A las 7:15 AM del 11
de septiembre de 1973, el presidente Salvador Allende se despide de
Hortensia Bussi, su esposa, y abandona la casa presidencial, calle Tomás
Moro 200. Destino La Moneda. Tras mil días de asedio, la burguesía
chilena, los partidos políticos de la derecha y el gobierno
Nixon-Kissinger rompen la función no deliberativa de las fuerzas
armadas. Entre el 29 de junio de 1973, fecha del putsch
fracasado, y el 11 de septiembre no descansan. La Contraloría General de
la República, en manos de la Democracia Cristiana, declara parcialmente
inconstitucional el decreto que conformaba las tres áreas de la
economía, social, mixta y privada. El 8 de julio, los presidentes del
Senado, Eduardo Frei Montalva, y la Cámara de Diputados, Luis Pareto,
democristianos, redactan un comunicado subrayando que el gobierno
pretende imponer un esquema ideológico y programático que la mayoría del país rechaza. A continuación, el colegio de abogados manifiesta que se ha roto el ordenamiento jurídico. El 27 de julio, la ultraderecha asesina al capitán de navío y edecán del presidente, Arturo Araya Peeters. El 5 de agosto, marinos son torturados por denunciar las maniobras de golpe, y el 22 de agosto la Cámara de Diputados, controlada por la oposición, redacta una carta subrayando: “Es un hecho que el actual gobierno de la República, desde sus inicios, se ha ido empeñando en conquistar el poder con el evidente propósito de someter a todas las personas al más estricto control económico y político por parte del Estado y lograr de ese modo la instauración de un sistema totalitario, absolutamente opuesto al sistema representativo que la Constitución establece; que para lograr ese fin, el gobierno no ha incurrido en violaciones aisladas de la Constitución y la ley, sino que ha hecho de ellas un sistema permanente de conducta, (…) violando habitualmente las garantías que la Constitución asegura a todos los habitantes de la República y permitiendo y amparando la creación de poderes paralelos, ilegítimos, que constituyen un gravísimo peligro para la nación, con todo lo cual ha destruido elementos esenciales de la institucionalidad y del estado de derecho”. A continuación hace un llamado explícito a las fuerzas armadas, “que en razón al grave quebrantamiento del orden institucional […] les corresponde poner de inmediato término […] con el fin de […] asegurar el orden constitucional de nuestra patria”.
Un día antes, el 21 de agosto, mujeres de Poder Femenino, militantes
de la Democracia Cristiana, el Partido Nacional y Patria y Libertad,
acompañan a esposas de generales a la casa del comandante en jefe del
ejército, Carlos Prats, profiriendo insultos, tildándolo de cobarde,
solicitando la intervención de las fuerzas armadas para derrocar el
gobierno constitucional. Al día siguiente, el general Prats presenta su
dimisión. En la carta se lee: “Al apreciar en estos últimos días que
quienes me denigraban, habían logrado perturbar el criterio de un sector
de la oficialidad del ejército, he estimado un deber de soldado, de
sólidos principios, no constituirme en factor de quiebre de la
disciplina y de la dislocación del estado de derecho, ni de servir de
pretexto a quienes buscan el derrocamiento del gobierno constitucional
[…] he estimado un deber de soldado presentarle la renuncia
indeclinablemente de mi cargo de ministro de Defensa Nacional, y a la
vez, solicitarle mi retiro absoluto de las filas del ejército, al que
serví con el mayor celo vocacional durante más de 40 años”.
Guillermo Pickering, comandante de las escuelas militares, y Mario
Sepúlveda, comandante de la segunda división (Santiago), generales con
mando en tropa, renuncian en solidaridad con Prats. El director general
de carabineros, José María Sepúlveda Galindo, se mantiene firme. Estará
con el presidente en La Moneda, el 11 de septiembre. El subdirector
Jorge Urrutia y los generales Rubén Álvarez y Orestes Salinas tampoco se
pliegan al golpe, los alzados recurren a un general mediocre, sexto en
la cadena de mando, César Mendoza. En la Armada, su comandante, Raúl
Montero, será retenido en su casa. Los almirantes Daniel Arellano, Hugo
Poblete Mery, el capitán René Durandot y el teniente Horacio Larraín,
constitucionalistas, son separados del mando; se autoproclama jefe de la
armada Toribio Merino.
En La Moneda, Joan Garcés relata su percepción de Allende tras la
declaración de los golpistas: “Resumo el comunicado de la radio […]
aparece firmado por Leigh y Merino, pero también por Mendoza, que se
autodenomina director general de Carabineros, y por Pinochet. No hace
ningún comentario. Estamos solos. Toma el teléfono y pronuncia una breve
alocución por radio. […] Son las 8:45. De pie, la mano sobre la mesa de
trabajo, repiqueteando los dedos, la mirada perdida en la distancia,
Allende se limita a decir a media voz: ‘Tres traidores, tres
traidores’”.
Mendoza, un general rastrero, se autonombra; Merino secuestra al
comandante en jefe de la Armada, Raúl Montero, y Pinochet, un cobarde
que el domingo 9 de septiembre juró lealtad en la residencia
presidencial, se pliega al putsch. Pinochet debía activar el Plan Hércules,
dispositivo antigolpe, el 11 de septiembre. Allende convocaría a
referendo. La Democracia Cristiana, el Partido Nacional y la patronal
son informados. Brady, general golpista al mando de la guarnición de
Santiago, tras la renuncia del general Sepúlveda, garantiza la
movilización de la tropa. El golpe será el 11 de septiembre. El ejército
y la aviación bombardean, toman ministerios, medios de
comunicación, fábricas, sedes de los partidos y universidades. Se inicia
la detención y asesinato de dirigentes y militantes de la Unidad
Popular. La tiranía se cierne sobre Chile. Hoy, la rebelión popular
iniciada en octubre de 2019 puede abrir las grandes alamedas, cerradas
durante décadas. Un referendo constituyente puede acabar con la
Constitución pinochetista, Allende está presente.
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