Mi cama no tiene cabecera, reparé en eso hace dos días cuando quise leer en la noche y me dolió el lomo repesado en la pared, si le pongo una ya no cabe la silla en la que me siento a escribir frente a mi escritorio  y prefiero escribir. Mi estudio-habitación está lleno de pinturas que tapizan las paredes junto a una guitarra que cuelga a un costado de dos atrapa sueños. Ese estudio-habitación está  lleno de tiestos con pinceles y telas de arañas en las esquinas, mi escritorio ocupa buen espacio,  y no, no guardo sitio  a los libros así es que mi biblioteca es escasa, apenas unos cuantos que yacen sobre un archivo de metal a los que les sacudo el polvo de cuando en cuando. Siempre soñé con un escritorio grande, ancho,  aunque de niña mis deberes los hice al trote, en las manos, mientras limpiaba el chiquero de los coches, ordeñaba las cabras, regaba el patio y lo barría con escobillo o recogía los huevos del gallinero; así fue como aprendí a sintetizar para la hora de los exámenes, dos leídas a unas hojas donde resumía el contenido del semestre y el cuestionario habitual como recordatorio de lo que yo creía que era importante.