Gustavo Gordillo/ I
Los crímenes de
odio –masivos o individuales– se alimentan de unas narrativas que se
amplían y expanden a través de las redes sociales o en vínculos directos
de extremistas racistas. Pero en el momento actual expresan tres ideas
centrales: el supremacismo blanco, una profunda xenofobia y una
predisposición a destruir reglas, instituciones y formas de convivencia
que son consideradas como propiciadoras del estado de la sociedad que
intentan modificar –diría para usar una palabra más precisa, subvertir.
Las narrativas vienen de lejos, dependiendo de cada país, pero
arriban a su eclosión cuando convergen con dos rasgos adicionales: una
profunda crisis social –expresada en anomías, ruptura de vínculos
sociales, polarización, profunda desigualdad– y un amplio descrédito de
los mecanismos tradicionales de intermediación política y de manejo de
conflictos. El enemigo más encarnizado en estas narrativas son los
migrantes.
Su signo más visible es la emergencia de líderes políticos que
acceden a puestos ejecutivos a partir de mecanismos democráticos, pero
con una retórica profundamente subversiva, anti statu quo y
antielista. Notorios, para mencionar a algunos, son Trump, Boris
Johnson, Le Pen, Orbán, Duterte, Erdogan, Modi y Putin. Pero estos
personajes no son la causa ni siquiera el síntoma de estos
dislocamientos sociales. Son, a decir verdad, el síndrome, es decir –en
una definición mínima–, el conjunto de fenómenos que concurren unos con
otros y que caracterizan una determinada situación.
Veamos el horrendo crimen de El Paso. Se dice que existe un
manifiesto, que podría estar vinculado con el asesino, en el cual
describía un ataque inminente y criticaba a los migrantes:
Si podemos deshacernos de suficientes, entonces nuestra forma de vida puede ser más sustentable.
Desde luego la retórica racista de Trump ha estado generando el
ambiente propicio para que ocurran este tipo de ataques masivos. Pero en
Estados Unidos hay dos circunstancias propiciatorias bien conocidas: la
enorme facilidad para adquirir todo tipo de armas, incluso las de alto
poder, como las usadas en El Paso, Texas, o Dayton, Ohio, que además son
las que utilizan las bandas criminales en México. La presencia de un
consorcio, la Asociación Nacional de Rifle, que cabildea y de hecho
financia un alto número de representantes en las legislaturas,
incluyendo la federal y los gobiernos estatales, torpedea aún las más
sensatas regulaciones en el uso sobre todo de las armas de gran poder.
La segunda tiene relación directa con el triunfo electoral de Trump
en 2016. ¿Cómo alguien que pierde el voto popular por varios millones de
votos de ciudadanos aun así gana la presidencia de la república? Desde
luego, en todo esto entran los arcaísmos del sistema presidencial de
Estados Unidos, pero quizás los datos más impactantes tienen que ver con
la distribución territorial del voto en favor de Trump.
Un estudio producido por el Centro Niskanen – The density divide,
junio de 2018–, un centro de estudios libertario-conservador, encuentra
los siguientes datos de carácter territorial ligados a la densidad de
la población en la distribución del voto de Trump y de Clinton.
Donald Trump ganó en 80 por ciento de condados de Estados Unidos
donde sólo vive 45 por ciento de la población total. Hillary Clinton
dominó en las ciudades de más de un millón de personas –de hecho, Trump
no triunfó en ninguna de esas urbes–, donde vive 56 por ciento de la
población y superó en el voto popular a Trump por 2.9 millones de
votantes. Los condados de baja densidad poblacional son étnicamente
homogéneos –más de 60 por ciento son blancos. Más aún: son relativamente
pobres, porque todos los condados que votaron por Trump aportan sólo 36
por ciento al producto interno bruto de Estados Unidos. Los condados
que votaron por Clinton aportan el 64 por ciento restante.
Twitter: gusto47
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