Entrevista al periodista e investigador Raúl Zibechi
La clave del actual
conflicto en Venezuela no es tanto de carácter social como geopolítica,
dado que se trata de un país pleno de riquezas y emplazado en una
posición estratégica (un país bisagra entre dos subcontinentes), en un
planeta en el que a escala global miden fuerzas Estados Unidos y China.
Después de 60 años de conflicto en Colombia, “creo que se está
configurando una guerra interna en Venezuela, de manera que puede
convertirse en la Siria de América Latina; esto llevaría a una profunda
desestabilización del continente”, sostiene el periodista e investigador
uruguayo Raúl Zibechi. Colaborador en medios como La Jornada de México o
Brecha de Uruguay, desde hace tres décadas ha recorrido América Latina
trabajando con los movimientos sociales. Coordinación Baladre de luchas
contra la precariedad e Iniciativas sociales Zambra han publicado libros
de Zibechi como “Latiendo resistencia. Mundo nuevo y guerras de
despojo” (2016), “Descolonizar la rebeldía” (2014) y “Brasil potencia:
entre la integración regional y un nuevo imperialismo” (2013). En el
primero de los títulos resalta la función esencial de la masacre: “Ayer y
hoy constituye el principal modo de disciplinamiento de los de abajo en
América Latina”.
-En
artículos y libros te has mostrado muy crítico con los gobiernos
progresistas y de izquierda en América Latina. Ante las embestidas de la
oposición de extrema derecha venezolana, con el apoyo de las elites
mundiales, ¿crees que los movimientos populares han de tomar partido en
esta coyuntura?
Toman partido y es necesario que lo hagan
porque son la llave de los cambios posibles y deseables. Sin los
movimientos, o sea la gente común organizada para promover o impedir
cambios, nada de lo que sucedió en América Latina en las tres o cuatro
últimas décadas sería igual. La camada de gobiernos progresistas y de
izquierdas que surgieron desde 1999, son producto indirecto de estos
movimientos. Indirecto porque no tenían ese objetivo específico, no se
propusieron llevar a tal o cual persona o partido al gobierno, aunque en
muchos casos los apoyaron, incluso antes de que fueran gobierno.
El asunto es que no hay unanimidad, ni puede haberla, en cuanto a la
valoración de estos gobiernos ni en relación a la actitud hacia ellos.
Hay movimientos que apoyan al progresismo y otros que se oponen, y unos
cuantos tienen posiciones intermedias y oscilantes según las coyunturas.
Lo que no resulta adecuado es quitarle legitimidad cuando toman caminos
que no se comparten. Se trata de explicar las razones por las cuales
hacen lo que hacen, en vez de sentenciar que se convirtieron en agentes
del imperio o cosas similares, que recuerdan el período estalinista
cuando todo opositor era tachado de “agente del enemigo”.
-¿Consideras que cabe una “tercera vía”?
El término “tercera vía” no me gusta. Pero entiendo que te refieres a
un camino propio de los movimientos, que no necesariamente pase por la
estrategia estatal o partidaria. Creo que ese sería el camino a
explorar, algo que en los últimos años hemos denominado autonomía. Que
pasa por diseñar estrategias propias que, en determinado momento, pueden
establecer lazos con algunos partidos o con el Estado, pero que en su
conjunto no se subordinan a ninguno.
Sin embargo, una
estrategia de este tipo no es sencilla porque supone la constitución de
sujetos colectivos sólidos, bien plantados en el escenario político y,
sobre todo, capaces de crear y sostener una cultura política propia.
Esto es muy excepcional en todo el mundo, y en América Latina lo
encuentro en muy pocos movimientos, en particular en el zapatismo y en
los sin tierra de Brasil, aunque ambos transitan caminos diferentes. Una
estrategia propia sólo puede construirse pensando en la larga duración,
para no quedar entrampados en coyunturas políticas o electorales que
suelen des-potenciar las capacidades de los movimientos.
-En un reciente artículo publicado en La Jornada, afirmabas que la pugna
estratégica entre Estados Unidos y China estaba fracturando América
Latina. ¿Qué posición ocupa Venezuela?
