Nadie se va a morir, menos ahora. Es un verso de una canción que Silvio Rodríguez le dedicó a la invasión fallida de la CIA por Playa Girón, en Cuba, y se ha puesto de moda porque, nuevamente,
el aire toma forma de tornado. El Malecón y otras calles bullangueras de La Habana están desiertas, preparados todos, puertas adentro, para la guerra contra el enemigo invisible.
El cierre ha llegado también a sus fronteras. Desde hace una semana
regía una clausura parcial y solo podían entrar los residentes, pero a
partir de hoy no podrán aterrizar vuelos con pasajeros, salvo de
emergencia y aviones con determinados alimentos y mercancías. El
gobierno lleva varias semanas en zafarrancho de combate, con gabinete
dia-rio de crisis, pródigas explicaciones a través de los medios y
estudios de pesquisa activa –revisión clínica en las comunidades– a más
de 8 millones de cubanos, en una población de 11 millones.
Hasta ayer, el país tenía 212 casos confirmados y seis fallecidos,
con una guía de actuación muy estricta para evitar los contagios y,
también, para hacer llegar a cada familia –y no solo a las más
solventes– el aseo y el cloro, los medicamentos y alimentos básicos. El
esfuerzo por salvar vidas se complementa con ayudas a los más
vulnerables, brigadas médicas a otros países para enfrentar la pandemia,
generación a marcha forzada de la
droga maravilla–como llamó NewsWeek al Interferón alfa 2B, que se utiliza para el tratamiento de casos críticos del Covid-19– y la producción de los alimentos necesarios para la cuarentena, en una isla que surgió del mar y cuya geografía está formada por rocas calizas duras con insuficiente tierra cultivable.
Pero la herencia más pesada no se ve, transcurre bajo la superficie.
Hay un tejido social construido con cuerdas muy tensas, que ha tenido
una gigantesca dificultad para lograr un consenso sobre el propio
significado del término
normalidad. No hay otra nación sobre la Tierra que enfrente la pandemia con 60 años previos de otra epidemia feroz, las incontables sanciones económicas, financieras y comerciales del gobierno de Estados Unidos.
Con la actual administración estadunidense las medidas coercitivas
producen el mismo vértigo que la aceleración de las torpezas del
presidente Donald Trump, que lleva a ese país al caos bajo el control de
mafias omnipotentes, algunas de las cuales han secuestrado la política
hacia Cuba. Ayer, para no ir más lejos, Jack Ma, el fundador del gigante
chino Alibaba, anunció que no pudo enviar a Cuba un donativo de
mascarillas, kits de diagnóstico rápido y ventiladores, porque
la empresa transportista contratada recibió amenazas de Estados Unidos
en virtud de la Ley Helms-Burton.
Ni en tiempos de pandemia a los cubanos se nos permite respirar tranquilos, reacionó el embajador cubano en China, Carlos Miguel Pereira.
El investigador estadunidense Peter Kornbluh, coautor de un libro ya
clásico sobre la historia de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos –
Back Channel to Cuba–, ha llamado en la revista The Nation
a levantar el bloqueo y dio razones de sentido común: “con millones de
vidas en juego, una política exterior estadunidense basada en la ayuda
humanitaria es el “único
enfoque que hará avanzar la guerra contra este enemigo existencial.
Pero la solidaridad es un valor que exige sacrificios, compromiso,
deberes, poner por encima del interés propio el bien común. Mirar alto y
mirar lejos, que no está –ni ha estado– en el radar de la Casa Blanca.
Las debilidades estructurales de esa sociedad crearon las condiciones
para que surgiera un demagogo como Trump, cuyo ensañamiento con Cuba es
uno de sus rasgos perversos que proyecta contra su propio pueblo.
En The Guardian, el ex secretario de Trabajo durante el gobierno de Bill Clinton, Robert Reich, reconoció que
en lugar de un sistema de salud público, tenemos un sistema privado con fines de lucro para las personas que tienen la suerte de pagarlo y un sistema de seguro social desvencijado para quienes tienen la suerte de tener un trabajo de tiempo completo.
En la actualidad, 30 millones de personas no poseen seguro médico en
esa nación, y otros 40 millones sólo acceden a planes deficientes, con
copagos y seguros de costos tan elevados que sólo pueden ser utilizados
en situaciones extremas. El miedo a no poder pagar las costosas
consultas y tratamientos impide que se detecten contagios y el
coronavirus sigue propagándose en el país que tiene la cuarta parte de
todos los enfermos a escala mundial.
Cientos de miles de inmigrantes indocumentados han hecho
contribuciones monetarias a un seguro federal, por si pierden sus
trabajos algún día, pero ahora ven que no califican para cobrar sus
contribuciones porque
sus papeles no están en regla. Después de la muerte de un inmigrante que no acudió a una clínica, pese a estar infestado con el coronavirus, la alcaldesa de Washington hizo un llamado desesperado a los indocumentados para que no tengan miedo de ir a un hospital si se sienten enfermos. Trump se ha burlado una y otra vez de estas autoridades
demasiado sensibles.
Si fuera menos soberbio y tuviera instinto de conservación, el
gobierno de EU entendería que la solidaridad podría traducirse en
acciones para frenar las consecuencias sociales de la epidemia en su
propio país, y que podría contar con Cuba para ello, como lo están
haciendo hoy decenas de países, ricos y pobres.
El filósofo Albert Camus dijo que
lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso. El Covid-19 ha desnudado el alma terrorífica de la Casa Blanca. ¿Cuáles serán las consecuencias para ellos y para nosotros?
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