| Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo | 
Introducción
 
 El movimiento a través de las fronteras de millones de emigrantes 
provoca profundas divisiones políticas, violencia y un aumento de los 
movimientos de masas que se enfrentan a la unidad de la Unión Europea 
(UE) y desafían la supervivencia de los partidos políticos dominantes en
 Europa y Estados Unidos. 
 Tanto los movimientos y partidos 
progresistas a favor de la inmigración como aquellos de derechas que se 
oponen a ella proponen soluciones sencillas y atacan a sus adversarios 
con diatribas políticas. La derecha y la izquierda se enzarzan en una 
guerra perdida, basada en omisiones históricas, supuestos abstractos y 
confusos y propuestas destructivas. 
 En este artículo, procederé
 a esbozar un marco que nos permita comprender las implicaciones 
políticas, económicas y de seguridad que forman la clave para afrontar 
la inmigración. 
 El pasado y el presente  
 Si 
queremos acometer un debate serio sobre la inmigración, es preciso 
centrarse en dos factores fundamentales: el tiempo (momento histórico) y
 el lugar, que actúan fomentando el flujo y la absorción de los 
inmigrantes. 
 En el pasado, la inmigración prosperó en periodos 
en los que los países experimentaban: (1) un crecimiento rápido de la 
producción; (2) un aumento de la demanda de mano de obra; (3) una 
actividad sindical capaz de integrar a nuevos trabajadores (inmigrantes)
 y proteger los índices y las condiciones salariales existentes para 
todos; (4) una cooperación y solidaridad intersectorial de la mano de 
obra que disminuía los conflictos entre trabajadores nativos e 
inmigrantes; (5) programas asistenciales inclusivos y equitativos; (6) 
guerras locales, no globales; y (7) una violencia limitada al exterior 
de Estados Unidos y la UE. En dichos periodos, los mayores receptores de
 inmigrantes eran Europa y América del Norte. 
 Estas condiciones
 no bastaban para eliminar la competencia y el conflicto, pero sí para 
limitar su naturaleza y marco temporal y posibilitar una integración 
satisfactoria. 
 Si estas condiciones sentaban las bases para una
 inmigración relativamente apacible, su ausencia ha intensificado el 
conflicto al producirse un creciente flujo de inmigrantes, provocando 
graves problemas políticos. Los progresistas, que se remiten al modelo 
de inmigración de la Isla Ellis1, ignoran las actuales 
condiciones socioeconómicas desfavorables, negándose a aceptar los 
enormes cambios socioeconómicos y políticos ocurridos desde entonces que
 hacen tremendamente difícil la absorción de nuevas oleadas de 
inmigrantes. 
 Inmigración en masa y guerras imperiales  
 La inmensa mayoría de los refugiados de hoy día huyen de las guerras 
promovidas por Occidente. Se trata de “guerras totales”, diseñadas para 
destruir a la población civil y no solo a las instituciones y 
estructuras militares. En los últimos veinte años, EE.UU. y la UE han 
iniciado siete guerras devastadoras que han acabado con las vidas de lo 
que hasta entonces eran familias cohesionadas y productivas, con sus 
hogares y sus granjas, sus empleos, sus instituciones y su seguridad. 
Millones de personas han sido empujadas al exilio. 
 La inmensa 
mayoría de los nuevos emigrantes son refugiados de los países atacados 
por EE.UU. y la UE y su sufrimiento no tiene un final a la vista. 
Durante la Segunda Guerra Mundial y su posguerra, los refugiados 
experimentaron enormes sufrimientos, pero por lo general fueron 
absorbidos o repatriados e integrados en la reconstrucción de sus 
hogares y sociedades. Esta transición se vio favorecida por la gran 
escasez de mano de obra (¡más de 40 millones de personas, hombres en su 
mayoría, murieron en la Segunda Guerra Mundial!) y por la demanda 
económica que exigía la reconstrucción de posguerra. En dicho periodo 
histórico, los movimientos pacifistas occidentales consiguieron limitar 
el alcance y la duración de las guerras. Hoy en día, esos movimientos 
han desaparecido. Las guerras actuales se diseñan para ser interminables
 y totales, en términos de la destrucción de la infraestructura civil y 
las instituciones nacionales. 
