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lunes, 11 de octubre de 2010

ALEPH: Una sociedad en el cadalso


Carolina Escobar SartiEn este país donde mujeres y hombres de todas las edades están condenados diariamente a morir a causa de la violencia, la inseguridad, el abandono o el hambre, sin posibilidad de justicia o indulto, es una paradoja mayúscula poner de nuevo sobre la mesa del debate nacional el tema de la pena de muerte.

Obscena contradicción la que pide, desde fines electoreros, el espectáculo de la muerte para unos pocos, con el fin de aliviar la antropofágica sed de venganza, resultado de una neurosis colectiva que nos tiene hablando obsesivamente de asaltos, secuestros, armas, asesinatos y narcomatanzas, hasta en las piñatas.

Hemos dado otro paso atrás. Volver a poner el tema de la pena de muerte en la agenda nacional, sobre todo en un contexto preelectoral sumamente violento, es una falta de respeto para la población guatemalteca y habla muy mal de nuestras expresiones político-partidarias. En el Congreso de la República se sigue jugando a Poncio Pilatos.

Allí fue donde todo comenzó hace dos años, al aprobarse el decreto 6-2008 que fuera luego vetado por el Presidente de la República mediante el acuerdo gubernativo 104-2008. Con todo, fue ese mismo texto el que ahora resucitaron diputados y diputadas para lanzar y aprobar el decreto 37-2010, “Ley reguladora de la conmutación de la pena para los condenados a muerte”. Desde ese mismo espacio legislativo se limpian hoy las manos y le pasan la papa caliente al actual gobernante, para que sea él quien otorgue el indulto e incline su báculo celestial.

¿Por qué en lugar de impulsar y aprobar una agenda de seguridad y justicia que ya tienen en sus manos y que busca fortalecer el Sistema de Administración de Justicia y Seguridad, los diputados y diputadas se mandan con otra iniciativa cortoplacista, por demás inútil para la sociedad? ¿Por qué no le han dado trámite a iniciativas de ley que promueven la reducción de la inseguridad y la violencia? ¿Por qué no aprueban la Ley de Policía de Investigación Criminal, la Ley de Servicios Privados de Seguridad, la Ley Nacional de la Juventud, las Reformas sobre carrera en la Ley Orgánica del Ministerio Público, las Reformas a la Ley de Amparo y la Ley de enriquecimiento ilícito, por ejemplo? Iniciativas, todas, de mucha mayor trascendencia que la de la pena de muerte.

Está claro que la pena de muerte puede ser un caballito de batalla para la campaña electoral, pero también queda claro que es un retroceso en la ruta civilizatoria y una norma que viola los compromisos adquiridos y ratificados por el Estado de Guatemala, como el Pacto de San José. La violación de estándares como este atenta esencialmente contra nosotros mismos, contra nuestra institucionalidad y, sobre todo, contra la posibilidad de volvernos una sociedad más justa donde la barbarie no sea la norma.

No entraré a tratar aquí el tema de los derechos humanos de las víctimas y de los condenados a muerte, porque este tema no debería de pasar por el “ojo por ojo” sino por el marco de la justicia posible, en un Estado con leyes y prácticas cada vez más sólidas. ¿Quién necesita la sangre de un asesino si la justicia hace bien su trabajo? ¿Quién necesita más sangre en un país que se tiñe de rojo todos los días? ¿Dónde están los estudios serios que asocian pena de muerte a una baja sostenida de la criminalidad? ¿Acaso los linchamientos han hecho descender los índices de violencia en los lugares donde se han llevado a cabo?

Somos una sociedad torturada, permanentemente cerca de la horca, prisionera en el cadalso de un país violento, inseguro y empobrecido. Necesitamos comida, educación, salud y ternura; necesitamos más conciencia y menos espectáculos necrófilos. Cabe pedir que el Presidente de la República vete esta iniciativa, por ser contraria al ordenamiento jurídico nacional e internacional con el cual se ha comprometido el Estado de Guatemala, pero sobre todo, por ser contraria al mandato humano de trascender como especie.

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