El 24  de 
marzo el derecho a la salud de 20 millones de estadunidenses estuvo en 
riesgo. Ese día la noticia en Washington DC fue ver al presidente Donald
 Trump negociando con los diputados más conservadores de su partido la 
suerte del sistema de salud de esa nación. Paul Ryan, líder de la 
mayoría republicana, actuaba como mensajero; la materia de la 
negociación: el grado de protección sanitaria que debería otorgarse a 
los más pobres. Minuto a minuto se ofrecía como moneda de cambio reducir
 la medicina preventiva, la atención a urgencias, los cuidados mentales,
 la protección a la maternidad, los servicios hospitalarios y la suerte 
de la paternidad responsable. Se incluían en la negociación las 
enfermedades específicas cuya protección se ofrecía reducir o suprimir. 
¡Quítale, quítale!, parecía la consigna de esos diputados. El mercader de Venecia regresaba por sus fueros.
En el otro extremo de la Cámara de Representantes estaban quienes 
temían la reacción de los millones de ciudadanos y sus familias que 
resultarían afectados y también los representantes demócratas, que, 
aunque minoría, defendían el Obamacare. Finalmente, la cuerda 
se rompió, Trump retiró su propuesta y la gigantesca población que 
estuvo en inminente riesgo se salvó... por ahora.
Ese 24 de marzo se dirimió una batalla fundamental por los derechos 
humanos más elementales en el país más poderoso del mundo. La 
controversia no se refería a la calidad de vida de la población, 
cuestión que se supone es razón de ser de cualquier política pública. 
Tampoco cómo reducir los riesgos ambientales o fortalecer la seguridad. 
La cuestión era qué tan abajo del piso se podía llegar, cuánto daño 
humano se estaba dispuesto a infligir a los más débiles. No se hablaba 
de la población de otros países del mundo, sino de la propia, de las 
mujeres, niños y ancianos a quienes se pretendía dejar a la deriva. La 
justificación de tal inmoralidad era ideológica. El argumento consistía 
en afirmar que en la protección de la salud el Estado no debe tener 
intervención, que la atención médica debe lograrse por cada persona en 
razón de su potencialidad económica, 
que cada quien se rasque con sus propias uñas, y si no tienen medios para curarse, es su problema. Se respeta la libertad para morirse sin protección. Ante esta argumentación, se generan las siguientes interrogantes: ¿qué sentido tiene el Estado y dónde quedan los valores de solidaridad y fraternidad que los gobiernos dicen sostener? ¿Dónde los principios cristianos de esa mayoría política que se dice creyente?
Afortunadamente, ese viernes 24 Trump fracasó en su intención de 
mermar el sistema de protección a la salud. Se cayó una de sus 
principales promesas de campaña, convertida en obsesión: destruir el Obamacare.
 Antes del debate, Trump confiaba en la mayoría republicana; necesitaba 
216 votos y aparentemente contaba con 237. No calculó bien la línea 
dura, la tozudez y radicalidad del llamado Freedom Caucus, grupo 
extremadamente conservador que no estuvo dispuesto a hacer ninguna 
concesión, centrado en la defensa del individualismo, en la reducción 
del Estado, en una supuesta libertad de elección que es ficción en una 
sociedad tan desigual, en un razonamiento excluyente y elitista: la 
pobreza es culpa de la propia gente.
El Obamacare fue autorizado por el Congreso 
estadunidense en 2010, en un diseño distinto al propuesto originalmente 
por Barack Obama, que incluía la protección de carácter universal. La 
oposición de legisladores republicanos, e incluso de algunos demócratas,
 obligó a la aprobación de un modelo, si bien incompleto, el único 
posible en ese momento. La protección a la salud quedó en manos de 
seguros privados obligatorios, se impusieron a las empresas 
restricciones en materia de precios y con reglas como prohibir el 
rechazo a las enfermedades anteriores o prexistentes y canalizando 
recursos del Estado para proteger a los más pobres. Este gasto ha sido 
factor de irritación de los opositores, quienes alegan que es causante 
del crecimiento del déficit público. Justifican un gasto multimillonario
 en armas, pero no admiten hacerlo en favor de la calidad de vida de la 
gente. Por esta visión, Estados Unidos es el único país desarrollado del
 mundo sin un sistema universal de salud.
A pesar de la corta estancia de Trump en la Casa Blanca, el fracaso 
del 24 de marzo no es el único; en este tiempo se ha enfrentado a otra 
serie de dificultades: el rechazo a su veto migratorio en dos ocasiones 
seguidas, el escándalo por las vinculaciones de su equipo con los 
intereses rusos, la disculpa pendiente por falsa acusación a Obama, la 
irritación de los ambientalistas, la incapacidad para lograr el éxito en
 su primera negociación y la exhibición pública de los distintos rostros
 de la representación republicana. Todo ello ha incrementado la 
decepción de los votantes y explica por qué su popularidad ha caído 
hasta 37 por ciento. En el caso del sistema de salud, soslayó que antes 
del Obamacare 46 millones de estadunidenses no tenían seguro 
médico y que la mitad de ellos son pobres, mientras 94 por ciento de 
quienes tienen mayores recursos cuentan con este seguro.
La ex candidata Clinton replicó: “Es una victoria en favor de los 
estadunidenses, para las 24 millones de personas que estaban en riesgo 
de perder su cobertura sanitaria, para los mayores, para las familias 
que luchan contra la silenciosa epidemia de la adicción, de las nuevas 
madres y todas las mujeres… Una victoria para cualquier persona que crea
 que una asistencia sanitaria asequible es un derecho humano”.
 

 
 
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