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jueves, 10 de octubre de 2019

Impeachment y nuestros sueños guajiros



Los demócratas empujan hacia el impeachment (juicio político) contra Donald Trump con más dudas, que con una auténtica convicción.
El anuncio hecho en días pasados por Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, de iniciar el proceso de impeachment al presidente Trump por los deshonrosos hechos de encubrimiento, traición a la seguridad nacional y a la integridad del sistema electoral, avanza lentamente y las perspectivas parecen ir más encaminadas al ruido político que a la remoción efectiva y definitiva del Ejecutivo federal del país más poderoso del mundo.
La idea de la remoción de Trump ha estado presente en el imaginario de los demócratas prácticamente desde el inicio de la administración, en razón de que cuando aquél era aún candidato presidencial, en 2016, las cabezas de su campaña se reunieron con oficiales rusos para adquirir información confidencial que perjudicaría la imagen de su adversaria demócrata.
Ahora, sin embargo, el asunto parece tener mayores implicaciones internacionales. Derivado de la transcripción de una llamada telefónica que Trump hizo al presidente ucraniano, Volodymir Zelensky, mediante la cual condicionó apoyos a cambio de revelar acusaciones de corrupción sobre el hijo del ex vicepresidente y aspirante demócrata mejor posicionado con vistas a la elección del año próximo, Joe Biden.
La prudencia con que Pelosi y su partido han contemplado la posibilidad del juicio político contra Trump no es gratuita. Más bien es proporcional a la gravedad de la acusación: El presidente estadunidense habría condicionado la ayuda militar a un aliado crucial, Ucrania, vecino de la potencia rusa, a cambio de la complicidad para influir en los próximos comicios electorales en Estados Unidos.
Es el caso en que la temeridad con que Trump actúa regularmente puso en juego intereses vitales de su país para el impacto directo en beneficio de sus propias aspiraciones electorales.
Resulta claro que desde la perspectiva jurídica, la responsabilidad de Trump es inobjetable, pero el cálculo político de los demócratas comienza por una simple operación aritmética. Aunque los demócratas poseen mayoría en la Cámara de Representantes, en el Senado la realidad favorece a los republicanos. Para que el juicio político proceda, se requiere de al menos 67 de los 100 votos posibles en el Senado. Los demócratas suman 45.
Considerar una ruptura en las filas republicanas, a fin de lograr los 67 votos necesarios parece casi imposible. De ahí las reservas y el cuidado con el que avanza el procedimiento.
Más aún: históricamente, ningún presidente de Estados Unidos ha sido destituido mediante el impeachament. A mediados del siglo XIX, Andrew Johnson logró sortear su debacle por un solo voto, derivado de vetos promovidos a la ley de derechos civiles. En 1974, el republicano Richard Nixon evitó con su renuncia ser el primer mandatario destituido por juicio político, por haber espiado a los adversarios electorales en el célebre Watergate. Bill Clinton libró más recientemente el juicio político a raíz del escándalo con Mónica Lewinsky, por perjurio y obstrucción de la justicia.
Todo lo anterior forma parte del tablero y del complejo engranaje político en Estados Unidos. Trump ha comenzado a jugar sus piezas de defensa. Asegura que lo que se está viviendo es una cacería de brujas en su contra y propone tratar como espía al soplón garganta profunda, que hizo pública la conversación –y que ahora son dos ya los informantes.
La falta de escrúpulos del presidente de Estados Unidos y su cinismo para mentir, trampear, denostar y agredir, lo hacen una presa escurridiza y al mismo tiempo, peligrosa. Es astuto, aunque muchos no lo queramos reconocer. A los mexicanos no nos hizo pagar el muro fronterizo, pero nos obligó a instalar un cerco humano a lo largo de nuestras fronteras.
Pareciera que las pruebas irrefutables de la responsabilidad de Trump en este caso –como en el de los rusos en la pasada elección–, no serán suficientes para deshonrarlo y removerlo. No sólo el peso político de los suyos jugará en su favor. El entramado de intereses empresariales, armamentistas y los reductos xenófobos de aquel país le brindarán un apoyo irrestricto.
Salvo que ocurra una carambola inesperada que mueva las piezas del tablero político, Trump contenderá por la relección, con grandes posibilidades de obtenerla. Tiene el aparato. Está en el poder. Nuestro país debe estar listo para otros cuatro años de un escenario adverso, y fortalecer su presencia y su capacidad de gestión en los organismos multilaterales.
Pensar en México que Trump tropezará obedece más bien a la animadversión que el personaje se ha ganado a pulso y a la antipatía que –por reciprocidad– nos merece. Apostar por su caída pareciera, hasta hoy, una mera fantasía, algo así como un sueño guajiro, de los que nos son frecuentes a los mexicanos.

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