
Fuentes: Ctxt
No hay utopía más peligrosa que la de creer que se puede
amar otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer también el alma; la
de creer que la felicidad es un producto sanitariamente garantizado y
la infelicidad una enfermedad o un crimen
Creo que todos estamos en contra de los cólicos renales y
las migrañas y, desde luego, en contra de la covid-19 y sus
consecuencias. No hay ningún plan de la naturaleza que contemple, exija o
justifique mis ataques de ciática o mis dolores de cervicales; y por lo
tanto es legítimo y sensato intentar aliviarlos. Ahora bien, otra cosa
muy distinta es lo que tiene que ver con los “duelos”, cuyo concepto
mismo evoca enseguida la dimensión propiamente humana del dolor. ¿Se
puede evitar el dolor derivado de la relación con los otros? ¿Es bueno
evitarlo? ¿Es legítimo siquiera proponerse o incluso reclamar como
derecho una relación con el otro exenta de conflicto y, por
consiguiente, de dolor? Pues bien, me parece que nuestras sociedades
tecnologizadas y medicalizadas, por motivos al mismo tiempo económicos y
culturales, están materialmente conformadas en torno al propósito de
bloquear e impedir los “duelos”. El duelo mismo se ha convertido en una
enfermedad que hay que tratar, de manera que enseguida aparece un
psiquiatra, y no un cuervo, detrás de cada cadáver real o afectivo que
sacude nuestra existencia. Lo que antes sólo lo curaba el tiempo ahora
hay que curarlo en el tiempo, mediante una intervención de
emergencia, farmacológica o terapéutica, que borre lo más deprisa
posible el acontecimiento luctuoso. ¿Es normal una pancreatitis? No. ¿Es
normal que me hunda si se muere mi hijo, que llore si me abandona el
hombre o la mujer que amo, que sufra moral y psicológicamente en caso de
pérdida, separación o muerte? Me atrevo a pensar que una de las razones
por las que nos encontramos sin recursos antropológicos para afrontar
la presente crisis es la convicción subjetiva de nuestro derecho a la
felicidad, asociado a la consideración de la adversidad misma como una
enfermedad, y no como una experiencia, y al abordaje de las relaciones
humanas como protocolos de consumo sin consecuencias. Se pueden evitar
las relaciones humanas, como hacen los misántropos y hacían los
filósofos cínicos en la Antigüedad; pero no se pueden evitar los dolores
si se aceptan las relaciones humanas, porque sobre esos “duelos”,
jalones en el recorrido de la vida, se construye al mismo tiempo el
texto de la comunidad y la propia biografía. El feo, castizo, brutal
refrán (“el muerto al hoyo, el vivo al bollo”) se ha convertido en la
regla de comportamiento, y de ambición naturalizada, de una sociedad que
pretende mirar, tocar, amar sin dolor alguno, olvidando que no puede
haber ningún verdadero compromiso en el tiempo –ni ningún verdadero
enganche en el espacio, ni siquiera con los ojos– sin conflicto y
sufrimiento; y que, por lo tanto, la pretensión de suprimir el dolor
sólo puede hacerse a costa de suprimir el tiempo y el espacio mismos
como condiciones radicales de nuestra sensibilidad. De alguna manera eso
ha ocurrido ya: la tecnología nos ha dejado fuera del espacio y del
tiempo, esas dos enfermedades mortales contra las que, en paralelo a
nuestras fantasías artefactas, no hay ningún tratamiento posible.
Hasta
qué punto esta ilusión de una vida humana sin dolor se ha generalizado
como horizonte axiológico lo demuestra el hecho de que incluso el
feminismo ha acabado por reivindicar la seguridad total como fundamento
de las relaciones sexuales y amorosas. Si hay una frase que me irrita
profundamente es esa que proclama que “si es amor, no duele”. Entiendo
que se quiera deslindar el amor de los malos tratos, pero no debería
hacerse a costa de alimentar la ilusión de que sólo hay verdadero amor
si “no duele”, en la serenidad y el equilibrio, porque lo único que no
duele entre seres humanos es el intercambio contractual de objetos
–mercancía por dinero, por ejemplo–, cuyo modelo más trivial es la
relación cajero-cliente en un supermercado, modelo que, extrapolado a
las relaciones sociales y afectivas, nos sitúa no en el punto más
distante del amor sino en su contrario estricto. El amor duele. La
belleza duele. La maternidad duele. Decía el poeta andalusí Ibn Hazm de
Córdoba en El collar de la paloma que los enamorados “quieren
estar juntos allí donde hay mucho espacio y quieren estar solos allí
donde hay mucha gente”. Pocas veces se dan en la vida, y menos bajo el
capitalismo, las condiciones para que dos enamorados estén juntos y
solos mucho tiempo; y cada vez que el espacio los separa y cada vez que
la gente se interpone entre ellos, sufren; y si finalmente consiguen
estar solos y juntos –con lenguas, brazos, pies y encadenados– también
sufren, pues “en medio a tanto bien somos forzados/ llorar y suspirar de
cuando en cuando”, como dice otro gran poeta del siglo XVI. Si amo sin
correspondencia, sufro; si el amado me corresponde y se va de viaje,
sufro; si está a mi lado –y encima y debajo de mí– y gozo infinitamente,
sufro incluso más, porque no hay ningún goce infinito que, frenado por
el tiempo, no roce dolorosamente en sus raíles. También los amantes
apaciguados que envejecen juntos sufren: los reveses del otro, sus
malentendidos, sus enfermedades, sus vulnerabilidades crecientes. Entre
el “Amor” de Gaspar Noé y el “Amor” de Haneke se puede recorrer todo el
arco de dolores que, inseparables del goce, la memoria y el aprendizaje
vital, configuran la orografía del amor. Pocos han sabido exponer de un
modo más descarnado y sutil este bellísimo dolor, inherente al conflicto
voluntad-deseo, de imposible resolución incluso en el más idílico de
los romances, como el director chino Wong Kar Wai en sus películas.
