León Bendesky
La Jornada
En su libro sobre   religión y filosofía política, Mark Lilla considera la relación del ser humano con la naturaleza.
Señala: “Cuando un ser humano se hace consciente de sí mismo, 
descubre que está en un mundo que no es de su hechura, pero del cual 
forma parte. Advierte que está sometido a las mismas leyes físicas que 
afectan a los objetos inanimados de ese mundo; como las plantas, 
requiere de nutrientes y se reproduce; y como los animales, vive con 
otros, construye refugios, lucha y siente. Esta persona puede notar sus 
diferencias con respecto a todos estos objetos y criaturas, pero también
 reconocerá lo que comparte con ellos. No observa el mundo desde fuera, 
como un objeto externo de contemplación, lo mira desde dentro y ve que 
es dependiente de él. Entonces puede ocurrírsele el pensamiento de que, 
si puede llegar a entenderse a sí mismo, necesitará entender el todo del
 cual es una parte. (M. Lilla, The Stillborn God, Vintage Books, NY, 2008).
El mundo no es un objeto externo a nosotros, este asunto me parece 
clave para identificar los problemas sociales que definen la relación de
 los humanos con el medio ambiente: con la miríada de especies con la 
que se comparte el mundo, así como con los recursos y procesos complejos
 que sostienen la vida misma. Es una relación que se hace crecientemente
 conflictiva y tiende a una tensión extrema.
Gran parte del discurso político, de las pautas productivas y de 
consumo, de la apropiación de los recursos y las formas en las que se 
distribuyen entre la población indican, empero, que la naturaleza se 
concibe como algo externo a nosotros como individuos y como sociedad, 
con la cual se tiene una relación cada vez más complicada. Esto mismo se
 advierte en las formas de expresión comunes para referirse a la 
naturaleza.
Podemos concordar con Lilla en su perspectiva, pero hay que admitir 
abiertamente que muchos no conciben así la situación; entonces, se 
esconde la complejidad del sistema que soporta la existencia.
Como seres humanos tenemos en esto una enorme responsabilidad. La 
naturaleza no debería ser un entorno sobre el cual ejercemos un dominio 
omnipotente, sustentado en la noción de que somos entes superiores y no 
sólo capaces de someter y encauzar el uso de los recursos disponibles 
para satisfacer nuestros fines, cueste lo que cueste, sino que tenemos 
el derecho y hasta estamos destinados a hacerlo.
Esta noción del progreso basado en el agotamiento y la 
sobrexplotación de los recursos, con consecuencias graves como son el 
calentamiento global y la acumulación de desechos, muchos de ellos no 
degradables, está en el centro del modo de producción vigente y de las 
formas de ejercicio del poder; también es una expresión cultural 
predominante.
Esto es lo que ha entendido Greta Thunberg, con una gran intuición 
como premisa indispensable. Se ha erigido como un símbolo de la lucha 
contra el cambio climático y sus consecuencias perniciosas. Ha logrado 
movilizar a la gente, especialmente a los jóvenes por decenas de 
millares en muchas partes del mundo.
Pero no hay modo de creer que los líderes políticos en general, así 
como los grandes productores y los consu-midores más ricos que usan 
losrecursos naturales y las fuentes de energía predominantes tengan una 
convicción clara sobre lo que dice Greta y lo que claman los jóvenes que
 la siguen.
El negacionismo del deterioro ambiental y sus consecuencias 
negativas, que según los científicos avanzan sin cortapisas y generan 
cambios climáticos que pueden ser ya irreversibles, es una postura 
expuesta con rabia por los sectores más conservadores.
Políticamente es notable lo dicho hace unos días por el secretario 
general de la ONU, António Guterres, quien preside la Cumbre 2019 Acción
 Climática, lo dijo con todas sus letras apelando a los líderes que 
asistirán a la reunión: 
Vengan con compromisos concretos, no con discursos adornados.
Hay un espacio conflictivo que parece definir el momento actual en 
torno al cambio climático, entre los discursos y las contradicciones 
políticas exhibidas en el Acuerdo de París, el cual estableció un plan 
de acción mundial para limitar el calentamiento global muy por debajo de
 2 °C.
En este ámbito, China representa 27.2 por ciento del total de 
emisiones de CO₂, Estados Unidos 14.6, le siguen en los cinco primeros 
lugares: India, 6.8; Rusia, 4.7 y Japón, 3.3 por ciento. Donald Trump 
retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París en junio de 2017 con el 
argumento de que debilita la economía de su país y la pone en una 
permanente desventaja. Se anunció que irá a la ONU el día que inicia la 
cumbre, pero para asistir a una reunión sobre la libertad religiosa. Más
 desaire es imposible.
Las acciones para enfrentar el cambio climático, así como la 
acumulación de desechos, requiere de compromisos de los individuos y de 
las empresas; sin embargo, es decisiva la acción concertada de los 
gobiernos y forjar también el activismo social, y que ambos promuevan un
 cambio categórico, pero, sobre todo, oportuno para enfrentar la crisis 
ambiental.
 

 
 
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