La venganza del planeta
Por
Fuentes: TomDispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
A medida que el coronavirus se extiende por todo el planeta dejando
muerte y caos a su paso, van apareciendo muchas teorías para explicar su
ferocidad. Una de ellas, ampliamente difundida dentro de los círculos
conspirativos de la derecha, es que se originó como arma biológica
en un laboratorio militar chino secreto en la ciudad de Wuhan que, de
alguna manera (¿quizás intencionalmente?), escapó hacia la población
civil. Aunque esa “teoría” ha quedado completamente desacreditada, el presidente Trump y sus acólitos continúan llamando al Covid-19 el virus de China, el virus de Wuhan o incluso la “gripe Kung”,
alegando que su propagación global fue el resultado de una respuesta
inepta y solapada del Gobierno chino. Los científicos, en general, creen
que el virus se originó en los murciélagos y se trasmitió
a los humanos a través de los animales salvajes vendidos en un mercado
de mariscos de Wuhan. Pero tal vez haya otra posibilidad mucho más
ominosa a considerar: que esta es una de las formas en que la Madre
Naturaleza resiste el ataque de la humanidad contra sus sistemas de vida
fundamentales.
Seamos claros: esta pandemia es un fenómeno mundial de proporciones
masivas. No solo ha infectado a cientos de miles de personas en todo el
planeta, matando a más de 40.000 de ellas, sino que ha llevado a la
economía global a un virtual punto muerto, aplastando potencialmente a
millones de empresas, grandes y pequeñas, mientras deja sin trabajo a
decenas de millones, o posiblemente cientos de millones de personas. En
el pasado, los desastres de esta magnitud derrocaron imperios,
desencadenaron rebeliones masivas y provocaron hambrunas e inanición.
Este cataclismo producirá también miseria generalizada y pondrá en
peligro la supervivencia de numerosos gobiernos.
Es comprensible que nuestros antepasados consideraran tales
calamidades como manifestaciones de la furia de los dioses enojados por
la falta de respeto y el maltrato humano de su universo, el mundo
natural. Hoy en día, las personas educadas descartan por lo general esas
nociones, pero los científicos han descubierto
recientemente que el impacto humano sobre el medio ambiente,
especialmente la quema de combustibles fósiles, están produciendo
circuitos de retroalimentación que causan daños cada vez más graves a
las comunidades de todo el mundo en forma
de tormentas extremas, sequías persistentes, incendios forestales
masivos y olas de calor recurrentes de un tipo cada vez más mortal.
Los científicos del clima hablan también de “singularidades”,
“eventos no lineales” y “puntos de inflexión”: el colapso repentino e
irreversible de los sistemas ecológicos vitales con consecuencias muy
destructivas y de gran alcance para la humanidad. La evidencia de tales
puntos de inflexión está creciendo, por ejemplo, con el derretimiento
inesperadamente rápido de la capa de hielo del Ártico. En ese contexto,
surge naturalmente una pregunta: ¿es el coronavirus un evento autónomo,
independiente de cualquier otra megatendencia, o representa algún tipo
de punto de inflexión catastrófico?
Pasará algún tiempo antes de que los científicos puedan responder esa
pregunta con certeza. Sin embargo, existen buenas razones para creer
que este podría ser el caso y, de ser así, tal vez sea hora ya de que la
humanidad reconsidere su relación con la naturaleza.
Humanidad contra Naturaleza
Es común pensar en la historia humana como un proceso evolutivo en el
que tendencias amplias y estudiadas durante mucho tiempo, como el
colonialismo y el poscolonialismo, han moldeado en gran medida los
asuntos humanos. Cuando se producen interrupciones repentinas, se
atribuyen generalmente, por ejemplo, al colapso de una larga dinastía o
a la aparición de un nuevo gobernante ambicioso. Pero el curso de los
asuntos humanos se ha visto también alterado, a menudo en formas aún más
dramáticas, por acontecimientos naturales que van desde sequías
prolongadas a actividades volcánicas catastróficas, a (sí, por supuesto)
plagas y pandemias. Se cree que la antigua civilización minoica del
Mediterráneo oriental, por ejemplo, se desintegró después de una
poderosa erupción volcánica en la isla de Thera (ahora conocida como Santorini) en el siglo XVII a. C. Además, las evidencias arqueológicas sugieren
además que otras culturas que alguna vez prosperaron se fueron
agostando de manera similar o incluso se extinguieron a causa de
desastres naturales.
