El episodio más
reciente de la crisis institucional que enfrenta Brasil es el recurso
interpuesto por el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff ante el
Supremo Triubal Federal (STF) para detener el proceso de juicio político
que está por iniciarse en el Senado para destituir a la mandataria.
Según el documento del Ejecutivo, el destituido presidente de la Cámara
de Diputados, Eduardo Cunha, incurrió en
abuso de poderal dar entrada a una petición para destituir a Rousseff, en diciembre pasado, cuando él mismo estaba a punto de ser sometido a una investigación por corrupción. El alegato de Planalto –sede del poder presidencial brasileño– señala que Cunha se sirvió de su cargo para interferir en las pesquisas legales en su contra y parte de ese ejercicio abusivo fue someter a votación la demanda de impeachment.
El sucesor de Cunha en la presidencia de la cámara baja el
escurridizo y ambivalente Waldir Maranhão, también acusado de
corrupción, dejó sin efecto la votación en la que se aprobó la
destitución de Rousseff, aunque horas más tarde se retractó de la
decisión. Por su parte, el presidente del Senado, Renán Calheiros,
desestimó los vaivenes de su homólogo de la cámara baja y anunció su
determinación de poner a votación el inicio del juicio contra la
presidenta. Si el resultado fuera aprobatorio, Dilma sería separada del
cargo en forma automática durante tres meses, lapso en el cual el
Legislativo llevaría adelante el proceso político y el cargo
presidencial quedaría en manos del ahora vicepresidente, Michel Temer,
quien ya anunció la composición de su gabinete y un programa económico
abiertamente neoliberal.
Lo que queda a la vista en el curso de la crisis política es
la enorme penetración de la corrupción corporativa en las instituciones
brasileñas y su capacidad de operar una suerte de golpe de Estado
parlamentario para poner fin al programa político, económico y social
del Partido de los Trabajadores, al que pertenecen tanto Rousseff como
su antecesor, Inazio Lula da Silva.
Es pertinente considerar, a este respecto, que los cargos imputados a
la presidenta son deleznables: haber realizado ajustes presupuestarios
perfectamente legales y registrados. Pero tal acusación fue procesada
por un Legislativo en el que dos de cada tres integrantes tienen
pendientes investigaciones por desvíos, fraudes, desfalcos, cobros
indebidos de comisiones o recepción irregular de prebendas.
En la coyuntura se mezclan, pues, motivaciones político económicas de
corte oligárquico con afanes de preservación de impunidades, sin
descartar la permanente injerencia del gobierno y las corporaciones
estadunidenses.
Aunque los opositores no han logrado todavía su propósito de acabar
con la presidencia de Dilma Rousseff, ya consiguieron un objetivo acaso
inesperado: dar al traste con la credibilidad de las instituciones
públicas –particularmente las dos cámaras legislativas– y causar un daño
gravísimo a la democracia brasileña.
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