Elecciones en Bolivia, Brasil y Uruguay
El
mes próximo se dirime buena parte del futuro cercano del sur de
América. Los procesos electorales en Brasil, Bolivia y Uruguay
definirán, además de sus propias correlaciones locales de fuerzas,
algunas proyecciones o tendencias sobre el resto del subcontinente.
Lejos de toda homogeneidad, en cada país se expresan particularidades
propias aunque guardan en común cierta indefinición de las magnitudes
que, según resulten, pueden alterar los escenarios de manera relevante.
El caso de Bolivia parece el menos comprometido, ya que para el
emblemático 12 de octubre venidero, la victoria del actual presidente
Evo Morales, candidato por el gobernante Movimiento al Socialismo
(MAS), no está puesta en duda por consultora alguna.
Sin embargo, su
desafío inmediato es retener las dos terceras partes de la
representación en la asamblea legislativa plurinacional, cosa que
requiere una casi idéntica proporción de sufragios totales. Sin dejar
de reconocer la importancia que en la avizorada perspectiva de triunfo
tiene el crecimiento económico y la redistribución de la riqueza, entre
otras conquistas, la gran victoria del reformismo boliviano se gestó en
el proceso constituyente –y sus consecuentes luchas- entre el 2006 y el
2008, que cristalizó en la actual Constitución. En el país mediterráneo
no sólo tuvo y tiene lugar una importante transformación
socioeconómica, sino además, una enfática transformación política y
cultural, a diferencia de los otros dos países que renovarán los
poderes ejecutivo y legislativo en los que el régimen político
liberal-fiduciario goza de impunidad politológica.
Muy
diferente es la perspectiva en Brasil, particularmente a partir del
inesperado giro de este mes, luego de la trágica muerte en un accidente
aéreo del candidato presidencial por el Partido Socialista (PSB)
Eduardo Campos. Por primera vez en la historia de ese país, se
sustituye la polarización entre el Partido de los Trabajadores (PT),
liderado por el ex presidente Lula y la actual presidenta y candidata
presidencial Dilma Rousseff, y el partido de la Socialdemocracia
Brasileña (PSDB) cuyo máximo referente es el ex presidente Fernando
Henrique Cardoso, aunque en esta oportunidad promueve la candidatura de
Aécio Neves. Hoy la histórica oposición la ocupa el PSB, con la curiosa
particularidad de que su candidata no es socialista sino una ex
integrante del PT, la ex ministra y senadora Marina Silva, que recaló
secundando la fórmula presidencial del PSB luego de fracasar en el
intento de crear su propia fuerza, la “Red de sustententabilidad”.
Silva hoy concita el apoyo de buena parte del establishment y los
grandes capitales apelando fundamentalmente a resaltar los logros del
gobierno neoliberal de Cardoso y sus medidas monetaristas. Sin embargo,
su trayectoria está lejos de representar ortodoxia alguna.
Al igual que
Dilma, es mujer y suma la infrecuente particularidad de pertenecer a
una minoría étnica, venida del pobre interior campesino como el estado
de Acre, analfabeta hasta su adolescencia, devota pentecostal, que
luego de la ruptura con el PT coqueteó tanto con el PSOL (una ruptura
por izquierda del PT) como con el PSDB, impulsando hoy un aparente
capitalismo ecológico del que se desprende cierto sesgo neoliberal y
posmoderno. Producto del azar y de las construcciones mediáticas del
marketing político, parece captar, además del apoyo de los grandes
intereses, buena parte del descontento con la gestión del PT de la
clase media, como la que salió a las calles en la última fase de las
jornadas de junio del 2013, a las que el sociólogo brasileño Celso
Frederico señaló como conducidas por la “lógica del espectáculo” y
manipuladas por los medios de comunicación que expresaron una
“estetización de la política que reproducía, a su modo, la permanencia
en lo visible, en lo inmediato”.
Pareciera que la retirada del lulismo
de estas capas resulta una respuesta refractaria a la nueva base social
del PT: los sectores más postergados, beneficiados hoy por las
políticas públicas de inclusión social. Aunque con sesgo paternalista y
orientadas al acceso a ciertos bienes de consumo, éstas políticas le
otorgan una nueva base social al oficialismo, sin necesaria
movilización ni participación política. De este modo, sólo se
acrecienta la crisis de representación de los partidos y organizaciones
tradicionales como los sindicatos.