No resulta sorprendente que los supervivientes de tales catástrofes
atribuyan a menudo sus desgracias a la ira de dioses diversos por los
excesos y depredaciones humanas. En el mundo antiguo, los sacrificios,
incluso humanos, se consideraban una necesidad para apaciguar a esos
espíritus enojados. Al comienzo de la guerra de Troya, por ejemplo, la
diosa griega Artemisa,
protectora de los animales salvajes, el desierto y la luna, aquietó los
vientos necesarios para que la flota griega se impulsara hacia Troya
porque Agamenón, su comandante, había matado a un ciervo sagrado. Para
apaciguarla y restaurar los vientos esenciales, Agamenón se sintió obligado, o eso nos dice el poeta Homero, a sacrificar a su propia hija Ifigenia (el argumento de muchas tragedias griegas y modernas).
En tiempos más recientes, las personas educadas han visto
habitualmente calamidades del tipo del coronavirus como actos
inexplicables de Dios o como eventos naturales explicables, aunque
sorprendentes. Además, con la Ilustración y la Revolución Industrial en
Europa, muchos pensadores influyentes llegaron a creer que los humanos
podían usar la ciencia y la tecnología para dominar a la naturaleza y
someterla así a la voluntad de la humanidad. El matemático francés del
siglo XVII René Descartes,
por ejemplo, escribió sobre el uso de la ciencia y el conocimiento
humano para que “podamos… convertirnos en los dueños y poseedores de la
naturaleza”.
Esta perspectiva afianzaba la opinión, común en los últimos tres
siglos, de que la Tierra era un territorio “virgen” (especialmente
cuando se trataba de las posesiones coloniales de las principales
potencias) y estaba completamente abierta a la explotación por parte de
empresarios humanos. Esto condujo a la deforestación de vastas zonas,
así como a la extinción o casi extinción de muchos animales, y en
tiempos más recientes, al saqueo de depósitos subterráneos de minerales y
energía.
Sin embargo, lo que sucedió fue que este planeta demostró ser todo
menos una víctima impotente de la colonización y la explotación. El
maltrato humano del medio ambiente natural ha tenido efectos búmeran
claramente dolorosos. La destrucción continua
de la selva tropical amazónica, por ejemplo, está alterando el clima de
Brasil, elevando las temperaturas y reduciendo las precipitaciones de
manera significativa, con consecuencias penosas para los agricultores
locales e incluso para los habitantes urbanos más distantes. (Y la
liberación de grandes cantidades de dióxido de carbono, gracias a los incendios forestales
cada vez más masivos, no hará sino aumentar el ritmo del cambio
climático a nivel mundial). Del mismo modo, la técnica de la fractura
hidráulica, utilizada para extraer el petróleo y gas natural atrapados
en depósitos subterráneos de esquisto bituminoso, puede desencadenar
terremotos que dañan las estructuras por encima del suelo y ponen en
peligro la vida humana. La Madre Naturaleza contraataca de muchas formas
cuando sus órganos vitales sufren daños.
Esta interacción entre la actividad humana y el comportamiento
planetario ha llevado a algunos analistas a repensar nuestra relación
con el mundo natural. Han vuelto a conceptualizar la Tierra como una
matriz compleja de sistemas vivos e inorgánicos, todos (en condiciones
normales) interactuando para mantener un equilibrio estable. Cuando un
componente de la matriz más grande se daña o destruye, los otros
responden de manera única tratando de restaurar el orden natural de las
cosas. Esta noción, propuesta originalmente por el científico ambiental James Lovelock en la década de 1960, se ha descrito a menudo como “la hipótesis Gaia”, por la antigua diosa griega Gaia, la madre ancestral de toda vida.
Puntos de inflexión climática
El cambio climático, que representa la máxima amenaza para la salud
planetaria, una consecuencia directa del impulso humano de arrojar cada
vez más gases de efecto invernadero a la atmósfera que calientan
potencialmente el planeta hasta un punto de ruptura, generará el más
brutal de todos esos bucles de retroalimentación. Al emitir cada vez más
dióxido de carbono y otros gases, los humanos están alterando
fundamentalmente la química planetaria y representan una amenaza casi
inimaginable para los ecosistemas naturales. Los negadores del cambio
climático al estilo Trump continúan insistiendo en que podemos seguir
haciendo esto sin coste alguno para nuestra forma de vida. Sin embargo,
cada vez es más evidente que cuanto más alteremos el clima, más
responderá el planeta de forma que peligren la vida humana y la
prosperidad.