 En los últimos veinte años, los 
movimientos a favor de la paz han desaparecido. Ello se debe en gran 
parte a que las guerras potenciadas por Estados Unidos y la UE cada vez 
se basan más en el uso de bombardeos devastadores y masivos, ya sea 
desde el aire o desde buques de la armada, que reducen mucho las bajas 
occidentales. La mayor parte de los movimientos contra la guerra se 
nutrían de la ira producida en el seno de los diferentes países cuando 
sus propios soldados regresaban a casa en bolsas para cadáveres. 
 Actualmente, las condiciones económicas internas se han deteriorado 
extremadamente. Los regímenes capitalistas han impuesto políticas 
económicas brutales que han aumentado el desempleo y el trabajo temporal
 mal pagado. El desempleo se acerca al 50 % entre los jóvenes de Europa 
meridional, una región inundada de refugiados desesperados. 
 
Además, las políticas imperiales no han dejado de aumentar el gasto 
militar destinado a las guerras al tiempo que imponían medidas de 
austeridad, recortando los programas sociales internos. 
 En este
 contexto, los nuevos emigrantes, especialmente los refugiados de las 
guerras imperiales, entran en competencia por los reducidos recursos 
públicos y los salarios drásticamente mermados. Esta competencia empuja a
 la baja los salarios para todos los trabajadores, facilitando 
enormemente las condiciones para que se produzca una explotación brutal.
 
 La intensa competencia por el empleo entre trabajadores 
nativos e inmigrantes es consecuencia de las guerras capitalistas y de 
las deliberadas políticas económicas internas para costear dichas 
guerras. Todo ello crea una mayor inseguridad y acelera la movilidad 
descendiente experimentada por la clase obrera y la clase media baja. 
 En el pasado, cuando se producían ese tipo de presiones y condiciones, 
los trabajadores protestaban, organizaban la resistencia y la lucha de 
clases. En la actualidad, los sindicatos han dejado de unificar a 
trabajadores antiguos y nuevos para crear una fuerza poderosa que se 
oponga a los peores excesos del capital. La afiliación sindical ha caído
 vertiginosamente. Los líderes sindicales han cambiado la militancia y 
la independencia por alianzas interesadas con los políticos 
capitalistas. Los sindicatos ya no protegen los intereses básicos de los
 obreros y sus familias, se limitan a seguir las iniciativas de los 
partidos “progresistas” pro-inmigrantes que son un brazo de la clase 
gobernante capitalista-militarista. 
 Los trabajadores no son 
racistas cuando se resisten a un mayor deterioro de sus ingresos y su 
nivel de vida: intentan proteger su empleo y los beneficios y programas 
asistenciales para sus familias en un entorno de creciente inseguridad y
 explotación capitalista. 
 En el pasado reciente, los 
trabajadores podían confiar en tener empleos estables y salarios 
crecientes gracias a una potente economía industrial interna. Esos 
mismos trabajadores, a quienes ahora se califica de “racistas”, solían 
aceptar a los trabajadores inmigrantes en sus fábricas, sus escuelas y 
sus barrios. Pero eso era decenios antes de que consideraran a la 
multitud de refugiados e inmigrantes destituidos que huyen de las 
guerras y la destrucción causadas por EE.UU.-UE como una amenaza a su 
sustento y al futuro de sus hijos. 
 A diferencia del pasado, 
cuando el capital internacional transportaba las materias primas 
extraídas en el extranjero hasta la metrópolis para que fueran 
procesadas por los fabricantes locales, hoy en día, las multinacionales 
han deslocalizado sus industrias a países de salarios bajos, provocando 
con ello la pérdida de empleos internos y el descenso del nivel de vida.
