Antes de cualquier cosa quiero disculparme con los lectores y los compañeros de este diario.
Es que afirmé que el ultraderechista brasileño Jair
Bolsonaro era el único mandatario del planeta que desoía y despreciaba
las orientaciones de la Organización Mundial de Salud, de científicos,
investigadores, especialistas, de toda y cualquier lógica y raciocino, y
no es verdad.
Alexander Lukashenko, dictador de Bielorrusia, dice que no hay que
cambiar nada de lo cotidiano, y por eso determinó que todo siga igual.
Combatir el coronavirus es sencillo, explicó: basta con hacer sauna y
beber vodka.
Ya Gurbanguly Berdimuhamedow, mandatario de Turkmenistán, adoptó una
decisión bastante más radical: prohibió expresamente que se pronuncie o
escriba la palabra coronavirus.
Bolsonaro, por tanto, no está totalmente aislado en el mundo. Para
hacer coro a sus dos colegas, en la noche del jueves pidió a los 210
millones de brasileños que celebren un día de ayuno absoluto, invocando
la altísima protección del dios santísimo.
Fue la menos nociva de todas sus manifestaciones relacionadas con la
pandemia, que se expande por Brasil a velocidad vertiginosa.
El pasado viernes se informó oficialmente que en una semana el número
de muertes creció 290 por ciento. Y también se reiteró que el número
oficial de contaminados, 9 mil 56, debe ser encarado con cautela: faltan
los resultados de otras 32 mil pruebas realizadas.
Lo que más asombra y preocupa en Brasil es la conducta errática e
irresponsable de Bolsonaro en las pasadas dos semanas, precisamente el
periodo en que la pandemia avanzó con fuerza. Como si nada de
extraordinario estuviese ocurriendo (en la noche del viernes el número
oficial de víctimas fatales llegó a 359, con la advertencia de que había
un gran número de pruebas en espera de resultado), Bolsonaro se
mantiene firme en su posición de abrir guerra contra todo y todos que
defienden lo que determinan los médicos, o sea, el aislamiento social y
la suspensión de una amplísima serie de actividades.
Sigue estimulando a la población a salir a las calles y dijo tener
listo un decreto determinando la suspensión de la cuarentena en todo el
territorio nacional. Y dejó entredicho que evalúa la posibilidad de
llevar tropas a las callessi tal decreto no es respetado.
La única consecuencia de esa conducta sin otra explicación que la
profundísima ignorancia del tosco mandatario, sumada al evidente cuadro
de total desequilibrio emocional (para decir lo mínimo) de que siempre
padeció, es que Bolsonaro logró aislarse dentro de su mismo gobierno.
Luiz Henrique Mandetta, ministro de Salud, se mantiene en su puesto,
pese a haber sido contrariado y criticado públicamente por el presidente
(
un médico no abandona a su paciente, justificó). Y cumple con rigor el protocolo recomendado por la Organización Mundial de Salud, y aplicado por todo el mundo (con las dos excepciones aberrantes mencionadas al principio de este texto).
Dos estrellas del gobierno, Paulo Guedes, el ex funcionario de
Augusto Pinochet que ocupa el Ministerio de Economía para imponer su
neoliberalismo ultrafundamentalista, y el de Justicia, Sergio Moro, el
ex juez totalmente manipulador y parcial que condenó a Lula da Silva sin
prueba alguna a la cárcel y propició la elección de Bolsonaro,
respaldan a su colega de Salud.
Ya antes los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado se
habían manifestado ampliamente en favor al ministro Mandetta. Hasta el
vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, defiende
aislamiento y cuarentena.
El presidente está cercado de militares retirados y en activo, cada
uno más reaccionario que otro. Son, en todo caso, lúcidos y se dieron
cuenta del absurdo que ocupa la presidencia.
Como quedó evidente que nadie es capaz de solamente con consejos y
advertencias pararle la mano a un desvariado Bolsonaro, decidieron que
Walter Braga Netto, el general en activo que (vaya paradoja típica de
ese gobierno) ocupa la Casa Civil de la presidencia, pase a ser el
coordinador de las acciones de combate al coronavirus.
En términos reales, eso significa estar a la cabeza de las decisiones
que deben tomarse, relegando Bolsonaro a sus explosiones de
desequilibrio.
Aislado en su laberinto, el patético presidente cuenta con el sólido
respaldo del trío de hijos que actúan en la política. Uno de ellos,
Carlos, es concejal municipal en Río pero ocupa despacho en el palacio
presidencial. Del trío, es el más hidrófobo. Cariñosamente, el papá
presidente lo llama por “ mi pitbull”. Es quien comanda el gabinete del odio que orienta al padre.
Lo que nadie sabe es cuándo ese esperpento dejará su laberinto rumbo
al callejón sin salida de un autogolpe, o alguien adoptará la única
decisión sensata posible: catapultarlo de una vez y para siempre del
sillón presidencial.
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