El principal motor del cambio climático es el efecto invernadero,
ya que todos esos gases de efecto invernadero enviados a la atmósfera
atrapan cada vez más el calor solar irradiado desde la superficie de la
Tierra, elevando las temperaturas en todo el mundo y alterando así los
patrones climáticos globales. Hasta ahora, gran parte de este calor
adicional y dióxido de carbono ha sido absorbido
por los océanos del planeta, lo que produce un aumento de la
temperatura del agua y una mayor acidificación de sus aguas. Esto, a su
vez, ha provocado ya, entre otros efectos nocivos, la extinción masiva
de los arrecifes de coral, el hábitat preferido de muchas de las
especies de peces de las que un gran número de humanos dependen para su
sustento y alimento. Como consecuencia, las temperaturas oceánicas más
altas han generado
el exceso de energía que ha alimentado muchos de los huracanes más
destructivos de los últimos tiempos, incluidos Sandy, Harvey, Irma,
Maria, Florence y Dorian.
Una atmósfera más cálida puede también alimentar mayores
acumulaciones de humedad, haciendo posible los aguaceros prolongados y
las inundaciones catastróficas
que se están experimentando en muchas partes del mundo, incluido el
alto medio oeste en Estados Unidos. En otras áreas, la lluvia está
disminuyendo y las olas de calor se están volviendo más frecuentes y
prolongadas, lo que provoca incendios forestales devastadores como los que se han producido en el oeste estadounidense en los últimos años y en Australia este año.
De todas formas, podría decirse que la Madre Naturaleza está
devolviendo el golpe. Sin embargo, es el potencial de eventos “no
lineales” y “puntos de inflexión”
lo que preocupa especialmente a algunos científicos del clima ante el
temor de que ahora vivamos en lo que podría considerarse un planeta
vengador. Si bien muchos efectos climáticos, como las olas de calor
prolongadas, se harán más pronunciados con el tiempo, otros efectos, se
cree ahora, ocurrirán repentinamente, con pocas advertencias, y podrían
provocar perturbaciones a gran escala en la vida humana (como en este
momento de coronavirus) Pueden pensar en ello como si la Madre
Naturaleza estuviera diciendo: “¡Alto! ¡No sobrepaséis este punto o
habrá consecuencias terribles!”
Es comprensible que los científicos sean cautelosos al discutir tales
posibilidades, ya que son más difíciles de estudiar que acontecimientos
lineales como el aumento de la temperatura mundial. Pero la
preocupación está ahí. “Los eventos singulares a gran escala (también
llamados ‘puntos de inflexión’ o umbrales críticos) son cambios abruptos
y drásticos en los sistemas físicos, ecológicos o sociales” provocados
por el aumento incesante de las temperaturas, se señaló
en el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU
(IPCC, por sus siglas en inglés) en su evaluación exhaustiva de 2014
sobre los impactos previsibles. Tales eventos, señaló el IPCC, “plantean
graves riesgos debido a la magnitud potencial de las consecuencias; a
la velocidad a la que ocurrirían; y, dependiendo de este ritmo, a la
capacidad limitada de la sociedad para hacerles frente”.
Seis años después, esa sorprendente descripción suena de forma tan escalofriante como en el momento presente.
Hasta ahora, los puntos de inflexión de mayor preocupación para los científicos han sido el rápido derretimiento
de las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida occidental. Esos
dos depósitos masivos de hielo contienen el equivalente de cientos de
miles de kilómetros cuadrados de agua. Si se derriten cada vez más
rápidamente, con toda esa agua fluyendo hacia los océanos vecinos, se
puede esperar un aumento del nivel del mar de seis metros o más,
inundando muchas de las ciudades costeras más pobladas del mundo y
obligando a miles de millones de personas a trasladarse. En su estudio
de 2014, el IPCC predijo que esto podría ocurrir a lo largo de varios
siglos, ofreciendo al menos bastante tiempo para que los humanos se
adaptaran, pero investigaciones más recientes indican que esas dos capas
de hielo se están derritiendo mucho más rápidamente
de lo que se creía con anterioridad y, por lo tanto, puede esperarse un
fuerte aumento en el nivel del mar mucho antes del final de este siglo
con consecuencias catastróficas para las comunidades costeras.