 Importadores y minoristas como Wal-Mart emplean a los trabajadores 
desplazados ofreciéndoles pagas mínimas sin beneficios sociales y 
trabajo eventual. 
 El “libre comercio” no es realmente comercio:
 en realidad se basa en un movimiento unidireccional de salida de 
inversiones y empleos y en la retención de los beneficios en paraísos 
fiscales. 
 Subvencionadas por el gobierno estadounidense, las 
multinacionales de agroalimentación de alta tecnología han diezmado la 
soberanía alimentaria del “Tercer Mundo”, forzando a la emigración 
masiva a los campesinos, que forman de este modo una base para competir 
con los trabajadores nativos y reducir salarios en EE.UU. y UE. 
 Los progresistas cuando dicen, a posteriori, que los inmigrantes se 
limitan a asumir los trabajos desagradables y mal pagados que los 
trabajadores locales rechazan. Pero la realidad es más compleja: en 
otros tiempos, la mayor parte de los inmigrantes accedían en poco tiempo
 a trabajos con un salario decente y solían ser aceptados por los 
trabajadores estadounidenses. 
 Hubo un tiempo en que los 
trabajadores de las empresas procesadoras de carne tenían un buen sueldo
 y el apoyo de los sindicatos. Luego, los sindicatos perdieron algunas 
luchas cruciales y los capitalistas redujeron los salarios, a veces 
hasta el 50 %. Los que habían sido lugares de trabajo bien regulados y 
estrictamente protegidos se deterioraron drásticamente. Este declive 
vino acompañado de la llegada y contratación de inmigrantes no 
cualificados de México y América Central. Hoy día, el sector de 
procesamiento cárnico está entre los más peligrosos y llega incluso a 
emplear inmigrantes menores de edad. La misma pauta de deterioro de 
salarios y condiciones y de sustitución por mano de obra inmigrante se 
produce en los sectores de la construcción, jardinería, textil, 
transporte, venta al por menor, fontanería, etc. 
 Recientemente,
 millones de jóvenes trabajadores se han visto obligados a emigrar de 
sus hogares a causa de las destructivas guerras imperiales que han 
devastado la seguridad en sus respectivos países al eliminar cualquier 
estructura nacional militar o policial funcional y cualquier posibilidad
 de empleo y de futuro estable para los jóvenes. Los antiguos 
comandantes o soldados cuyas familias han quedado destrozadas por las 
guerras imperialistas y a los que se ha despojado de cualquier dignidad 
no tienen otra opción que la de engrosar las filas de la resistencia, en
 grupos como el ISIS, o la de unirse a las oleadas de refugiados. 
 En su impulso por convertir lo que en su día fueron naciones 
cohesionadas en estados tribales clientelares, las fuerzas invasoras de 
EE.UU. y la UE y sus regímenes títere han destruido sistemáticamente a 
los partidos democráticos, laicos, nacionalistas o socialistas de las 
naciones situadas en su punto de mira. En su lugar han brotado violentos
 movimientos de resistencia islamistas o con una base étnica con el fin 
de combatir a los invasores y sus marionetas. Es el resultado previsible
 y natural de la política imperial destinada a destruir estados modernos
 a escala masiva. 
 Como las guerras imperiales en países 
colindantes han destruido toda esperanza de refugiarse y emprender una 
nueva vida en la región destrozada por la guerra, los nuevos movimientos
 islamistas violentos han adoptado su propia “estrategia internacional”.
 Las guerras imperiales fueron iniciadas desde las lejanas capitales del
 imperio, Washington, Londres o París, con bombas y misiles, así que a 
los islamistas no les queda otra alternativa que basar sus estrategias 
militares y terroristas en la población civil, dando lugar a gran número
 de bajas. 
 Los violentos atentados yihadistas contra objetivos 
civiles en Occidente no son específicamente religiosos ni están 
dirigidos a la obtención de recursos económicos o de poder. El objetivo 
es ganar influencia política entre la creciente población inmigrante 
marginada en Europa y socavar la capacidad y la voluntad de EE.UU. y la 
UE de continuar estas guerras interminables. 
 En el interior de 
los descuidados suburbios donde viven los inmigrantes, el número de 
simpatizantes de estos atentados no puede sino crecer. Ello hará 
aumentar las exigencias de los encolerizados y asustados ciudadanos 
occidentales, cada vez más propensos a aceptar la solución política 
nacionalista de “drenar el lago” (los inmigrantes) para “atrapar al pez”
 (los terroristas). Los programas antiinmigración y la policía 
antiterrorista se entremezclan con la creciente inseguridad económica 
interna y el sentido de desplazamiento cultural y nacional que 
experimentan las comunidades tradicionales y homogéneas de clase obrera 
situadas en las proximidades de los grandes barrios de inmigrantes. Las 
medidas de austeridad cada vez más severas impuestas por los regímenes 
neoliberales exacerban en gran medida la situación. 
 Los 
denominados partidos y movimientos liberales favorables a la inmigración
 ignoran el frágil tejido sociocultural de las comunidades locales. No 
han hecho nada para proteger a las comunidades vulnerables de las 
políticas capitalistas que han literalmente “volcado” inmigrantes en 
áreas y regiones incapaces de mantenerlos o absorberlos. Los líderes 
políticos de estos partidos se encuentran, por lo general, lejos de 
dichas comunidades e inmunes a la creciente competencia por los escasos 
empleos y recursos. Para muchos políticos, burócratas, e incluso 
gestores de ONG, “sus inmigrantes” son trabajadores domésticos, 
cocineros, cuidadores, jardineros, que sirven directamente a los 
estratos más acomodados de la sociedad. No obstante, las masas de 
refugiados e inmigrantes desarraigados viven cerca de los trabajadores 
locales, compiten con ellos por puestos de trabajo y comparten con ellos
 clínicas, escuelas y servicios sociales abarrotados, en condiciones de 
una creciente escasez. 
 La clase gobernante colabora con 
funcionarios sindicales muy domesticados y una segunda generación de 
líderes inmigrantes “asimilados” para “pacificar el descontento interno 
mediante programas multiculturales y toda una variedad de talleres de 
formación en la diversidad obligatorios para trabajadores y barrios, sin
 llegar a afrontar las cuestiones de clase relacionadas con el deterioro
 del nivel de vida y la pérdida de perspectivas de futuro empleo para 
los hijos de los trabajadores locales. 
 Es natural que las 
comunidades de clase trabajadora y media baja cierren filas sobre bases 
étnicas, regionales y religiosas, porque carecen de líderes de clase 
ejemplares. Son así susceptibles de verse atrapados por las llamadas de 
líderes y políticos nacionalistas-populistas o antiinmigración, a pesar 
de que dichos partidos se asocian desde hace tiempo con la extrema 
derecha. Con la notable excepción de la dirigente francesa, Marine Le 
Pen, que combina hábilmente una profunda comprensión de las tendencias 
socioeconómicas francesas con sus políticas restrictivas a la 
inmigración, la mayor parte de los populistas occidentales contrarios a 
la inmigración canalizan el resentimiento generalizado de los 
trabajadores nativos causado por su movilidad descendente culpando a los
 inmigrantes. 