En ese artículo
recojo un análisis de dos economistas latinoamericanos, que tienen la
enorme virtud de darle densidad material a los conflictos en la región,
rehuyendo las consabidas letanías ideológicas. El punto de partida es
que hay una fractura entre Sudamérica, volcada hacia China, y
Centroamérica y el Caribe, volcados hacia Estados Unidos. Para llegar a
esa conclusión aportan datos sobre comercio exterior y endeudamiento, y
establecen que el epicentro de la fractura es Venezuela.
-¿En qué consiste el conflicto que mencionas?
El eje del conflicto es geopolítico más que social, aunque este tiene
su importancia. En todo el mundo hay una pugna entre la potencia
decadente y la potencia emergente, o sea Estados Unidos y China. En
realidad, la geopolítica explica algunas cosas y es una “ciencia” de
carácter imperial, antipática y detestable, pero ayuda a posicionarse si
uno rehúye la tentación de creer que las alternativas al imperialismo
yanqui son los chinos o los rusos. Se trata de potencias que disputan
hegemonías y no de fuerzas emancipatorias, como creen algunos analistas
de izquierda. Son opresoras, no liberadoras. Lo que está sucediendo, y
esto puede ser positivo, es que la pelea entre potencias puede, sólo
puede, abrir espacios a las luchas de los abajos. No más, ni menos.
-¿Cómo se concreta este razonamiento en el caso de Venezuela?
En base a este escenario, lo que veo en Venezuela es un país rebosante
de riquezas, de hidrocarburos y minerales, y una geografía que mira
hacia el Caribe desde Sudamérica. Es un país bisagra entre dos
subcontinentes, al igual que Colombia. Por eso son espacios
estratégicos, donde las líneas de fricción entre imperios se convierten
en fallas tectónicas en las que emergen los conflictos.
Lo que
resulta aleccionador, es que apenas termina la guerra en Colombia, una
guerra de seis décadas, se abre la posibilidad de guerra en Venezuela.
Creo que se está configurando una guerra interna más que una invasión,
aunque los paramilitares parecen estar operando desde Colombia.
Venezuela puede convertirse en la Siria de América Latina, lo que
llevaría a una profunda y sistémica desestabilización de todo el
continente. Una tormenta, en el lenguaje zapatista.
-Tras
recordar su acompañamiento crítico a la Revolución Bolivariana, el
sociólogo Boaventura de Sousa Santos afirma que las conquistas sociales
de los últimos veinte años “son indiscutibles”. ¿Qué le responderías?
Hay que precisar qué se entiende por conquistas sociales. Si se trata
de la reducción de la pobreza y el aumento del consumo, estaría de
acuerdo. Sin embargo, yo no las llamaría de ese modo, ya que no estamos
ante cambios estructurales, como la reforma agraria o la urbana, sino
ante la mejora de indicadores puntuales o coyunturales.
En los
países con gobiernos progresistas y de izquierda hubo políticas
sociales, inspiradas en las políticas del Banco Mundial pero más
extensas, que aliviaron la situación de los sectores más pobres y los
incluyeron en el consumo. En algunos países parece haberse avanzado en
relación a la desigualdad, pero no en todos como lo muestran los
estudios en Brasil y Uruguay que analizan los ingresos del 1% durante
los gobiernos del PT y el Frente Amplio. Ahí la desigualdad siguió
creciendo.
-No hubo cambios…
Lo que no hubo son
cambios estructurales. Las vendedoras ambulantes y de los mercados, los
recogedores informales de basura, esas mayorías pobres que son el 60%
de nuestro continente, tienen ahora ingresos mayores, pero siguen
ocupando los mismos lugares en la estructura social, cultural y
productiva. Eso se relaciona con la hegemonía de la acumulación por
despojo, que se ha agravado en la última década, que desindustrializa o
impide la industrialización.
En cada país esto se manifiesta de
modos diferentes. En Brasil hubo un avance del agronegocio y un
retroceso de la industria. En Venezuela se profundizó el rentismo
petrolero. Lo más grave es que se difundió una ideología que hace creer
que el mundo deseable se basa en el reparto y no en el trabajo. Esto
abre las puertas a la corrupción, que es inherente a la acumulación por
despojo.