En Uruguay, la confrontación
es más previsible aunque con algunos signos de alarma para la
continuidad del proyecto reformista, que sospecho está amenazado por
similares segmentos sociales y etarios que en Brasil: las capas medias
y la juventud. El informe de agosto de la consultora Factum dirigida
por Oscar Bottinelli revela tres datos comparativos entre la campaña
del 2009 y la actual, indispensables para reconducir la estrategia
electoral. A nivel urbano, el declive de 7 puntos en la capital (donde
habita casi la mitad del electorado) es coincidente con aquel llamado
de atención que significó el enorme abstencionismo y voto en blanco
para las elecciones municipales de 2010. A nivel social, la merma entre
los sectores con mayor instrucción formal (5 puntos para los que
accedieron a la escuela media y 11 puntos entre los de nivel terciario
y universitario). A escala etaria, la pérdida de 6 puntos entre los
jóvenes y de 9 entre los adultos medios aunque con un incremento de 2
puntos entre los adultos mayores. Para decirlo crudamente, el Frente
Amplio uruguayo (FA) envejece y se desilustra.
Al igual que el
oficialismo brasileño, el uruguayo entra en un sorpresivo cono de
incertidumbre frente a personajes esculpidos por el cincel mediático y
la cínica audacia comunicacional. El caso del crecimiento de intención
de voto de Lacalle Pou, hijo del ex presidente ultraderechista Lacalle
-de rancia estirpe para la dinástica tradición conservadora uruguaya-
aporta un nuevo caso de emergencia sorpresiva. Un personaje
caricaturezco, munido de un discurso evasivo e impreciso, plagado de
lugares comunes y gestos farandulescos, en ocasiones ramplones, en
otros mundanos, que sin embargo concita atracción, no sólo en la
previsible derecha local, sino en ciertas fracciones de la clase media
que abandonan al FA. O en jóvenes que no vivieron en carne propia la
devastación neoliberal y dan por sentado el intervencionismo estatal en
la economía y la relativa contención de la barbarie capitalista.
Jóvenes a los que ya no seduce la palabra, ni la argumentación
persuasiva, sino que se ven maniatados por el culto de la imagen, el
monopolio de la apariencia ejercido por los medios de comunicación
audiovisuales oligopolizados, los mismos a los que el presidente Mujica
les concedió graciosamente la continuidad de la ocupación del éter
público, hipotencando el futuro del mensaje.
No deja de
resultar paradojal que las dos experiencias de convergencia de
izquierdas y reformismos más originales, con una ejemplar organización
de bases y horizontalidad, el PT y el FA, terminen desmovilizadas,
vaciadas y jugando en la cancha y las reglas cuyo repudio parecen haber
olvidado: las del electoralismo mediático y el personalismo sustituista.
Aunque no creo que pueda establecerse unicausalidad, ni correlatos
mecánicos, el olvido de los dos pioneros de la política como crítica y
superación del régimen representativo, no puede excluirse de un balance
a la hora de confrontar las perspectivas, cualquiera sea el resultado
final entre estos dos últimos ejemplos con el boliviano. El MAS tuvo la
valentía de organizar un proceso de debate y luchas por un reforma
constitucional que lejos de resultar totalmente superadora de las
limitaciones del “ancien regime”, abrió resquicios para la
participación política de los excluidos históricos concediéndoles
derechos inéditos, aún a costa de acompañarlos con el atajo
reeleccionista, tan fertilizante de los personalismos. Comprendió que
la política no es sólo la superestructura de la base económica sino
también un posible campo de transformación institucional.
Cuando las alternativas electorales quedan ceñidas en el campo de las
medidas económico-sociales -cuya importancia no minusvaloro, aunque
tampoco absolutizo- y si luego éstas son sólo efectos publicitarios
desgajados de implementación futura, meras promesas sin garantía de
efectivización carentes de compromisos programáticos, es muy probable
que se expanda el imaginario ideológico de igualación entre todos los
políticos, cada vez más divorciados a su vez de la sociedad civil.
En
tal contexto político-cultural, se van quebrando fidelidades,
inclinaciones ideológicas o morales, induciendo a priorizar
crecientemente intereses inmediatos de mejoramiento de las condiciones
de vida. O en otros términos a optar por quién logre concitar algún
tipo de confianza en la resolución de necesidades individuales o
fraccionales, cosa nada ajena a la seducción por imagen y la
manipulación publicitaria. El debate queda restringido a la eficacia.
Una vez aceptado este juego y lanzada la disputa, ya no hay otro camino
posible que la conquista de la credibilidad. Afortunadamente los
progresismos pueden apelar a la experiencia de gobierno y la
confrontación con el pasado para intentar conquistarla. Pero no se
espera de ellos sólo eficacia sino también legitimidad. Como en
Bolivia.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario