Guatemala
Alainet
Guatemala ha sido 
históricamente, y continúa siendo, eso que –desde el Norte y con una 
arrogante visión racista– se designó con el despectivo mote de “país 
bananero”, banana country. Es decir: una nación pobre, que 
produce básicamente lo que se ha dado en llamar “economía de postre”: 
café, azúcar, banano, con crónica inestabilidad política y ausencia de 
derechos cívicos.
La característica distintiva de un 
despectivamente llamado país bananero (básicamente los de la región 
centroamericana) es su pobreza, su atraso comparativo con los países 
desarrollados, su precaria o nula industrialización (son 
fundamentalmente agrarios). Por eso mismo, su población escasamente goza
 de los beneficios de la modernidad, y como trabajadores están 
desunidos, con muy poca organización sindical para defender sus 
derechos. A todo ello se suman, en el plano sociopolítico y cultural, 
determinadas características que, si bien pueden estar presentes en 
otras latitudes, allí alcanzan ribetes desproporcionados: la corrupción y
 la impunidad.
Estas dos características están en lo humano, no 
son patrimonio de nadie, pero en países así –y Guatemala es un claro 
ejemplo– son lo dominante, están incorporadas a la cotidianeidad como 
algo totalmente normalizado (no rige la meritocracia sino “el cuello”, 
el compadrazgo. El soborno es materia corriente).
En el 2015, 
curiosamente, comenzó a darse una explosión anticorrupción. De buenas a 
primeras la población pareció indignarse ante hechos que eran de suyo 
conocidos. Pero fue una indignación llamativa. A partir de misteriosas 
convocatorias en las redes sociales (después se supo que eran perfiles 
falsos), población capitalina –clasemediera en lo fundamental– comenzó a
 asistir a la plaza en algo que luego fue ritualizándose: llegar los 
sábados por la tarde a sonar vuvuzelas y a cantar el himno nacional. 
Terminado que fuera ese ritual, todos a su casa, sin consigna política 
transformadora más allá de una indignación ante los hechos de corrupción
 que se iban conociendo a partir del trabajo del Ministerio Público y la
 Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–.
De
 esa cuenta, con esa “presión” popular, se vieron forzados a renunciar 
presidente y vicepresidenta. La sensación que pudo haber quedado es que 
la movilización popular los depuso. Ahora, fríamente analizados los 
hechos a la distancia, puede verse que se trató fundamentalmente de un 
bien pergeñado plan de psicología militar. Una vez más Guatemala fue 
utilizada por el gobierno de Estados Unidos como laboratorio de pruebas 
para un ensayo de manejo social: disparar la vena anticorrupción para 
lograr una protesta cívica (pacífica, sin la más mínima intención de 
modificar algo sustancial). En otros términos: una muy planificada 
operación gatopardista, cambiando algo superficial (supuesta “lucha 
contra la corrupción” botando al binomio presidencial y llevando a la 
cárcel a una mafia enquistada en el gobierno) para que no cambie nada. 
De ese modo, la corrupción pasó a ser la nueva plaga bíblica contra la 
que había que levantar la voz, encontrando ahí la causa de los males. Y 
ello sirvió, incesante bombardeo de fake news mediante, para neutralizar y revertir (roll back
 en la jerga de esos manuales de operación mediática estadounidenses) 
los gobiernos progresistas –molestos para la geoestrategia de 
Washington– de Argentina y Brasil.
Así las cosas, en Guatemala la 
CICIG pasó a tener un papel relevante, al igual que la figura de la 
entonces Fiscal General, Thelma Aldana, a punto de convertirla en 
candidata presidencial para las próximas elecciones de junio del 2019. 
La falacia montada terminó haciendo girar la dinámica política del país 
en torno al organismo internacional como garantía de esa cruzada 
anticorrupción que se había lanzado. Por lo pronto, su accionar logró 
desarticular varias estructuras mafiosas enquistadas en el Estado, en 
contubernio con ex militares y algunos empresarios. Varias personas, por
 tanto, fueron a parar a la cárcel (nunca empresarios, curiosamente).
El
 espejismo montado pretendió hacer creer que combatiendo la corrupción 
se podrían terminar los grandes males nacionales. El otrora embajador de
 Estados Unidos, Todd Robinson, fue uno de los principales actores en la
 puesta en marcha de esa cruzada, lo que demuestra el especial interés 
de Washington en impulsar la iniciativa. En el fragor de esa lucha y 
habiendo desarticulado varias bandas delincuenciales, se llegó a decir 
que Guatemala “estaba dando un ejemplo al mundo” en orden a la 
transparencia.