Por el contrario, creo que estamos en un período de
transición muy similar al que vivimos durante nuestras independencias,
en la primera mitad del siglo XIX. Fue la lucha, a muerte, entre una
clase dominante peninsular (los llamados godos) y una clase emergente de
criollos. Una clase en decadencia y otra ascendente que necesitaba el
poder estatal para consolidar su riqueza, que era producto de la
apropiación violenta de la tierra. Ambos sectores, y muy en particular
los criollos, apelaron al pueblo (indios, negros, mestizos y blancos
pobres) para inclinar la balanza a su favor, pero en cuanto vencieron
les dieron la espalda. La opresión bajo las repúblicas fue incluso más
violenta que con las monarquías.
-¿Cómo valoras la derrota
electoral del gobierno de Cristina Kirchner, en Argentina, y la “caída”
de Dilma Rousseff en Brasil? ¿Supone una involución o la apertura de un
periodo con nuevas oportunidades?
Siento que son
manifestaciones de lo que llamamos como fin de ciclo. Algo se terminó,
más allá de que haya gobiernos de un color o de otro. Lo que llegó a su
fin, fue un tipo de gobernabilidad tejida en base a los elevados precios
de las exportaciones y una paz social lubricada con alzas sostenidas de
salarios y prestaciones sociales, posibles precisamente por esos
precios altos del petróleo, el gas, los minerales y la soja.
El
fin del ciclo supone el triunfo de las derechas en el corto plazo, pero
sobre todo un período de ingobernabilidad en el cual nadie, ni siquiera
los progresistas, tienen posibilidades de gobernar en calma. Las clases
medias se han hecho muy conservadoras y aprendieron a luchar en las
calles. Los sectores populares despiertan de la siesta progresista y se
disponen a retomar las calles para defender lo que consideran sus
derechos. En tanto, la economía sigue su caída libre en un clima de
confusión política.
-¿Qué escenario se otea en la región más allá del análisis cortoplacista?
Si levantamos la mirada hacia el mediano plazo, podemos ver que se abre
un nuevo período para los movimientos, con la posibilidad de zafar de
la tutela que significaron la izquierda y el progresismo. Eso puede
permitir que algunos movimientos hagan una opción por un proyecto
propio, aunque creo que la mayoría seguirán prisioneros de la vieja
cultura política que coloca a los caudillos en un lugar central y el
acceso al Estado como clave de bóveda de los cambios.
No soy
muy optimista respecto a que seamos capaces de mirar más lejos que los
períodos electorales, aunque unos cuantos movimientos de mujeres y de
jóvenes, que son los más activos en este momento, parecen querer rehuir
esa perspectiva.
-¿Qué movimientos sociales regidos por los
principios de la asamblea, la autonomía y la autogestión observas
actualmente con mayor pujanza en el continente?
Los
movimientos de carácter comunitario, aunque no existan comunidades
formales. Tengo gran confianza en el zapatismo, pero también en franjas
del movimiento mapuche, en movimientos locales urbanos en Ciudad de
México y en el estado de Lara (Venezuela), donde se registran
experiencias notables que congregan decenas de miles de personas.
En todo caso, creo que los movimientos indígenas siguen siendo los más
avanzados, aunque en los últimos años ganaron fuerza los movimientos
negros en Brasil y Colombia, donde los jóvenes y las mujeres viven bajo
una constante persecución policial y estatal.
-¿Qué podría aprender, a tu juicio, la izquierda occidental del zapatismo?
Ética. El zapatismo es una inmensa escuela de ética. Se despegaron de
la agenda estatal-partidaria, abandonando los focos de atención
mediáticos, al precio de hundirse durante meses en el silencio y la
falta de noticias sobre lo que hacen. Pero eso les ha permitido crear
una agenda propia, que es uno de los rasgos mayores de su autonomía.
En cierto momento se preguntaron qué tipo de militante nacería de la
opción de no tomar el poder estatal, o sea de no pelear por cargos,
puestos y remuneraciones dentro del sistema. El resultado es esa nueva
generación de jóvenes de las comunidades que luchan con múltiples armas,
incluyendo la música, la danza, el teatro y los conocimientos
científicos. La clave en este punto es la creación, que simboliza la
creación de un mundo nuevo.
