Paraguay
Esta frase popular 
tiene dos padres (y quizás más). Uno se llama Georg Christoph 
Lichtenberg (1742 - 1799) que fue un científico y escritor alemán, y el 
otro es Jean-François Paul de Gondi, Cardenal de Ritz (Francia, 1613 - 
1679), que en realidad escribió que “una nación no siente el extremo de 
la miseria hasta que sus gobernantes han perdido toda vergüenza; porque 
ese es el instante en que los súbditos se despojan de todo respeto”.
Sea
 quien fuere el autor, la frase nos trae directamente a nuestra realidad
 nacional. Una realidad dolorosa en donde los paraguayos y paraguayas 
nos sentimos rehenes, presos y presas de clanes familiares y castas 
políticas que nos gobiernan desde hace años sin que millones de 
paraguayos hayamos visto ningún cambio en nuestras vidas, en la de 
nuestros padres y abuelos y, peor aún, en la de nuestros hijos e hijas. 
Lo
 peor de todo es que estos clanes nos venden sus verdades a través de 
sus medios de comunicación para que creamos lo que ellos quieren, nos 
venden la educación que ellos quieren que tengamos, nos explotan en sus 
empresas, nos vacían los bolsillos a través de sus bancos y financieras y
 nos estrangulan el derecho a una vida digna, a la alimentación, a la 
salud, a la vivienda, a la tierra y a una educación que nos brinde un 
horizonte de felicidad. 
 Nos han hecho 
creer que los derechos, en realidad, no los traemos con nosotros desde 
el nacimiento, sino que cada ciudadano debe “ganarse” esos derechos. Por
 tanto, nos han hecho creer que la Constitución Nacional es como un 
pedazo de carne que está colgando por sobre la cabeza de un perro y que,
 si queremos alcanzarla, debemos estar saltando eternamente para 
intentar dar manotazos para ver si cada tanto podemos hacernos con las 
migajas de algún derecho que sobra por ahí y que caiga al suelo para su 
disfrute. 
Nos han hecho creer que los derechos no son públicos 
sino privados. Si querés estudiar, comprá la educación que quieras para 
vos y tus hijos; si querés una vivienda, comprála; si querés tierras, o 
lo comprás o no la vas a tener nunca; si querés tener buena salud, 
comprála, ahí tenés los hospitales, sanatorios y seguros privados que te
 van a dar la mejor salud que necesites. Porque si no tenés todo lo que 
por derecho deberías tener es porque no trabajaste lo suficiente, porque
 sos haragán o haragana y porque sos un paria que sólo está pendiente de
 lo que te pueda “regalar” el Estado. Sí, porque el derecho para estos 
clanes que nos gobiernan hace años es un “regalo”. En definitiva, nos 
han hecho creer que la sociedad es un mercado, y no un lugar donde todos
 podemos desarrollarnos como personas. Si tenés plata tenés derechos, si
 no tenés, pues hacé más plata o te vas a morir sin nada. 
La 
doble moral de estos clanes familiares que nos gobiernan y dirigen desde
 hace más de cien años, sostiene que la función del Estado no es la de 
garantizar derechos (al menos las de las personas), sino la de gestionar
 los negocios de las grandes empresas multinacionales y de los 
empresarios locales que nos traerán, por obra y gracia del libre 
mercado, la prosperidad y el desarrollo que necesitamos. Sin embargo, 
esa doble moral les permite utilizar todos los recursos disponibles, los
 aparatos burocráticos y las instituciones del propio Estado para 
garantizar a esos clanes familiares, a sus seguidores y sus familias, 
una vida que no la podrían encontrar en otro espacio que no sea el 
propio Estado. Porque el Estado no es garante de derechos (los 
nuestros), pero bien utilizan a ese mismo Estado para repartirse jugosas
 adjudicaciones, meter a parientes, amigos y la clientela en los 
ministerios, robar recursos de las instituciones públicas, traficar 
influencias para blanquear sus delitos, sostener “legalmente” sus 
esquemas de corrupción, y proteger a las mafias para que los negocios 
sigan eternamente. 
Porque la verdad es lapidaria: estos clanes 
familiares, que construyeron una casta privilegiada de políticos 
millonarios, se enriquecieron con el dinero de la corrupción, de la 
impunidad, del narcotráfico, del contrabando, de la especulación 
financiera, de la compra-venta de tierras malhabidas durante la 
dictadura y a través de las mafias que operan en todos los niveles del 
Estado paraguayo. 
Son estos clanes los que nos “dirigen”. Y 
mientras nosotros estamos buscando una escuela, no la mejor si no la que
 al menos tenga sillas, pupitres y no tenga el techo caído, para que 
nuestros hijos aprendan al menos a leer y escribir, sus hijos e hijas, 
sus nietos y nietas, están estudiando en el extranjero, aprendiendo a 
dirigirnos como lo hacen sus padres. Y lo peor de todo, haciéndonos 
creer que al no ser una monarquía, nuestro país cambia de gobernantes 
cada cinco años de manera democrática. 
Nuestro país, en manos de esta casta, no tiene nada más que esperar. 
Con
 esta casta gobernándonos, ¿cómo podemos demandar honestidad y 
transparencia a los funcionarios públicos?, ¿Cómo podemos exigir 
eficiencia, profesionalidad y patriotismo a nuestras Fuerzas Armadas y 
policiales? ¿Con qué moral podemos reclamar a nuestros docentes la más 
alta entrega en la educación de nuestros compatriotas?, ¿Con qué ejemplo
 podemos pedir a los ciudadanos y ciudadanas el cumplimiento irrestricto
 de las leyes y la defensa de los intereses supremos de la república?
Mario
 Abdo Benítez es apenas el rostro visible de estos clanes, de esta casta
 saqueadora y acaparadora. Saqueadora porque nos han robado, excepto la 
dignidad, absolutamente todo, el futuro, los sueños de una patria justa 
donde todos tengamos cabida y no sólo unos pocos, todo. Acaparadora 
porque se han repartido absolutamente todo entre ellos y nos han dejado 
en la más absoluta pobreza a fuerza de vendernos la ilusión de un 
bienestar que nunca existió y nunca existirá mientras la misma casta nos
 siga gobernando.
En este escenario, en el cual tampoco faltan 
los falsos profetas que con un oportunismo escalofriante nos incitan a 
cintarear al oponente sin proponer una salida colectiva, necesitamos 
como pueblo tomar las riendas de la historia y comenzar a reescribirla. 
Una historia en la que las mayorías empobrecidas, trabajadoras y 
explotadas tomen las riendas del país y las conduzcan hacia la patria 
soñada por quienes se entregaron completamente por la causa de nuestra 
independencia, por nuestros abuelos y abuelas, y caminemos hacia un 
horizonte con derechos, con justicia y con dignidad para todos y todas. 
Nuestro
 país no podrá reconstruirse con esta casta, con estos clanes familiares
 que nos tienen secuestrados. Nosotros, los trabajadores y trabajadoras 
estamos llamados a ser los próximos dirigentes de nuestro país. 
Sólo
 entonces, cuando los excluidos de hoy sean los que dirijan mañana los 
destinos del país, los que mandan infundirán respeto, y los que obedecen
 no sentirán la vergüenza que hoy sentimos todos. 
 
 
 
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