A 41 años del bombardeo de la Moneda
El
historiador británico Eric Hobsbawm sostiene que “en todos nosotros
existe una zona de sombra entre la historia y la memoria, entre el
pasado como registro generalizado, susceptible de un examen
relativamente desapasionado y el pasado como una parte recordada o como
trasfondo de la propia vida del individuo”. Y precisando su idea
Hobsbawm agrega que “para cada ser humano esta zona se extiende desde
que comienzan los recuerdos o tradiciones familiares vivos [...] hasta
que termina la infancia, cuando los destinos público y privado son
considerados inseparables y mutuamente determinantes. La longitud de
esta zona puede ser variable, así como la oscuridad y vaguedad que la
caracterizan. Pero siempre existe esa tierra de nadie en el tiempo.
Para los historiadores, y para cualquier otro, siempre es la parte de
la historia más difícil de comprender” [1] .
Pienso que
Hobsbawm tiene razón. Algo similar a lo que él describe me ocurre con
la figura de Salvador Allende. Aunque varias generaciones nos
separaban, alcancé a ser su contemporáneo y a vivir con la ingenuidad
de la infancia, primero, y luego con la pasión de los años
adolescentes, el tiempo del apogeo de su carrera política, que fue
también el del punto máximo alcanzado por el movimiento popular en
Chile en sus luchas por la emancipación.
Mi contemporaneidad
con Allende y compromiso personal en la causa de la izquierda y del
movimiento popular son obstáculos adicionales que ponen a prueba mi
juicio de historiador. Sin contarme entre quienes que niegan la
posibilidad de hacer “historia del tiempo presente”, aquella de la cual
hemos sido actores o al menos testigos, debo reconocer que aún hoy, a
tres décadas y media del golpe de Estado y de la muerte de Allende, la
emoción me embarga al evocar su persona y al escuchar “el metal
tranquilo” de su voz.
No postulo que la historia (en el
sentido historiográfico o conocimiento sistemático que tenemos acerca
de los hechos del pasado) deba carecer absolutamente de emoción y de
pasión, pero la sociedad espera que los historiadores tengamos un
juicio lo más objetivo, justo y verdadero posible acerca de los
acontecimientos históricos. Creo que sobre la historia de Chile de la
segunda mitad del siglo XX (y de seguro bastante más atrás) mi mirada
tendrá siempre la impronta de alguien comprometido con uno de los
bandos en lucha, aun cuando por honestidad intelectual y personal haga
los máximos esfuerzos por ponderar las “evidencias históricas”, que,
como es sabido, pueden ser acumuladas para apoyar interpretaciones muy
disímiles acerca del devenir de una sociedad o de un grupo humano a
través del tiempo.
¿Cómo abordar entonces desde un punto de vista ensayístico al personaje histórico Salvador Allende?
Creo que en mi caso lo más conveniente es recurrir a la larga duración
que sobrepase con creces su vida, insertándola en el transcurrir
general del movimiento popular en Chile. De esta manera, tomando cierta
distancia de las contingencias que enfrentó el personaje y que son,
precisamente, aquellas que pueden empañar mi visión, quiero aportar un
grano en la comprensión del papel de Allende y, al mismo tiempo, de
algunos fenómenos de nuestra historia.
Me propongo sostener tres premisas:
1°)
Salvador Allende encarnó mejor que nadie desde mediados de la década de
1930 y hasta su muerte en 1973 la continuidad histórica y la línea
central de desarrollo del movimiento popular.
Como es
sabido, las raíces de este movimiento se hunden hasta mediados del
siglo XIX cuando algunos contingentes de artesanos y obreros
calificados levantaron un ideario de “regeneración del pueblo” en base
a una lectura avanzada y popular de los postulados liberales. El
mutualismo y otras formas de cooperación fueron la expresión práctica
de este proyecto de carácter laico, democrático y popular. Con el
correr del tiempo, el desarrollo del capitalismo y la llegada de las
ideologías de redención social provocaron desde fines de ese siglo el
ascenso del movimiento obrero y con él una metamorfosis de la doctrina,
las formas de organización y de lucha de los sectores populares. Desde
comienzos del siglo XX el ethos colectivo del nuevo movimiento
se sintetizó en la aspiración (más radical) de la “emancipación de los
trabajadores” y se expresó en el surgimiento del sindicalismo y la
adopción por parte del movimiento obrero y popular de los nuevos credos
de liberación social del anarquismo y el socialismo. Con todo, a pesar
de la mutación en un sentido de mayor radicalidad (de la “cooperación”
a la lucha de clases), un tronco de tipo ilustrado, regenerativo y
emancipador representó una cierta continuidad entre esas dos fases o
momentos del movimiento popular [2] .
