con los intelectuales derechistas que justifican la limpieza étnica, y el proceso de destrucción nacional en curso.

Los contextos de Siria y México son distintos, pero las derechas explican sus guerras con eufemismos similares. Allá, contra la violencia sectaria. Acá, contra el crimen organizado. Y en ambos una causa común: el petróleo y agendas militares que se retroalimentan de la ideología neoliberal, despojando a la economía de sentido político.

Desde el 11 de septiembre de 2001 los pueblos de la Tierra viven a merced de una agenda de seguridad, redactada por Estados Unidos, Israel y la Unión Europea. Un eufemismo, seguridad, que les permite exportar el terrorismo de Estado, el saqueo de los recursos naturales, y la perversa, deliberada confusión entre ley y derecho.

La subordinación total de la política a la economía empezó en otro 11 de septiembre, hace 40 años, en Chile. Crecimiento sin más, guerra a muerte contra cualquier pretensión de soberanía y desarrollo social: comunicación, educación, vivienda, salud pública, fondos de retiro, mercantilización de la cultura, depredación feroz del medio ambiente.

En Estados Unidos el capitalismo salvaje devino en más que adjetivo: ¡nos atacan! Soterradamente inscrita en la dictadura totalitaria del llamado one per cent, la consigna hizo que el neoliberalismo acabara con los restos del sueño americano, y la ética de la moral protestante imaginada por Max Weber. Y en su lugar, montó una maquinaria de muerte y destrucción que hubiera causado envidia a Hitler.

Para el neoliberalismo, la paz y la política son los peores negocios del mundo. Por esto, una fórmula eficaz para naturalizar el estado de guerra permanente consiste en sostener la maniquea leyenda de Eros y Tanatos. Sin embargo, analistas como el francés Thierry Meyssan, advierten: “…esa actitud tiene origen en la visión aséptica del mundo que se impone a los pueblos de Occidente, los cuales –olvidando las lecciones de su propia historia– parecen creer que todos los conflictos pueden resolverse de forma pacífica”.

Antes que buenos y malos, habrá entonces que reparar en las causas de las guerras. Quizá los malos sean los chicos de Hamas y Hezbolá en Palestina y Líbano, los militares de Egipto, los ayatolas de Irán, el presidente de Siria, Bashar Assad. Pero sus enemigos han hecho de la maldad una cuestión de principios, y distintos al sentido unívoco que a Salvador Allende le autorizaba moralmente a invocar el derecho y la razón.
En 1910, México se alzó contra las inconsecuencias del discurso liberal. Y en 1867 y 1938 (años de feliz recordación, diría Amparo Ochoa), enseñó al mundo cómo tratar a los imperialistas y sus agentes nativos. Es verdad que después, en forma menguante, el rumbo se perdió. Pero habrá que sopesar por qué (y a pesar de la dictadura del PRI), México fue un país que concitó la admiración y el amor de miles de millares que arribaron a esta tierra para conocerla, luchar, sumergirse en ella o, simplemente, gozarla.

¿Qué es México hoy? No interesa debatirlo ahorita. Millones de mexicanos han vuelto a la lucha, y se aprestan a dar un grito que se oirá en Siria, Chile, y en todos los confines del planeta. La soberanía de Siria también se juega en nuestras calles, y en la de los pueblos que, alzándose contra el capitalismo salvaje, pelean por su verdadera independencia.

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