 Los violentos ataques en los medios de 
comunicación de estos políticos liberales a los trabajadores que han 
visto mermado su modo de vida a causa de los programas neoliberales y 
las consecuencias generales de las guerras imperiales, acusándoles de 
racismo, no hacen nada para combatir el imperialismo y la explotación de
 clase. Y, con toda seguridad, no ayudan a los inmigrantes. Las 
denuncias de los intelectuales de clase media que viven en los estados 
costeros más acomodados y urbanizados contra los trabajadores 
estadounidenses y los ciudadanos rurales marginados que votaron por el 
presidente Trump muestran un profundo desconocimiento de los drásticos 
cambios sufridos en este país. En Europa y Estados Unidos, empleados y 
activistas relacionados con ONG liberales acuden como aves carroñeras a 
los inmigrantes, labrándose sus pequeñas carreras “educándolos” y 
suplicando a los residentes locales de barriadas deterioradas que se 
unan a ellos para “compartir” la celebración de la “diversidad” dirigida
 por la clase dominante (o el “multiculturalismo del sufrimiento”). 
 Conclusión 
 La inmigración en el siglo XXI es radicalmente diferente a las oleadas 
anteriores de emigrantes. Resulta una manipulación comparar el actual 
desplazamiento de millones de refugiados de guerra con la época de la 
isla Ellis en Estados Unidos o con la situación de reconstrucción masiva
 que se produjo en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. La emigración 
actual es un producto directo de las guerras imperiales, en las que el 
terror, los asesinatos, las lesiones y la destrucción deliberada de las 
instituciones sociales han obligado al desplazamiento a decenas de 
millones de personas, más refugiados que inmigrantes. 
 Mientras 
esto ocurre, la explotación capitalista extrema, la exportación de 
capital y empleos y las políticas de austeridad en los países del 
imperio han provocado la indignación de trabajadores y empleados de 
clase media baja, cuyos niveles de vida han sufrido un importante 
descenso. La combinación forzada de esas dos enormes olas, los millones 
de refugiados y emigrantes desposeídos y los trabajadores y ciudadanos 
occidentales marginados y cada vez más amenazados, se ha convertido en 
el núcleo de profundos conflictos entre capitalistas y trabajadores en 
EE.UU. y la UE. Tanto progresistas como reaccionarios enmascaran las 
cuestiones fundamentales de clase desviando la atención pública al tema 
del “racismo” y los “inmigrantes”. 
 A largo plazo, Occidente 
debe afrontar este peligroso fenómeno organizando un movimiento 
pacifista amplio y militante que se oponga a las guerras imperiales que 
provocan estas oleadas de refugiados desesperados. Los sindicatos, las 
cooperativas y los movimientos sociales locales o nacionales deben 
organizar a los desempleados y a los trabajadores precarios para luchar 
contra la pérdida de empleos, el saqueo de la riqueza nacional, la 
masiva evasión de impuestos de los capitalistas y la 
desindustrialización de la economía nacional. Es preciso nacionalizar 
los bancos y reservar suficientes fondos públicos para la sanidad y la 
educación, reduciendo el enorme presupuesto bélico actual. Los 
inmigrantes que decidan asentarse en sus nuevos países deberían intentar
 integrarse por completo, rechazar la doble nacionalidad y las dobles 
lealtades y denunciar a las organizaciones que actúan como “quinta 
columna” para hacer proselitismo de ideologías etnorreligiosas en el 
extranjero. 
 En última instancia los pueblos desarraigados deben
 optar por quedarse y pelear en lugar de escapar. Deben implicarse en la
 resistencia ante la ocupación imperial de sus territorios en lugar de 
aceptar la sumisión y las indignidades que sufren en el extranjero. El 
papel de los ciudadanos occidentales es el de apoyar estas luchas 
oponiéndose a sus propios líderes militaristas. 
 No existen 
respuestas sencillas a la emigración masiva pero sus causas sí están 
claras, al igual que los objetivos para evitar que se repita en el 
futuro. 
 Notas: 
 1: Ellis Island es un pequeño 
islote situado a la entrada del puerto de Nueva York que sirvió de punto
 de acogida de los cientos de miles de emigrantes que acudieron a 
Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Allí eran inspeccionados tanto 
médica como legalmente, Dejó de funcionar como tal en 1954. (N. del T.) 
 

 
 
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