Y ahí viene lo curioso y lo que debe abrirnos los 
ojos: el país, al igual que sus vecinos del área, se caracteriza por una
 histórica corrupción e impunidad. De hecho, su oligarquía –unas pocas 
familias de linaje pretendidamente aristocrático, herederas de la 
colonia española– forjaron sus fortunas en base a la más inmisericorde 
explotación de la población originaria, los pueblos mayas, con una 
impunidad total, manteniéndolos en una situación de semi-esclavitud. 
Hasta la revolución de 1944, los indígenas eran considerados 
prácticamente “animales de trabajo” –se vendían las fincas con todo lo 
clavado y plantado, “indios incluidos” (sic)–.
La violencia y la 
impunidad son los cimientos sobre los que se edificó el país, que nunca 
alcanzó una verdadera unidad nacional, por cuanto la mayoría indígena 
siempre se sintió ajena a la “guatemaltequidad” impuesta. El Estado, 
desde la misma creación de la república hace dos siglos, ha sido 
absolutamente corrupto, siempre de espalda a los pueblos, favoreciendo a
 los grupos oligárquicos vinculados a la agroexportación –y 
posteriormente a una tímida industrialización modernizante–. Y 
favoreciendo a las burocracias que se encargaron de su manejo. Por lo 
pronto, es un Estado raquítico, teniendo la segunda recaudación fiscal 
más baja del continente, después de Haití (10% del PBI, en tanto la 
media latinoamericana ronda el 20%, y en algunos países con el mayor 
índice de desarrollo humano supera el 50%). Estado que solo sirve para 
mantener el orden oligárquico, por tanto: una gran finca con población 
hambreada y muy poco instruida, que tiene siempre la migración irregular
 hacia Estados Unidos como una posibilidad para “salvarse”.
A 
partir de esa lucha impulsada por la CICIG, las mafias enquistadas 
históricamente en el Estado, aumentadas exponencialmente a partir de la 
guerra contrainsurgente de las décadas pasadas donde el ejército cobró 
un peso desproporcionado, se sintieron en peligro. El llamado “Pacto de 
corrupción e impunidad”, que une a empresarios (financistas de los 
partidos políticos corruptos), ex militares y clase política mafiosa, 
reaccionó airado ante esta afrenta.
Si bien la cruzada 
anticorrupción era una medida de Washington surgida en la presidencia 
anterior (Barack Obama, demócrata), concebida como una forma de 
modernizar a los “países bananeros” del llamado Triángulo Norte de 
Centroamérica, la nueva administración republicana de Donald Trump 
parece haber dado al traste con esa iniciativa. El favor guatemalteco de
 haber secundado a la Casa Blanca en su traslado de la embajada en 
Israel a Jerusalén, más el lobby realizado en el Senado (haciendo
 pasar a la CICIG como un emisario del “comunismo” injerencista), han 
cambiado el curso de los acontecimientos. La corrupción dejó de ser el 
“gran mal” nacional; de hecho, parece que ya no importa tanto. El actual
 embajador de Washington, Luis Arreaga, contrario a su antecesor, tiene 
un perfil bajísimo y “deja hacer” a las mafias.
La actualidad nos 
muestra a estos grupos (el Pacto de corruptos) enseñoreados, deshaciendo
 todo lo avanzado por la CICIG y el anterior Ministerio Público, incluso
 haciendo retroceder mínimas conquistas logradas en estos años de 
democracia y luego de la Firma de la Paz en 1996. Se boicotean todos los
 esfuerzos progresistas y medianamente democráticos (el Procurador de 
Derechos Humanos, la Corte de Constitucionalidad, los pocos jueces no 
corrompidos) y se avanza en la legislatura con leyes retrógradas (ley de
 amnistía para los genocidas del conflicto armado, ley contra el aborto,
 leyes mordaza para quien proteste). En otros términos: todo vuelve a la
 “normalidad” que caracterizó al país durante toda su historia. A tal 
punto que reaparecieron grupos clandestinos contrainsurgentes, que se 
cobraron la vida de más de 20 dirigentes comunitarios el año pasado, y 
que ahora vuelven a la carga.
Ante todo eso, debemos defender 
férreamente los mínimos avances logrados en estas décadas de proceso 
democrático. ¡Ello es imperativo!
Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/
 

 
 
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