El
Sistema de Administración de Justicia juega un papel fundamental para
la consolidación del Estado de Derecho, por cuanto constituye el pilar
sobre el cual se construye la confianza de la sociedad en el
cumplimiento de las normas que integran su ordenamiento jurídico. Esta
importante labor se gesta por medio del establecimiento de mecanismos
eficaces tanto para la solución de controversias, como para la sanción
de quienes vulneren ilegítima e ilegalmente los derechos de las
personas.
La función
de administrar justicia compete al Poder Judicial y es ejercida por los
Tribunales y Juzgados que lo componen de acuerdo con la constitución y
las leyes, y El Ministerio Público es el organismo relativamente
autónomo del Estado que tiene como funciones principales la defensa de la legalidad , los derechos ciudadanos y los intereses públicos…velar por la moral pública; la persecución del delito , velar por la independencia de los órganos judiciales y la recta administración de justicia.
La realidad es que estamos contemplando en nuestro país la “Administración de la Corrupción”.
En un enfrentamiento entre la ética y la corrupción, ninguno de los dos
términos encuentra árbitros adecuados. Se ha eliminado tanto la
exigencia natural de lo ético y se ha tolerado tanto la presencia de lo
corrompido en las relaciones humanas, que el mínimo de sinceridad nos
obliga a dudar sobre nuestro poder mediador o concertador por la responsabilidad que tenemos todos en el desequilibrio moral
vigente y en el poder corruptor de lo indecente. Tolerantes,
enceguecidos por conveniencia y coyunturas, atados a la oportunidad y
esclavos del negocio, le hemos dado ciudadanía y personalidad a lo perverso.
No existen definiciones a priori sobre los factores que determinan la
perversidad, pero si sobre las condiciones propicias como la censura,
la inquisición, la corrupción, los estados jurídicos de excepción. Sin
embargo, las desviaciones en el ambiente jurídico-institucional de
ciertos poderes en un país determinado pueden relacionarse con el
establecimiento y la expansión de procesos perversos en las
organizaciones sociales. Uno de esos procesos perversos es la
intromisión de criterios políticos para la designación de jueces de la
suprema corte en sus distintas salas, como un “seguro anticipado” de
que los intereses de determinados grupos políticos serán resguardados
con un solemne aire de legalidad.
Algunos de ello son, por
ejemplo, la impunidad, entendida como la falta de sanción social de las
transgresiones de las organizaciones públicas a lo establecido en el
medio como legítimo; la pérdida de identidad de los principios éticos y
morales como criterios para la acción; el atravesamiento irracional de
las instituciones, por ejemplo el uso del criterio económico para
evaluar las prestaciones de salud o el avance de lo político en el
ámbito de lo judicial o lo religioso; y así varios ejemplos más.
Existe una corrupción legalizada, que se refiere a una de las formas
del abuso en el ejercicio del poder que proviene del manejo arbitrario
de las normas y recursos, utilizando para ello los privilegios o las
posibilidades que el propio sistema ofrece a los corruptos. Lo
característico de esta corrupción es que los miembros de las
instituciones o los propios responsables de aplicar la ley son quienes
la vulneran en beneficio propio.
Al igual que en la
perversidad, lo patológico de la corrupción es la impunidad y la
existencia de factores estructurales en las propias organizaciones del
Estado, que llevan a la instalación y mantenimiento de estas
injusticias. En este sentido las denuncias y sanciones aisladas no
permiten disimular que el problema está en el funcionamiento de esas
instituciones.
Es evidente que la corrupción no es solamente
una realidad interna o un fenómeno local asignable a organizaciones
específicas, algo que sólo tenga que ver con determinados servicios que
el Estado presta a los ciudadanos, como la administración de justicia.
En su explicación intervienen factores de contexto como las crisis en
las instituciones, la lentitud de la justicia, el autoritarismo, la
interpretación de las normas jurídicas en favor de un determinado grupo
social, las excesivas regulaciones estatales, las concentraciones
monopólicas, la falta de conciencia colectiva, la ausencia de
protección al ciudadano, sobre todo en los ámbitos jurídicos.
En la corrupción, sobre todo la judicial, siempre encontramos signos de
decadencia, no económica, sino social y cultural, haciéndose inestable
el sistema en sí mismo, porque en sus relaciones con el medio sus
acciones pierden legitimidad.
En nuestro país hemos tenido
múltiples casos de estas manifestaciones, producto de varios elementos
perversos: la designación política de los jueces de la Suprema Corte,
los regímenes de privilegio existentes en el Poder Judicial, el
ocultamiento de actos corruptos de jueces y funcionarios, la protección
de aquellos que, perteneciendo al Poder Judicial, están amparados con
base a intereses políticos de determinados grupos claramente
identificados. Y el más grande de todos, el retorcer la interpretación
de la Constitución Política para que un político, de un partido que se
caracteriza por su inmensa corrupción, pudiera volver a ser Presidente
de la República, a fin de hacer avanzar los postulados neoliberales de
latrocinio y destrucción del Estado.
Y es así como las
estructuras que dejaron montadas en todos los poderes los miembros de
ese partido político, muestran los indicadores básicos de la
corrupción: la decadencia en los principios éticos y su reemplazo por
la racionalidad instrumental, el desplazamiento de los valores
funcionales, el olvido de la responsabilidad social por las acciones
egoístas del sistema y la ambigüedad en las reglas del juego.
Es entonces cuando vemos, como acabamos de presenciar, la utilización
de argumentos falaces –como la intromisión de los poderes- referido a
la designación por reelección del Fiscal General de la República, sobre
quien ya está todo dicho, argumentos que no se mencionaron cuando se
retorció la Constitución Política para que se pudiera reelegir a un
expresidente. Lo mismo vemos en las contradicciones de ciertas
sentencias de la Sala Constitucional.
Sin embargo, los tiempos
hoy son bastante diferentes a los de esa ocasión. Han trascurrido
varios años desde el inicio de la destrucción del Estado Social de
Derecho, de desenmascaramiento de la venalidad, la impunidad, el
tráfico de influencias, el latrocinio, y la protección pobremente
disimulada de la Fiscalía General de la República de ciertos grupos
políticos y religiosos, acusados y en proceso de investigación (desde
hace ya años) que no avanzan, como una forma velada de impunidad
causada por intereses políticos. Los ciudadanos están hoy más
conscientes de la podredumbre que cubre como un manto de detritus la
mayoría de la organizaciones del Estado, en todos los poderes, y por
ello expresaron su voluntad de cambio en la elecciones pasadas.
Los carcamales de siempre deberían estar conscientes que el pueblo es
paciente, pero su paciencia no es ilimitada. Llegará un momento en la
situación de perversidad sea ya tan intolerable, que grupos sociales se
levanten con manifestaciones de protesta exigiendo limpieza, decencia,
ética en la función pública, sobre todo en la administración de
justicia.
Llegará el momento, y espero que muy pronto, en que
no habrá diferencia en la aplicación de justicia para quien se roba una
gallina de la de aquellos funcionarios que incumplen o utilizan su
cargo (el que deben a un partido político) para proteger delincuentes
de cuello blanco o cometer fechorías ellos mismos. Es evidente que
atravesamos una época en nuestro país en que el área de influencia de
lo perverso se ha ampliado hasta casi lograr su modelo puro;
confundirse con la realidad al desaparecer, ante la mirada espontánea,
todo lo posible fuera de la perversión.
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