El IPCC identificó también otros dos posibles puntos de inflexión con
consecuencias potencialmente de gran alcance: la extinción de la selva
tropical amazónica y el derretimiento de la capa de hielo del Ártico.
Ambos procesos están ya en marcha, reduciendo las perspectivas de
supervivencia de la flora y la fauna en sus respectivos hábitats. A
medida que estos procesos cobran impulso, es probable que desaparezcan
ecosistemas enteros y se eliminen muchas especies,
con consecuencias drásticas para los humanos que dependen de ellas de
muchas maneras (desde los alimentos hasta las cadenas de polinización)
para su supervivencia. Pero como sucede siempre en tales
transformaciones, otras especies, tal vez los insectos y microorganismos
altamente peligrosos para los humanos, podrían ocupar esos espacios
vaciados por la extinción.
Cambio climático y pandemias
En 2014, el IPCC no identificó las pandemias humanas entre los
posibles puntos de inflexión inducidos por el clima, pero sí proporcionó
muchas evidencias de que el cambio climático aumentaría el riesgo de
tales catástrofes. Esto es cierto por muchas razones. Primero, las
temperaturas más cálidas y una mayor humedad conducen a la reproducción acelerada
de los mosquitos, incluidos los que portan la malaria, el virus del
zika y otras enfermedades altamente infecciosas. Dichas condiciones se
limitaban entonces en gran medida a los trópicos, pero como resultado
del calentamiento global, las áreas anteriormente templadas están
experimentando ahora condiciones más tropicales, lo que resulta en la
expansión territorial de los criaderos de mosquitos. En consecuencia, la
malaria y el zika están aumentando en áreas que nunca antes habían
experimentado tales enfermedades. Del mismo modo, la fiebre del dengue, una enfermedad viral transmitida por mosquitos que infecta a millones de personas cada año, se está propagando con especial rapidez debido al aumento de las temperaturas en el mundo.
Combinado con la agricultura mecanizada y la deforestación, el cambio
climático también está socavando la agricultura de subsistencia y los
estilos de vida indígenas en muchas partes del mundo, llevando a
millones de personas empobrecidas a centros urbanos ya abarrotados,
donde las instalaciones de salud están a menudo sobrecargadas y el
riesgo de contagio es aún mayor.
Combinado con la agricultura mecanizada y la deforestación, el cambio
climático está también destruyendo la agricultura de subsistencia y los
estilos de vida indígenas en muchas partes del mundo, llevando a
millones de personas empobrecidas a centros urbanos ya abarrotados,
donde las instalaciones de salud están a menudo sobrecargadas y el
riesgo de contagio es aún mayor. “Prácticamente todo el crecimiento
previsto en las poblaciones ocurrirá en aglomeraciones urbanas”, señaló
el IPCC en aquel entonces. Muchas de estas ciudades carecen de un
sistema de saneamiento adecuado, en particular en las barriadas
densamente pobladas que a menudo las rodean. “Alrededor de 150 millones
de personas viven actualmente en ciudades afectadas por la escasez
crónica de agua, y para 2050, a menos que haya mejoras rápidas en los
entornos urbanos, el número aumentará a casi mil millones”.
Esos habitantes urbanos recién establecidos mantienen a menudo
fuertes lazos con los miembros de su familia que todavía permanecen en
el campo y que, a su vez, pueden entrar en contacto con animales
salvajes que portan virus mortales. Este parece haber sido el origen de
la epidemia de ébola en
África occidental de 2014-2016, que afectó a decenas de miles de
personas en Guinea, Liberia y Sierra Leona. Los científicos creen que el
virus del Ébola (como el coronavirus) se originó en los murciélagos y
luego se transmitió a los gorilas y otros animales salvajes que
coexisten con las personas que viven en la periferia de los bosques
tropicales. De alguna manera, un humano o humanos contrajeron la
enfermedad por su exposición ante esas criaturas y luego la
transmitieron a los visitantes de la ciudad que, a su regreso,
infectaron a muchos otros.
