La postura hegemónica de un solo país ha convertido a las Américas en territorio hostil.
La política exterior de Estados Unidos es clara y contundente: a
partir de su frontera sur, todo lo que se mueve debe responder a sus
normas y disposiciones. Para ello, ha permeado los sistemas políticos de
tal modo que no hay una sola elección de gobernantes ajena a su
voluntad ni un movimiento independentista que escape a sus amenazas e
intervenciones. Y cuando lo hay, viene el golpe de mazo para destruir de
raíz cualquier intento de disidencia. Por ello no debe extrañar la
decisión unilateral –porque la debilidad de ciertos Estados lo permite-
de convertir a Guatemala, un país centroamericano empobrecido al extremo
por la corrupción y desprovisto de salud institucional, en un gran
ghetto para evitar el ingreso de población migrante en su territorio.
Fácil. Solo bastó un puñetazo sobre la Constitución de un país
dependiente y la sumisión de gobernantes poco iluminados para hacer
realidad la peor de las pesadillas humanitarias. Sin embargo, estas
movidas del Departamento de Estado no son nada nuevo. Desde hace más de
100 años ese país se ha destacado por ejercer una política internacional
depredadora sobre naciones menos agresivas, en cada rincón del planeta.
Esto le ha permitido no solo acumular riqueza sino también ejercer un
dominio ilegítimo sobre los sistemas políticos de otros países
propiciando y financiando ejércitos paralelos, dictaduras y golpes de
Estado con el único propósito de consolidar su influencia y garantizar
los privilegios de sus monopolios industriales y financieros.
Los resultados están a la vista. Sin embargo, a pesar de ello no
falta quien, deslumbrado por los oropeles de un capitalismo mal
entendido y peor practicado, luchan dentro de sus países por defender la
soberanía de uno más poderoso y menos solidario. ¿Cuál ha sido el
resultado? Dependencia económica, racismo, exclusión de grandes sectores
de la población, pobreza extrema y una carrera estéril hacia un
desarrollo que –en esas condiciones- jamás se alcanzará.
América Latina ya está en vías de convertirse en territorio hostil
para los latinoamericanos. Naciones que en tiempos pasados fueron
refugio de migrantes europeos y asiáticos, hoy ven con desprecio y
rechazo a sus propios hermanos quienes, azotados por la violencia y la
falta de oportunidades en sus países de origen –tal como los europeos a
mediados del siglo pasado- buscan refugio en otras tierras, pero dentro
de su mismo continente. De hecho, las actitudes xenófobas y las
restricciones migratorias se han multiplicado como espejo de las
políticas racistas de la Casa Blanca y hoy, quien es pobre y necesitado,
es un extranjero indeseable en su propia casa.
¿En dónde ha quedado la mística de Simón Bolívar, el Libertador,
quien soñaba con una América libre y soberana pero, sobre todo, unida?
¿Cómo ha sido posible transformar a países democráticos en despachos de
compañías multinacionales y encomenderos de un Estado que propicia su
destrucción corrompiendo sus estructuras políticas y administrativas?
Las actitudes racistas y excluyentes contra poblaciones autóctonas, uno
de nuestros grandes males, se han extendido como mancha de aceite hacia
la población más pobre y desprotegida convirtiendo a los países en
territorio hostil para quienes nacieron en ellos, privándola de los
recursos básicos de supervivencia y quitándole lo más valioso para
cualquier ciudadano del mundo: su sentido de pertenencia.
Ningún latinoamericano es extranjero en su propio continente.
elquintopatio@gmail.com
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