Entre los siete principios
zapatistas figura “bajar y no subir”, lo que es un rasgo básico de una
nueva cultura política que va a contrapelo de la vieja cultura de
nuestras izquierdas que busca ventajas, incluso individuales, dentro del
sistema y del Estado.
-Has propuesto una mirada diferente
sobre el “narcotráfico”, más allá de la de desaforados criminales que
asesinan a diestro y siniestro. Podría aplicarse a países como México o
Guatemala. ¿En qué consiste?
Intento responderme la
pregunta de qué función cumple el narcotráfico. Porque si es exitoso, si
avanza de forma exponencial en nuestras sociedades, no puede ser sólo
porque resulta económicamente exitoso. Es evidente que cumple también
funciones sociales y culturales. La segunda pregunta sería: qué
sucedería con los jóvenes de los sectores populares, que son sus
principales adherentes y víctimas, si no existiera el narco.
Observando las realidades micro en barrios de nuestro continente, creo
que el narco es hoy el control social en la zona del no-ser, por usar
conceptos que provienen de Fanon. Recordemos que Deleuze plantea que las
sociedades disciplinarias dieron paso a las sociedades de control, o
sea pasamos del encierro al control a cielo abierto. En su análisis el
principal modo de control es el endeudamiento, algo que funciona en las
zonas del ser (donde la humanidad de los seres es respetada), pero en
las zonas del no-ser (donde la dominación se ejerce por la violencia) no
hay capacidad de endeudarse. Ahí la masacre, los paramilitares, el
narco y los feminicidios aparecen como modos de control de los sectores
no integrables.
Por el reverso, podemos preguntarnos qué
sucedería con los jóvenes y las jóvenes si no existieran esos modos de
control/represión/genocidio. Sin duda se levantarían contra un sistema
que los condena a la marginación y les cierra todo futuro. Estarían en
el mismo lugar que estuvimos las generaciones de los 60 y 70, peleando
aún a riesgo de perder la vida para poner fin al sistema capitalista.
Creo que sobre este asunto debemos investigar y trabajar seriamente.
-En mayo de 2017 Lenín Moreno sustituyó a Rafael Correa en la
presidencia de Ecuador, después que éste ocupara durante una década la
presidencia. ¿Consideras que pude producirse algún tipo de viraje?
Ya se produjo. Moreno tomó distancias de Correa y en el horizonte se
puede ver una crisis que afectará de lleno al gabinete y al partido que
sostiene al gobierno, Alianza País. Moreno tiene un estilo bien
diferente al de Correa, me refiero a lo personal, al carácter, ya que
busca conciliar con los movimientos y no confrontarlos, por eso le cedió
a la CONAIE la sede que le corresponde. Pero también tiende a conciliar
con los empresarios y la derecha, de modo que su gobierno aunque más
tolerante es a su vez más moderado, en una situación de crisis económica
aguda y de déficit que hereda del gobierno anterior.
-Por
otro lado, en países como Argentina se ha discutido mucho sobre la
figura del Periodista “militante” y si es coherente con los principios
de rigor, búsqueda de la verdad y contraste de las fuentes. ¿Te
consideras un periodista e investigador “militante”? ¿Qué opinas de esta
polémica y la que enfrenta a periodistas con comunicadores populares?
Me siento militante, tanto periodista como investigador militante. Pero
lo hago partiendo de un hecho básico: no es un título o un lugar que
avale un sentimiento de superioridad, moral o intelectual, sino como
mera exigencia ética, de rigor y de compromiso.
El rigor se
relaciona con decir la verdad en todo momento, aunque sea incómoda. Lo
que no quiere decir que uno no se equivoque. Todo el tiempo nos
equivocamos y hay que tener el valor de reconocerlo.
En cuanto
al compromiso, desde que viví en Perú en los 80, durante la guerra de
Sendero Luminoso, me ilumina una frase de Emil Cioran: “Uno debe ponerse
del lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando
están equivocados, sin perder de vista, no obstante, que están hechos
del mismo barro que sus opresores”.
Es difícil admitir que unos
y otros estamos amasados con el mismo barro, pero es el modo de
abrirnos a un sentimiento de compasión, que pone un límite a la
intransigencia del revolucionario que, muy a menudo, cree que los que
están dispuestos a dar su vida por una causa son seres especiales, como
sostuvo Stalin.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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