Salvador Allende
hizo sus primeras experiencias políticas cuando el movimiento popular
se aprestaba a transitar por los cauces institucionales que no
abandonaría hasta que el golpe de Estado de 1973 lo interrumpiera
brutalmente. Así, después de más de una década de convulsiones sociales
y políticas, a mediados de los años 30, el movimiento popular y la
izquierda, dando su “brazo a torcer”, optaron mayoritariamente por
incorporarse al juego político institucional, retomando –después de
algunas veleidades rupturistas- un transitar más evolutivo, pacífico,
parlamentario y reformista, que era, en definitiva, el que siempre
habían escogido los trabajadores toda vez que las clases dirigentes se
los habían permitido.
Desde este “gran viraje” (según la
acepción de Tomás Moulian) de mediados de los años 30 que inauguró la
política de Frente Popular, la izquierda y el movimiento popular
asociado a ella, optó clara y mayoritariamente por aceptar las reglas
puestas por el “Estado de compromiso” proclamado por la Constitución de
1925, pero que recién por esos años empezó a hacerse realidad [3] .
Allende, como esa sabido, jugó un papel destacado en esta “nueva”
estrategia ya sea como ministro de Estado, parlamentario, dirigente
partidario y –más allá de sus cargos formales- en tanto líder político
popular. El Frente Popular, luego el Frente del Pueblo, el Frente de
Acción Popular y, finalmente, la Unidad Popular, fueron los hitos
aliancistas a través de los cuales la política de la izquierda y del
movimiento popular se hicieron realidad. Esto fue, en síntesis, el
contenido más esencial del “allendismo” como sentimiento y corriente
política de masas. En este sentido, la acción y la persona de Allende
–persistente hasta el último de sus días en un camino de unidad- fueron
la expresión más paradigmática de una vía y de una estrategia para
alcanzar el ideal de la emancipación popular.
2°) Salvador Allende encarnó la dialéctica no resuelta de reforma o revolución.
Aún cuando el apego de Allende a la vía parlamentaria y a las reglas
del juego del “Estado de compromiso” fueron permanentes, la izquierda y
el movimiento popular en los últimos años de la vida de este líder se
vieron envueltos en un debate y en una encrucijada no resuelta que
anuló los esfuerzos que en distintos sentidos se hicieron para dar
conducción al movimiento y una salida al impasse político. Es
el “empate catastrófico” entre las dos vías –la “rupturista
revolucionaria” y la “moderada revolucionaria” del cual nos ha hablado
Tomás Moulian en su Conversación interrumpida con Allende [4] .
A 35 años de distancia, la disyuntiva ¿reforma o revolución? pierde los
contornos que en la década de 1970 nos parecían tan nítidos. Si bien la
revolución “con empanadas y vino tinto” preconizada por Allende, en
esencia la vía electoral reforzada por la movilización popular, mostró
sus límites en un contexto internacional de gran polarización, la
“revolución” tal como la concebíamos entonces, ya no es posible y -más
aún- ni siquiera deseable.
La “caída de los muros”, la
terciarización de las economías, los cambios tecnológicos y de las
estructuras sociales en Chile y el mundo, la emergencia de nuevas
problemáticas y de un mundo unipolar dominado por un gran Imperio, amén
de un sinnúmero de razones que apuntan mayoritariamente a la
consolidación del modelo de dominación, hacen de la “revolución” según
el esquema clásico, un fetiche puramente nostálgico más allá de la
eficiencia técnica (a estas alturas bastante hipotética) de sus métodos
para asaltar el poder.
La oposición entre la vía reformista
electoral y la vía revolucionaria armada no es ya un punto de quiebre
al interior de la izquierda y del movimiento popular, pero sí lo son,
por ejemplo, la adhesión o el rechazo al modelo neoliberal y a la
dominación imperial. A la luz de este nuevo dilema, la política de
Allende adquiere renovada relevancia histórica. Su “reformismo
rupturista” o “reformismo revolucionario” nos parece hoy día -incluso a
sus críticos de izquierda de entonces- el sumun a lo que
podríamos aspirar en estos tiempos de globalización neoliberal. Curiosa
paradoja de la historia: lo que antes era considerado altamente
insuficiente llega a ser “el bien mayor”. El allendismo del período de
la Unidad Popular fue la expresión de una tentativa abortada por
resolver en una síntesis dialéctica la disyuntiva entre reforma o
revolución que el contexto histórico de los años 70 -ahora lo
percibimos con claridad- no permitía solucionar. Con todo, a pesar de
verse atrapado en ese callejón sin salida, Allende en el día de su
muerte, y con su muerte, intentó dejar una herencia política de
contenido “reformista revolucionario”.
