La amenaza que se 
cierne sobre los progresismos de Bolivia y Uruguay excede completamente 
sus fronteras y los intereses de sus mayorías ciudadanas, debiendo 
llegar a toda humanidad horripilada por la crueldad, la extinción y la 
barbarie. El mar Mediterráneo, cuyas orillas fueron testigo de múltiples
 intentos -aún sinuosos y contradictorios- de superación del tribalismo,
 de inacabadas y hasta destructivas experiencias civilizatorias, resultó
 sólo en 2018 el sepulcro de más de 2.000 fugitivos del hambre y la 
guerra según el ACNUR. Otras organizaciones humanitarias contabilizan 
varias decenas de miles en los últimos 5 años. Cierto es que hubo 
programas como como el “Mare Nostrum” de Italia y la Unión Europea que 
logró rescatar más un centenar de miles de reales o potenciales 
naufragios mortales. O su más modesto sucesor, el programa “Tritón” de 
relevamiento de costas. Sin embargo hoy son parte del pasado. No sólo no
 hay programas humanitarios sino persecución a los rescatistas. La 
capitana Carola Rackete quien logró salvar 52 náufragos migrantes y 
llevaba 40 en barco, sufrió 3 días de cárcel acusada por el ministro 
Salvini de tráfico ilegal de personas y haber rozado una lancha policial
 que pretendía impedir el rescate. Al otro lado del océano, Trump 
construye su muro material y simbólico, para que miles de despojados de 
todo derecho y hasta de su demanda de auxilio, se ahoguen en las menos 
salinas aguas del río Bravo. La asfixia de los marginados es la 
desembocadura de la creciente ola fascista que se despliega en el mundo 
entero. Los ciudadanos de la riqueza (desigualmente) concentrada se 
fortifican para bloquear pasaportes y apariencias despreciadas mientras 
emiten los suyos que filtran las circulaciones y residencias según 
orígenes, posesiones y fenotipos. La degradación moral de esta omisión 
(o hasta condena) de asistencia, la indiferencia criminal que la 
sostiene, no es producto de la perversión de las dos excrecencias 
humanas mencionadas, sino de una crisis civilizatoria que urge superar y
 que con más bombas y más hambre sólo recrudecerá.
 En nuestro sur, 
por razones geográficas, las diásporas toman formas más terrestres y 
hasta más localizadas en emergencias y crisis humanitarias. Desde el 
éxodo venezolano ante una erosión inflacionaria descomunal, el 
desabastecimiento y el mercado negro, hasta la hambruna argentina 
producto de variables económicas que se obstinan en acompañar con 
proporcionalidad y aceleración a las cifras venezolanas, como sostuve en
 un artículo de este año. El reconocimiento fáctico de la mayor demanda 
de alimentos de los comedores populares y merenderos que la sociedad 
civil y las iglesias tenían montados y multiplican, llevaron al congreso
 a dictar unánimemente una nueva emergencia alimentaria. Las 
estadísticas sociales del Indec llegan hoy sólo al 2018 que ya resultan 
alarmantes aún sin el derrumbe del año en curso, cuyas proyecciones son 
las de un pasaje del 30 al 40% en el nivel de pobreza en 4 años (60% en 
la infancia), duplicación de la desocupación y subocupación y 
desatención sanitaria por ausencia de vacunación y medicamentos que ha 
llevado por ejemplo a la aparición de brotes de sarampión, una 
enfermedad hasta hace poco bajo pleno control. El gobierno Macri no 
recibió una sociedad escandinava sino con índices de pobreza e inflación
 crecientes y estancamiento del crecimiento en los últimos años. Pero 
Macri no hizo más que incrementar todos los guarismos con la más cínica 
indiferencia llevando al país a una crisis humanitaria. Bolsonaro 
tampoco encontró un paraíso, salvo el natural que hoy convierte en el 
holocausto de la biodiversidad. También heredó parte del problema porque
 la agricultura comercial de monocultivo no comenzó con él, sino con la 
(des)regulación neoliberal de la producción rural y su hegemonía 
financiera. La producción ganadera ya venía desplazándose hacia la 
Amazonia. Los riesgos de maquillar con rostro humano la matriz 
productiva y extractiva neoliberal consisten en omitir las consecuencias
 de la destructividad de ganaderos, empresas de agronegocios y 
madereras, además de no presentarle obstáculos a los planes 
depredatorios de las variantes derechistas si acceden al poder, como es 
el caso de Bolsonaro o Macri en nuestras latitudes.
 Como si no 
bastaran estos ejemplos de inhumanidad para llevar a las derechas a los 
arcones de la historia, el presidente de la Asociación Rural uruguaya 
(ARU) que nuclea a los terratenientes, Gabriel Capurro, sostuvo que los 
resultados catastróficos de sus únicos países limítrofes no es válida 
porque “tuvieron una corrupción escandalosa durante 15 años” 
pontificando que los “gobiernos valiosos son los que hacen las cosas 
difíciles que hay que hacer”. Se sobrentiende que esas cosas que hay que
 hacer no necesariamente consisten en combatir la corrupción sino que 
forman parte del manual de buen neoliberal: bajar el gasto público, 
desregular los consejos de salarios, flexibilizar el mercado laboral 
para lograr rotundos éxitos como los vecinos. 
 Ante estas 
intimidaciones y la proximidad del proceso electoral del 27 de octubre, 
no creo que pueda dejarse un solo día sin ocupar cada calle, cada 
micrófono encendido, cada cámara, cada posible tribuna, para remarcar el
 programa del Frente Amplio (FA) con sus medidas concretas para evitar 
las calamidades vecinas y de buena parte del mundo exponiéndolas con el 
máximo de detenimiento. Luchar por el cuarto gobierno y conseguirlo, no 
es contradictorio con la apertura hacia una renovación indispensable de 
la fuerza política, de sus articulaciones organizativas y sus modos de 
adopción de decisiones y controles del apego al programa.
 
Nosotros también necesitamos una restauración conservadora: la que nos 
vuelva a poner a los comités de base como eje de organización y a la 
resistencia contra la barbarie en horizonte permanente.
 
 
 
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