Hace
70 años atrás, Guatemala iniciaba su precaria década de primavera
revolucionaria que la obtusa élite
político-militar-económica-religiosa, y la avaricia norteamericana, no
la dejaron florecer por completo. Militares, profesores y estudiantes,
indignados con la dictadura militar persistente, impulsaron un intento
revolucionario para emancipar a Guatemala de la dominación de los
intereses norteamericanos. Entonces, era 20 de octubre de 1944.
El
inmoral acaparamiento de las tierras, la servidumbre legalmente
establecida que padecían indígenas y campesinos, y la sistemática
violación de los derechos individuales, motivó al estallido de aquella
histórica Revolución.
A 70 años de aquella apoteósica apuesta
truncada, Guatemala vive en un hastío y en un sinsentido existencial
generalizado. El casi bicentenario Estado aparente, lejos de
fortalecerse y afianzarse en el su territorio, se diluyó y diluye casi
por completo, evidenciando las estructuras de la putrefacta corrupción
que la carcome cual si fuera una lepra crónica. En Guatemala, por donde
se pone el dedo salta la secreción de la corrupción.
La
Revolución Nacional intentó redistribuir el uso de la tierra en el
país, garantizando como único propietario al Estado (para evitar la
compraventa, seguido de acumulación). El Gobierno de los EEUU. promovió
la contra revolución y logró que se reestableciera la inmoral tenencia
de la tierra. Ahora, los monocultivos acaparan más del 60% de las
tierras de cultivo en un país donde la desnutrición y el hambre
adquieren carta de ciudadanía y carcomen a casi el 60% de niños menores
de cinco años. Ejércitos de campesinos e indígenas sin tierra,
empujados por el hambre, marchan hacia los monocultivos para padecer la
esclavitud en esas prisiones verdes. Mientras tanto, gobernantes e
importadores de alimentos se hacen millonarios en uno de los países más
hambrientos de la región.
La Revolución Nacional intentó
profundizar y democratizar la democracia formal en Guatemala. Pero, los
politiqueros de derecha y de izquierda que sobrevinieron, agrupados en
sus empresas electorales, usurpan la soberanía y secuestran la voluntad
y la representatividad política del pueblo. Estos sinvergüenzas de saco
y corbata, tramitadores de los contratos de concesiones para las
multinacionales, ahondan la ruptura entre el aparente Estado y la
sociedad fragmentada, al grado que el incipiente proyecto de unidad de
la nación mestiza de Guatemala también se difumina acelerando las
aspiraciones de autonomías indígenas.
Guatemala, con sus más
de 53 mil millones de dólares de Producto Bruto Interno (PIB), tiene la
economía más grande de toda Centro América y de muchos del Caribe y de
algunos de América del Sur. Pero también es el país más racista y
desigual del Continente. Ni siquiera en Haití existe la inmensa brecha
entre ricos y empobrecidos como en este país centroamericano. Casi el
100% de la economía está en manos del sector privado. El
empobrecimiento, en el área rural, alcanza casi al 80% de la población.
El Estado neoliberal prácticamente se convirtió en gendarmería que
garantiza la acumulación del capital por desposesión. ¡Ay de los
pueblos indígenas o empobrecidos que se organicen y se atrevan a
defender sus derechos! El Estado y las empresas los declaran enemigos
internos y los aniquilan selectivamente.
Las élites
político-económico-militar, luego del triunfo de la contra revolución,
utilizaron la violencia oficial como el único método para mantenerse en
el poder. Al límite que, luego de los supuestos Acuerdo de Paz (1996),
instauraron las condiciones socioculturales para la generalizada
germinación de la violencia-inseguridad- incertidumbre para
desmovilizar la conciencia y voluntad popular. Ahora, la seguridad
cuesta caro en Guatemala, y son ellos quienes lucran con la seguridad
privatizada.
Al ser los profesores y estudiantes el núcleo
dinámico del proceso revolucionario se creyó que el pensamiento
revolucionario sería el mayor legado de aquella revolución inconclusa.
Pero, tampoco esto fue posible. La represión y la violencia instaurada
en contra del pensamiento divergente, en las décadas post
revolucionarias, y durante la guerra interna, prácticamente condenó a
profesionales y académicos al solipsismo. Se asumió la autocensura del
pensamiento como el modo del quehacer académico para subsistir. A esto
se sumó el establecimiento del individualismo como la virtud máxima de
la “sociedad” neoliberal.
En estos tiempos, Guatemala padece
un déficit crónico de pensadores orgánicos, comprometidos con los
movimientos sociales emergentes. La gran mayoría de los académicos son
antimovimientos sociales. Académicos de izquierda y de derecha se
convirtieron en peones mal pagados de los agentes del sistema
neoliberal.
En contraste con este crónico cuadro, emergen
desde diferentes puntos geográficos y sectores indígenas del país,
movimientos locales de resistencia con agendas propias. Estos
guardianes y depositarios excluidos de la dignidad y soberanía del país
sienten en carne propia que Guatemala como proyecto de Estado nación es
un fracaso. Ellos subsistieron sin Estado por muchos años. Pero, ahora,
que el capital herido va por todo y por todas partes, sienten la
violencia estatal-empresarial, por eso se resisten, y muchos de ellos
plantean la reconstitución de los territorios indígena autónomos.
Otros, con una perspectiva más global, plantean la necesidad de una
Asamblea Constituyente Popular para refundar Guatemala. Pero, a esta
propuesta incluso la seudo izquierda política de Guatemala le tiene
miedo.
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