3°) En la historia
del movimiento popular el golpe de Estado de 1973 representa un quiebre
total, un “puente roto” que no se ha vuelto a reparar.
En
su mensaje de despedida Salvador Allende vaticinó que “otros hombres”
superarían ese momento gris y amargo. Esos nuevos hombres retomarían la
senda interrumpida de la izquierda y del movimiento popular. Los
heroísmos, sacrificios y reencantamientos militantes de la lucha de
resistencia contra la dictadura parecieron reanudar la marcha del
movimiento popular. El combate contra la opresión de la tiranía se
inscribía perfectamente en la perspectiva general –y de muy larga
duración- en pro de la emancipación del pueblo. Pero la infinita
“transición a la democracia” que vino enseguida, los acomodos y
reacomodos de la clase política, la decepción y desmovilización
popular, demostraron que sólo por un efecto de espejismo el movimiento
popular había parecido rearticularse duraderamente al calor de las
protestas de la década de 1980. En realidad, una vez que el “enemigo
visible” se metamorfoseó tras el discurso de reencuentro y
reconciliación nacional, el movimiento popular perdió su norte,
quedando en evidencia que el ethos colectivo de la emancipación
de los trabajadores que lo había animado durante tanto tiempo, se había
extraviado o difuminado en medio del derrumbe ideológico que acompañó
al fin del llamado “campo socialista” y en el empeño criollo por
recuperar la democracia.
¿Cuál es el ethos colectivo
del mundo popular en el Chile actual? ¿Hay un cuerpo de ideas básicas
que articule sus demandas? ¿Se manifiesta una aspiración común –como
fue en la época de Allende la conquista de un gobierno popular- que
cristalice en un objetivo político fácilmente identificable las
distintas reivindicaciones sectoriales? ¿Y si esto no es así, sin ese corpus mínimo de ideas y anhelos compartidos, es posible concebir la existencia de un movimiento popular?
La verdad es que los sectores populares han desaparecido en tanto
sujetos políticos, quedando reducidos a la categoría de clientela que
oscila entre las alternativas de administración “progresista” del
modelo o gestión “populista” de derecha del mismo. El mercado ha
reemplazado a las formas orgánicas de sociabilidad que hicieron posible
la existencia de un movimiento popular que tuvo expresiones sociales y
políticas, una de cuyas vertientes históricas más caudalosas y
persistentes fue el allendismo. Es por ello que, al margen de las
añoranzas, en términos políticos reales no hay allendismo actualmente
en Chile (porque podría haber allendismo sin Allende como ha existido
en otras partes peronismo sin Perón o gaullismo sin De Gaulle). Por las
mismas razones no ha surgido un líder popular de la talla de Allende ni
nada que se le parezca. Allende como hombre político –y esto es de
Perogrullo- fue el producto de un tiempo, de una relación entre una
personalidad descollante y un movimiento social y político del cual él
fue intérprete y expresión.
Para que vuelvan a “abrirse las
grandes Alamedas” (que aún permanecen cerradas) se necesitarán de
“otros hombres” que estimulen el desarrollo de fuertes movimientos
sociales, hombres y mujeres capaces de retomar el hilo conductor del
movimiento popular en una perspectiva de futuro y no de mera evocación
nostálgica. Mientras esto no ocurra, el legado político de Allende
continuará siendo un capital inmovilizado, un icono desprovisto de
significado histórico concreto y de operatividad política real.
Dr. en Historia, profesor del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. La primera versión de este texto fue publicado en 2003.
[1] Eric Hobsbawm, La era del imperio, 1875-1914, Buenos Aires, Crítica, 1998, pág. 11.
[2] Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago Ediciones de la DIBAM – RIL Ediciones, 1998; “Una mirada al movimiento popular desde dos asonadas callejeras (Santiago, 1888-1905)”, en Cuadernos de Historia, N°19, Santiago, diciembre de 1999, pp. 157-193; “Transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas obreras en Chile (1891-1907)”, en Historia, vol. 33, Santiago, 2000, pp. 141-225; Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de ‘la Idea’ en Chile (1893-1915), Santiago, Lom Ediciones, 2007.
[3] Tomás Moulian, “Violencia, gradualismo y reformas en el desarrollo político chileno”, en Adolfo Aldunate, Ángel Flisfich y Tomás Moulian, Estudios sobre el sistema de partidos en Chile, Santiago, FLACSO, 1985, págs. 13-68. La idea del “gran viraje” de la izquierda está expuesta más específicamente en págs. 49 y 50.
[4] Tomás Moulian, Conversación interrumpida con Allende Santiago, LOM Ediciones – Universidad ARCIS, [1998].
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