Podemos adjetivar este amor, con desdén liberador, como “romántico”,
pero no hay nada liberador en liberarse del dolor –el miedo, la
inseguridad, la muerte– cuando se ama a otra persona, salvo que queramos
precisamente liberarnos del amor y llamar a esa ausencia –blindada en
la indiferencia de los intercambios digitales o en la seguridad total de
los castillos– con el mismo nombre que a su opuesto dolorido.
Entre cuerpos, en el espacio y en el tiempo, todo es
potencialmente doloroso. Ese dolor es inseparable de la belleza. El
misterio de un cuadro de Rembrandt, que hay que explorar infinitamente,
es doloroso, porque es doloroso no acabar nunca de mirar un objeto. Las
catedrales, los bosques de hayas, los poemas de René Char, la música de
Silvia Pérez Cruz, la ingenuidad de una niña que salta en un charco con
zapatos nuevos, el cuerpo luminoso y pasajero que no se ha de tocar,
duelen tan intensamente como intensamente nos vinculan a un mundo que
hay que proteger y hacer durar. Algún defensor de las pasiones indoloras
podría decir que el amor es como una flor: “Si es una flor, no duele”.
¡Pero es que las flores duelen! Más roja que el comunismo, la amapola es
la bandera de la belleza más incómoda y modesta. Ese color duele. Y no
porque, como la rosa de los poemas renacentistas, nos recuerde la
caducidad de la vida; ni tampoco porque, convencidos militantes
ecologistas, la vivamos amenazada por el cambio climático. Duele porque
es un enigma; que ese rojo exista, y que no lo hayamos inventado
nosotros, nos obliga a mirarlo –y vigilarlo– como si nos fuera a matar; y
hace daño dejarlo vivir a nuestras espaldas para seguir nuestro camino.
Así que ocurre exactamente lo contrario. Proclamar “si es amor, no
duele”, y proclamarlo con empaque moralista y displicente, como si se
tratara de una evidencia emborronada por el patriarcado, es lo mismo que
regañar al amigo que llama “flor” al jazmín sobre el que se inclina:
“No, hombre, si es una flor, no huele”. Las flores huelen, los otros
duelen.
Hay algo, pues, política y moralmente peligroso en la
negación organizada del dolor enraizado en el espacio y en el tiempo.
Contra el “duelo” salimos tecnomédicamente de nuestros cuerpos a un
exterior donde no corremos ningún riesgo; ni siquiera el de tropezar ya
con una cursi amapola comunista. Si queremos acabar con la fealdad, lo
mejor es acabar también con la belleza; si queremos acabar con la
mentira, lo más eficaz es acabar también con la verdad; si queremos
acabar con los duelos, lo más radicalmente seguro es acabar también con
los compromisos. Porque todo viene en el mismo paquete, sí, y como en
racimo y de la mano; y si se puede –y se debe– aliviar la ciática y
buscar una vacuna contra la covid-19 (y contra el machismo, la
desigualdad y la ignorancia) no hay utopía más peligrosa que la de creer
que se puede amar otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer
también el alma; la de creer que la felicidad es un producto
sanitariamente garantizado y la infelicidad una enfermedad o un crimen;
la utopía de la confusión –es decir– entre felicidad y seguridad. Esa es
en realidad la distopía “romántica” en la que vivíamos cuando disrumpió
el virus nuestro sueño. Y que deberíamos sacudirnos de encima antes de
ceder a la tentación del autoritarismo tecnocientífico y sus promesas de
normalidad indolora.
Tenemos derecho a las condiciones sociales para ser felices, pero no
la obligación individual de serlo. Es un buen momento, en efecto, para
reivindicar, al contrario, nuestro derecho inalienable a sufrir sin
cuervos ni paños calientes. Nuestro derecho al luto y sus bellezas.
“Antes muerto estaré que escarmentado:/ ya no pienso tratar de
defenderme/ sino de ser de veras desdichado”. A Quevedo hoy le
hubiesen suministrado un inhibidor de serotonina y no habría escrito más
sonetos de amor. Si es amor, duele siempre; y si es solo deseo, al
menos escuece.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en
Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha
desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario