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domingo, 2 de abril de 2017

Trump contra el derecho humano a la salud



Arturo Alcalde Justiniani
El 24 de marzo el derecho a la salud de 20 millones de estadunidenses estuvo en riesgo. Ese día la noticia en Washington DC fue ver al presidente Donald Trump negociando con los diputados más conservadores de su partido la suerte del sistema de salud de esa nación. Paul Ryan, líder de la mayoría republicana, actuaba como mensajero; la materia de la negociación: el grado de protección sanitaria que debería otorgarse a los más pobres. Minuto a minuto se ofrecía como moneda de cambio reducir la medicina preventiva, la atención a urgencias, los cuidados mentales, la protección a la maternidad, los servicios hospitalarios y la suerte de la paternidad responsable. Se incluían en la negociación las enfermedades específicas cuya protección se ofrecía reducir o suprimir. ¡Quítale, quítale!, parecía la consigna de esos diputados. El mercader de Venecia regresaba por sus fueros.
En el otro extremo de la Cámara de Representantes estaban quienes temían la reacción de los millones de ciudadanos y sus familias que resultarían afectados y también los representantes demócratas, que, aunque minoría, defendían el Obamacare. Finalmente, la cuerda se rompió, Trump retiró su propuesta y la gigantesca población que estuvo en inminente riesgo se salvó... por ahora.
Ese 24 de marzo se dirimió una batalla fundamental por los derechos humanos más elementales en el país más poderoso del mundo. La controversia no se refería a la calidad de vida de la población, cuestión que se supone es razón de ser de cualquier política pública. Tampoco cómo reducir los riesgos ambientales o fortalecer la seguridad. La cuestión era qué tan abajo del piso se podía llegar, cuánto daño humano se estaba dispuesto a infligir a los más débiles. No se hablaba de la población de otros países del mundo, sino de la propia, de las mujeres, niños y ancianos a quienes se pretendía dejar a la deriva. La justificación de tal inmoralidad era ideológica. El argumento consistía en afirmar que en la protección de la salud el Estado no debe tener intervención, que la atención médica debe lograrse por cada persona en razón de su potencialidad económica, que cada quien se rasque con sus propias uñas, y si no tienen medios para curarse, es su problema. Se respeta la libertad para morirse sin protección. Ante esta argumentación, se generan las siguientes interrogantes: ¿qué sentido tiene el Estado y dónde quedan los valores de solidaridad y fraternidad que los gobiernos dicen sostener? ¿Dónde los principios cristianos de esa mayoría política que se dice creyente?
Afortunadamente, ese viernes 24 Trump fracasó en su intención de mermar el sistema de protección a la salud. Se cayó una de sus principales promesas de campaña, convertida en obsesión: destruir el Obamacare. Antes del debate, Trump confiaba en la mayoría republicana; necesitaba 216 votos y aparentemente contaba con 237. No calculó bien la línea dura, la tozudez y radicalidad del llamado Freedom Caucus, grupo extremadamente conservador que no estuvo dispuesto a hacer ninguna concesión, centrado en la defensa del individualismo, en la reducción del Estado, en una supuesta libertad de elección que es ficción en una sociedad tan desigual, en un razonamiento excluyente y elitista: la pobreza es culpa de la propia gente.
El Obamacare fue autorizado por el Congreso estadunidense en 2010, en un diseño distinto al propuesto originalmente por Barack Obama, que incluía la protección de carácter universal. La oposición de legisladores republicanos, e incluso de algunos demócratas, obligó a la aprobación de un modelo, si bien incompleto, el único posible en ese momento. La protección a la salud quedó en manos de seguros privados obligatorios, se impusieron a las empresas restricciones en materia de precios y con reglas como prohibir el rechazo a las enfermedades anteriores o prexistentes y canalizando recursos del Estado para proteger a los más pobres. Este gasto ha sido factor de irritación de los opositores, quienes alegan que es causante del crecimiento del déficit público. Justifican un gasto multimillonario en armas, pero no admiten hacerlo en favor de la calidad de vida de la gente. Por esta visión, Estados Unidos es el único país desarrollado del mundo sin un sistema universal de salud.
A pesar de la corta estancia de Trump en la Casa Blanca, el fracaso del 24 de marzo no es el único; en este tiempo se ha enfrentado a otra serie de dificultades: el rechazo a su veto migratorio en dos ocasiones seguidas, el escándalo por las vinculaciones de su equipo con los intereses rusos, la disculpa pendiente por falsa acusación a Obama, la irritación de los ambientalistas, la incapacidad para lograr el éxito en su primera negociación y la exhibición pública de los distintos rostros de la representación republicana. Todo ello ha incrementado la decepción de los votantes y explica por qué su popularidad ha caído hasta 37 por ciento. En el caso del sistema de salud, soslayó que antes del Obamacare 46 millones de estadunidenses no tenían seguro médico y que la mitad de ellos son pobres, mientras 94 por ciento de quienes tienen mayores recursos cuentan con este seguro.
La ex candidata Clinton replicó: “Es una victoria en favor de los estadunidenses, para las 24 millones de personas que estaban en riesgo de perder su cobertura sanitaria, para los mayores, para las familias que luchan contra la silenciosa epidemia de la adicción, de las nuevas madres y todas las mujeres… Una victoria para cualquier persona que crea que una asistencia sanitaria asequible es un derecho humano”.

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