El coronavirus parece haber tenido orígenes algo similares. En los
últimos años, cientos de millones de familias rurales se mudaron, al
empobrecerse, a ciudades industriales florecientes en el centro y la
costa de China, incluidos lugares como Wuhan. Aunque moderna en muchos
aspectos, con sus subterráneos, rascacielos y autopistas, Wuhan también
conservaba vestigios de las zonas rurales, incluidos los mercados que
venden animales salvajes que algunos de sus habitantes todavía
consideran parte normal de su dieta. Muchos de esos animales fueron
transportados en camiones desde zonas semirurales que albergan grandes
cantidades de murciélagos, la fuente aparente tanto del coronavirus como
del brote de síndrome respiratorio agudo severo, o SARS,
de 2013, que también surgió en China. La investigación científica
sugiere que los criaderos de murciélagos, como los mosquitos, se están
expandiendo significativamente como consecuencia del aumento de las
temperaturas mundiales.
La pandemia mundial del coronavirus es producto de una asombrosa
multitud de factores, incluidos los enlaces aéreos que conectan cada
rincón del planeta de forma muy estrecha y la incapacidad de los
funcionarios del gobierno de actuar con la suficiente rapidez como para
cortar esos enlaces. Pero subyacente a todo eso está el virus en sí.
¿Estamos, de hecho, facilitando la aparición y propagación de agentes
patógenos mortales como el virus del Ébola, el SARS y el coronavirus a
través de la deforestación, la urbanización desordenada y el
calentamiento continuo del planeta? Puede que sea demasiado pronto para
responder una pregunta como esta de forma inequívoca, pero hay una
evidencia cada vez mayor de que así puede estar sucediendo. Si fuera
cierto, más vale que prestemos atención.
Hay que prestar atención a los avisos de la Madre Naturaleza
Supongamos que esta interpretación de la pandemia del Covid-19 es
correcta. Supongamos que el coronavirus es una advertencia de la
naturaleza, su forma de decirnos que hemos ido demasiado lejos y que
debemos alterar nuestro comportamiento para no correr el riesgo de una
mayor contaminación. ¿Entonces qué?
Por adaptar una frase de la era de la Guerra Fría, lo que la
humanidad puede necesitar es instituir una nueva política de
“coexistencia pacífica” con la Madre Naturaleza. Este enfoque
legitimaría la presencia continua de grandes cantidades de seres humanos
en el planeta, pero requeriría que se respeten ciertos límites en sus
interacciones con su ecoesfera. Los humanos podríamos usar nuestros
talentos y tecnologías para mejorar la vida en áreas que hemos ocupado
durante mucho tiempo, pero en otros lugares las vulneraciones deberían
estar muy restringidas. Por supuesto, los desastres naturales
(inundaciones, volcanes, terremotos y similares) seguirán aún
produciéndose, pero no a un ritmo que exceda el que experimentamos en el
pasado preindustrial.
La implementación de una estrategia de este tipo requeriría, como
mínimo, frenar el cambio climático lo más velozmente posible mediante la
eliminación rápida y completa de las emisiones de carbono inducidas por
el hombre, algo que, de hecho, ha sucedido al menos de manera modesta,
aunque sea brevemente, gracias a este momento Covid-19. Habría también
que parar la deforestación y preservar las áreas silvestres restantes
del mundo para siempre. Debería detenerse cualquier espolio adicional de
los océanos, incluido el vertido de desechos, plásticos, combustible
para motores y pesticidas de escorrentía.
En retrospectiva, el coronavirus puede no ser el punto de inflexión
que dé un vuelco a la civilización humana tal y como la conocemos, pero
debería servir como advertencia de que en el futuro experimentaremos
cada vez más eventos similares a medida que el mundo se caliente. La
única forma de evitar tal catástrofe y asegurarnos de que la Tierra no
se convierta en un planeta vengador es prestar atención a las
advertencias de la Madre Naturaleza y detener la profanación de los
ecosistemas esenciales.
Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch.com,
es profesor emérito de estudios por la paz y la seguridad mundial en el
Hampshire College e investigador en la Arms Control Association. Es
autor de quince libros, entre los que figura el recién publicado All Hell Breaking Loose: The Pentagon’s Perspective on Climate Change (Metropolitan Books).
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.orgcomo fuente de la misma.
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